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'El viajante': Farhadi gana, el régimen pierde

Taraneh Alidoosti en 'El viajante', de Asghar Farhadi.

Cuando el Kodak Theatre aplaudió el pasado domingo el Oscar a la mejor película extranjera para El viajante, de Asghar FarhadiEl viajante, el cineasta no estaba allí para recogerlo. Anousheh Ansari, ingeniera iraní y primera turista espacial, leyó sus palabras: "Mi decisión viene del respeto a la gente de mi país y a la del resto de los otros seis países a los que falta al respeto la ley inhumana que prohibe la entrada de inmigrantes a los Estados Unidos". Esta decisión, previamente anunciada, había llamado la atención sobre su filme —la historia de una pareja cuya cotidianidad se ve rota por un acto anónimo de violencia—, que finalmente se impuso a la alemana Toni Erdmann.

Con este segundo Oscar, después del de Nader y Simin. Una separación en 2012,Farhadi entraba en el club de directores extranjeros en ganar más de una estatuilla, integrado por otros cinco artistas entre los que se cuentan Fellini o Bergman. La pretensión del presidente Donald Trump de eliminar al otro de la cultura y la vida estadounidense no ha hecho sino iluminarlo. Con la victoria de El viajante (desde el viernes en los cines españoles) pierde tanto el gobierno autoritario de Teherán como la racista y xenófoba administración Trump. Y con El viajante gana también la empatía. De nuevo, palabras de Farhadi leídas en su ausencia el domingo: "Los cineastas pueden hacer que sus cámaras capturen las cualidades humanas comunes y romper estereotipos sobre las distintas nacionalidades y religiones. Crean empatía entre nosotros y ellos,nosotrosellos una empatía que necesitamos más que nunca".

La misma empatía que proclama en su filme y que falta a varios de sus personajes. Como en las anteriores películas del director iraní, Nader y Simin. Una separación (que también ganó el Oscar en 2012) o El pasado, la sutileza y ambigüedad de su filmografía hacen difícil delimitar sus temas centrales, no ya deducir una tesis central. Pero ahí están, como siempre, la relación entre la tradición perpetuada artificialmente por el régimen y la modernidad que traen las jóvenes clases medias, así como la hipocresía de la moral biempensante. Y también, con un peso específico en este largometraje, la opresión de la mujer y su soledad en un mundo gobernado por hombres. 

Vayamos al argumento: Emad y Rana son una pareja de jóvenes que trabaja "en la cultura" —o al menos así se presentan, aunque él se gane la vida como profesor y ella sea ama de casa— y forman parte de una compañía de teatro semiprofesional metida en la producción de Muerte de un viajanteMuerte de un viajante. Esa obra de ficción será el misterioso background de la trama —el espectador quiere encontrar el paralelismo entre ambos, sin mucho éxito—, y su clase social les hace ser parte de una minoría que se considera moralmente superior al resto de la población, aunque se esfuerce en no demostrarlo... y que quizás finalmente no lo sea. El filme comienza con un secuencia enervante: el agradable hogar que han construido Emad y Rana se resquebraja por las excavaciones en un solar cercano. La pareja tiene que salir de casa a toda prisa, y un compañero de elenco les encuentra un piso. Allí vivía, se nos dice, una mujer "que recibía muchas visitas". Una noche, Rana abre el portero automático creyendo que quien llama es su marido... pero no lo es. Emad la encuentra en urgencias, donde es atendida tras el ataque. El hogar, ciertamente, se resquebraja. 

La policía no aparece en el hospital, nadie la llama. "No quiero explicarlo delante de todo el mundo", dice Rana. Tampoco lo harán más tarde. Una vecina señala que en un juicio le preguntarían por qué abrió la puerta, "y todo el mundo contaría historias". Otro vecino aprueba su decisión de dejarlo pasar: "Hacen bien, no serviría de nada". Tampoco a parecen en el filme jueces, ni abogados —sí lo hacían, y mucho, en Una separación—, ni cualquier otra representación de un Estado protector... o negligente. Recordemos que las obras de Farhadi deben pasar la censura para ser emitidas en su país, donde goza de mucha popularidad. El cineasta ha comparado varias veces a el arte y la censura con "el agua en la superficie de una piedra": "Cuando pones un obstáculo como una roca en la trayectoria del agua, el agua encuentra una manera de rodearlo". La autoridad ni siquiera se muestra en el largometraje, pero esa ausencia es muy reveladora. Tanto de la propia autoridad como de la sociedad timorata y represiva que esta crea. 

Sí se nombre, sin embargo, la censura, utilizando el mecanismo metaficcional del teatro. Farhadi nos muestra los ensayos de una escena de Muerte de un viajante en la que la amante de Willy Loman (o la prostituta a la que pagará con unas medias nuevas). "No puedo salir desnuda [a la calle]", entona la actriz que la interpreta. El intérprete que encarna a Biff, hijo de Willy, estalla en risas. "¡Si está vestida!". Efectivamente, la actriz luce una gabardina, cuello alto y sombrero. La censura —la obra tiene "tres puntos dudosos", según el director— es con frecuencia ridícula. Pero Biff se ríe también de la actitud de la actriz-prostituta, como un niño pequeño delante de una imagen que considera bochornosa o sorprendente. El espectador se pregunta cómo viviría la antigua inquilina, aquella de la que los vecinos dicen que llevaba "una vida salvaje", a la que todos querían fuera del edificio y con la que no eran, se intuye, tan amables como con Emad y Rana. Sus pertenencias siguen en la casa. Todavía se ven los dibujos que su niño hizo en la pared.  

Rana se encuentra débil, le aterra quedarse sola en esa casa en la que fue asaltada y rechaza, a la vez, la cercanía de su marido. Trata de evitar que la gente sepa lo que le ha ocurrido e intenta seguir adelante, pero estalla en sollozos en mitad de la obra. Ni siquiera se atreve a entrar sola en el baño en el que fue atacada y llega a hacer que su marido la acompañe a ducharse el antiguo piso, siempre a punto de derrumbarse. ¿Pero fue atacada? Farhadi no lo aclara, y las hipótesis van desde que se cayó del susto a que fue violada. Lo que sí se percibe es el dolor de ella y la incomprensión de él, que no entiende ni su negativa a denunciar ni su incapacidad de olvidar el suceso. La figura de Rana y su dolor se difumina cuando Emad entra en una espiral de sospechas y deseos de venganza que le lleva a tomar la justicia por su cuenta en una trasnochada empresa para restituir el honor de su mujer... y, sobre todo, el suyo propio. 

Una hamburguesa en cada boca y un McDonald's en cada pueblo

Una hamburguesa en cada boca y un McDonald's en cada pueblo

La identidad del atacante articula gran parte del filme, que en momentos de verdadera tensión se transforma en una especie de thriller realistathriller. Pero es, en realidad, un pretexto. Farhadi utiliza el asalto para poner a sus personajes a prueba. ¿Cómo actúa el hombre joven, caballeroso y culto? ¿Y la mujer, repentinamente despojada de su identidad y convertida en víctima? ¿Cómo se imagina al espectador al asaltante, cuáles pueden ser sus motivaciones? ¿Cuál es la responsabilidad de la sociedad en un suceso que parece especialmente íntimo? Y, ya que nos ponemos, ¿qué es lo que resquebraja verdaderamente el hogar de Emad y Rana? "Esta ciudad está tan mal hecha que habría que tirarla y hacerla de nuevo", dice él en un momento dado. Una frase que puede aplicarse a la pareja, pero también a la sociedad entera. 

Sobre todo esto flota la sombra de La muerte de un viajante, mientras el espectador trata desesperadamente de establecer un paralelismo entre sus protagonistas, Willy y Linda, y los de la película. Pero la empatía es capaz de redirigir la mirada más allá de uno mismo: ¿y si los verdaderos protagonistas fueran esos otrosotros cuya vida y cuyas razones ni siquiera estamos dispuestos a contemplar?

 

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