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Varas de medir

Javier Delgado

Ya hace años que venía sospechando que el franquismo ni se había retirado, ni se había asumido, ni se había depurado jurídica y socialmente, como sí ocurrió en Italia y Alemania, o, más recientemente, con las dictaduras de nuestros tocayos del otro lado del Atlántico. Había señales. Muy sutiles, pero si uno ponía atención, se lograba identificarlas: manifestaciones puntuales de sus seguidores cada 20 de noviembre católico, apostólico y romano; fundaciones sin ánimo de lucro que todavía llevan su nombre; alguna que otra calle de alguna que otra ciudad que sigue recordando el buen hacer de generales del levantamiento… Franquismo de baja intensidad, por calificarlo de algún modo. A ese franquismo nos acostumbramos. Como teníamos las libertades que nos garantizó la Constitución del 78, (sin duda, y sin ironía, totalmente necesarias después de casi 40 años de taparse la boca), pues todos tan contentos.

Durante esos mismos últimos 40 años, se nos ha seguido vendiendo a nuestra señora Constitución como "el marco que nos hemos dado entre todos para…". El mantra funcionó muy bien. No había que abrir heridas, sino coserlas. ¡Y bien que las cosieron! Atadas y bien atadas, como el hecho no negociable de que el nuevo Estado iba a ser monárquico o no lo sería, tal y como sugirió el Generalísimo. No había que echar la mirada atrás, sino pasar página. ¡Y vaya que sí la pasaron! Había que incluir todas las sensibilidades, incluso las que se habían beneficiado de los pequeños desequilibrios socioeconómicos inherentes al Régimen. De esta manera se recauchutaron o reconvirtieron a la nueva fé democráticarecauchutaron, como se han ido reconvirtiendo las industrias patrias que van dejando de ser rentables, (y no es casual el símil, que a la economía ni mentarla), familias de abolengo que se han ido perpetuando y, qué casualidad, salvo honrosas excepciones que confirman la norma, copando los altos cargos en la economía (¡la he mentado!), las finanzas (con el Ibex 35 por bandera), la justicia y los medios de comunicación. Aparte de las de abolengo, habían otras familias. Esas prometieron el cambio y hay que reconocerles grandes saltos en la escalera de los derechos sociales, sobre todo en la etapa de Zapatero, por mucho que les pese a algunos. Lástima que luego se metieran, “malmetieran”, las eléctricas, y con ellas llegó el escándalo de las puertas giratorias. Hoy estás en el gobierno y mañana de directivo pasota en una eléctrica. Nos acostumbramos. Hasta ahora.

La cuestión catalana, o “el desafío soberanista” (como lo denominan ciertos rotativos de largo alcance), o incluso "el golpe de Estado contra lo constituyente, lo constitutivo y lo que se constituirá impulsado por un grupo de irresponsables, (en esto les doy la razón a esos rotativos de largo alcance) seguidos por una turba enloquecida que tomó las calles de Barcelona el 1 de octubre armados hasta los dientes con papeletas y urnas, dispuestos a derribar el marco que nos hemos dado entre todos para…", ha puesto en solfa el mantra, ha abierto un debate más que saludable sobre si no va siendo hora de revisar algunas “cosillas” que tal vez nunca se han cumplido del todo, como, por poner un ejemplo, “el derecho a una vivienda digna” (que muchos confunden intencionadamente con “el derecho a la propiedad”), pero también ha sacado de sus tinieblas, como ya he dicho en una ocasión anterior, al nacionalismo españolista, que no español, que nunca dejó de ser una ideología rancia pero, sobre todo, peligrosa. De repente, todos nos envolvemos en banderas. De repente, o estás de mi parte, o eres independentista. Se te sigue permitiendo opinar y discrepar con cualquier posición (te lo garantiza tu Constitución, faltaría más, aunque con los límites impuestos por la ley mordaza, no te vayas a creer el más listo), pero dichas discrepancias no parecen pasar ni por el mismo rasero, ni tener las mismas consecuencias políticas, penales o mediáticas.

Si la disonancia proviene de titiriteros, jóvenes raperos o tuiteros cuyas canciones u opiniones pueden estar muy equivocadas, ser de mal o pésimo gusto o, por ponerlo en términos correctos, “poco afortunadas”, para eso está ahí el Código Penal y la Audiencia Nacional (organismo que, no debemos olvidar, procede del antiguo Tribunal de Orden Público franquista, y del que muchos juristas se siguen quejando de que no ha pasado el filtro democrático del todo que debería, de que muchos de sus miembros están ligados a determinados partidos políticos y ya, para rematar, de que ni siquiera le competía resolver el asunto catalán, aspecto que está evidenciando ahora el Constitucional con dictámenes contrarios a los iniciales paridos por la Audiencia), para ponerlos en cintura, acusarlos de “enaltecimiento del terrorismo” y no parar hasta meterlos en prisión. ¡Qué se habrán creído esos greñas!

Si, por el contrario, la disonancia procede de un chat de policías locales de Madrid (llegó a reunir a doscientos, doscientos señores que tienen licencia para llevar armas y que siguen patrullando por las calles de la capital, cien de los cuales se fueron del chat, sí, pero no dijeron nada, no vaya a ser que se ensucie el corporativismo sagrado, y los otros cien se quedaron a escuchar, sin pronunciarse, calladitos, consintiendo con su silencio cómplice las ocurrencias, los simples calentones de los tres o cuatro más activos, que son los que acabarán pagando el pato) donde lo menos grave fue los insultos a la alcaldesa; o un grupo de fascistas amenaza de muerte a Mónica Oltra por fuera de su casa; o un descerebrado miembro del PSOE canario y concejal lagunero se jacta de “follarse” a las que enchufa en el ayuntamiento y lo difunde en la Red; o un descerebrado científico y profesor la emprende en Twitter con un político que no es de su agrado, aportando, entre otros grandes razonamientos, la orientación sexual del criticado; cuando las discrepancias son de este calibre, de cada piedra sale un defensor -político, periodista o anónimo usuario de las redes sociales- con cara suficiente para decir que no es para tanto, que fueron calentones de un momento dado, que el chat era privado, tonterías que se dicen y que luego uno recapacita y pide disculpas, como ya ha hecho el preclaro profesor universitario y que el criticado político ha aceptado, aunque le toque ahora a la Fiscalía decidir si actúa de oficio en este supuesto “delito de odio”. Que yo sepa, el delito de odio es eso: un delito tipificado en el Código Penal. Un delito grave, no tanto porque atenta contra la dignidad de la víctima, sino porque alienta a la turba sedienta de sangre, al españolismo que andaba modosito, pero que va cogiendo brío, a continuar con las estocadas. Porque perpetúa la desigualdad y deja a la intemperie a los colectivos que siguen siendo, aún hoy, cuarenta años después del fin de la dictadura, cuarenta años en los que no nos hemos cansado de proclamar unos niveles de libertad y de democracia envidiables, los más vulnerables: otras etnias, migrantes, mujeres, ancianos, niños, gays y lesbianas…

¿Qué país es éste?, ¿en qué se está convirtiendo? ¿Las amenazas y los delitos de odio se pasan por alto, mientras que a las verdaderas ocurrencias, las que no tienen ni medio recorrido, se les echa encima todo el peso de la ley? ¿No era la ley igual para todos? ¿mordaza sólo para unos? ¿Qué más tiene que aguantar la ciudadanía para desperezarse y quitarse de encima esos gallumbos que llevamos puestos desde el 2011 y cuyo tufo ha llegado, por fin, a los tribunales, pero sin la seguridad de que, realmente, los equipos de control de plagas lleguen a tiempo?

Tiempos de pestes. Habrá que refugiarse en el campo.  

Javier Delgado es socio de infoLibre

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