Cultura
Nadie está libre mientras haya plagas
"Para un novelista, una epidemia es una oportunidad para recrear a partir de informes médicos, de prensa de la época o de estudios realizados a posteriori la evolución de una enfermedad que durante un periodo de tiempo siembra el terror —asegura la escritora Empar Fernández—. La fase de documentación es muy interesante, es una indagación que muy a menudo conduce a conclusiones contradictorias". En su caso, el trabajo previo a la escritura de La epidemia de la primavera le permitió abordar "hechos trágicos de carácter colectivo utilizando un puñado de personajes de ficción. Es apasionante describir la evolución de una epidemia tan devastadora como lo fue la gripe española de 1918-19 desde la detección de los primeros casos pasando por el contagio, la sintomatología y, con alarmante frecuencia, la muerte del enfermo en pocos días".
No sabemos aún si el coronavirus que tanto nos ocupa y nos preocupa tendrá un reflejo tan espléndido en la literatura como el que han tenido otras pandemias, desde las plagas bíblicas hasta calamidades más recientes. Y casi siempre lo han hecho trascendiendo la mera enfermedad.
"Nada hay más punitivo que darle un significado a una enfermedad, significado que resulta invariablemente moralista", escribió Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas. "Cualquier enfermedad importante cuyos orígenes sean oscuros y su tratamiento ineficaz tiende a hundirse en significados". En un principio, añadió, se le asignan los horrores más hondos: la corrupción, la putrefacción, la polución, la anatomía, la debilidad… La enfermedad misma se vuelve metáfora. "Luego, en nombre de ella (es decir, usándola como metáfora) se atribuye ese horror a otras cosas, la enfermedad se adjetiva. Se dice que algo es enfermizo, para decir que es repugnante o feo". Proyectamos sobre la enfermedad lo que pensamos sobre el mal, y al hacerlo, enriquecemos su significado.
Una larga tradición
Del uso literario de plagas y epidemias tenemos noticia temprana. La Ilíada (VIII a.c) narra la evolución de una terrible y mortífera peste que Apolo desencadena por el secuestro de Criseida. "No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate". Les causó males, y les causará otros más, y no librará a los dánaos del flagelo "hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos". Sólo así lo aplacarán, sólo así renacerá la esperanza.
Como Homero (si aceptamos, como se hace tradicionalmente, que es el autor de esa epopeya), Tucídides refiere una epidemia de peste en Historia de la Guerra del Peloponeso, si bien en su condición de testigo recupera un episodio real, ocurrido en Atenas y que diezmó enormemente la población. Y, por supuesto, están las plagas bíblicas, las diez calamidades infligidas a los egipcios para doblegar al Faraón y obligarlo a permitir que los israelitas salgan de Egipto.
Damos un salto en el tiempo y nos plantamos en 1348, cuando a la egregia Florencia llegó la mortífera peste negra que, "o por obra de los cuerpos superiores (los astros) o por la justa ira de Dios, para nuestra corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran cantidad de vivientes".
(La misma peste, permítanme el paréntesis, que devasta la imaginaria Kinsgbridge de Ken Follett en Un mundo sin fin, secuela de Los pilares de la tierra.)
Se tiene por cierto que la enfermedad arrebató la vida a miles de criaturas… pero algunas lograron esquivarla. Entre los afortunados, siete mujeres y tres hombres que, siguiendo los consejos de la llamada Pampinea, deciden huir: "Natural derecho es de todos los que nacen ayudar a conservar y defender su propia vida tanto cuanto pueden (…). Y si esto conceden las leyes, a cuya solicitud está el buen vivir de todos los mortales, cuán mayormente es honesto que, sin ofender a nadie, nosotras y cualquiera otro, tomemos los remedios que podamos para la conservación de nuestra vida". Los diez se aíslan en una villa y, mientras disfrutan de "el aire asaz más fresco, y de las cosas que son necesarias a la vida", se entretienen contándose, a lo largo de 14 jornadas (descansan sábado y domingo), las 100 historias que conforman El Decamerón (1351-1353) de Boccaccio.
El recurso del encierro que se pueden permitir un grupo de pudientes fue utilizado siglos más tarde por Edgar Allan Poe en La máscara de la Muerte RojaLa máscara de la Muerte Roja (1842); sin embargo, a diferencia del italiano, el americano no se sirve de una epidemia real como excusa para su relato…
Cosa que sí hizo Daniel Defoe: al hilo de la peste bubónica que azotó Londres entre 1664 y 1666, teje el Diario del año de la peste (1722), las memorias de un superviviente. Defoe, nacido en 1660, no podía tener memoria de la enfermedad, se guía por lo de que ella pudo averiguar, o le contaron… da testimonio.
A diferencia de Mary Shelley que, en El último hombre, después de informarnos en la primera parte del auge y caída de un grupo de amigos, cambia el tono y recurre a tintes apocalípticos para describir un mundo asolado por una epidemia para la que no hay cura. Lo peculiar de esta novela de Shelley, escrita en 1826, es que se desarrolla entre 2070 y 2100, es decir, no recrea con las armas de la literatura un episodio pasado, sino que imagina lo que puede ocurrir en el futuro (si bien los críticos insisten en que su texto está bien anclado en los conocimientos y las convenciones de su presente).
Un ejercicio de anticipación que también practicó Jack London en La peste escarlata (1912). Viajamos hasta 2013, una peste fulminante recorre la tierra, vacía las ciudades, golpea hasta el último rincón habitado. Hay supervivientes, sí, pero el escenario ha cambiado: las zonas de cultivo sucumben ante el avance de la vegetación, los animales domésticos transmutan en bestias salvajes… y es el último de los escapados, James Howard Smith, antiguo profesor de literatura, el que, sesenta años después explica a unos jóvenes asilvestrados las dramáticas consecuencias de la Peste Escarlata y comparte los recuerdos de un tiempo que sólo él conoció.
Porque ése es el poder de los que sobreviven: atesorar la memoria de un mundo desaparecido. Y eso emparenta a Smith con el Robert Nelville de Soy leyenda (1954, la novela tantas veces llevada al cine de Richard Matheson), que esquivó los efectos de una guerra bacteriológica capaz de convertir a la humanidad en una horda de vampiros y cuya peripecia se impone como una reflexión sobre la soledad y el aislamiento, el bien y mal.
Literatura contagiosa
En este repaso surgen títulos que, en ocasiones, llevan la epidemia en el título, como El amor en los tiempos del cólera (1985) de García Márquez, una historia romántica sobre fondo de enfermedad epidémica; otras veces, es necesario ir más allá de esa primera línea: Ensayo sobre la ceguera (1995) de José Saramago, describe una dolencia que deja ciegos a los hombres y se quiere metáfora de la irracionalidad humana y los silencios de nuestra época: "Están ciegos, se mueven como autómatas, reciben órdenes que cumplen sin preguntar por la razón de esas indicaciones, y la sociedad se sumerge así en un letargo cuya metáfora es esta ceguera que llena de espanto a sus personajes", escribió Juan Cruz. Podríamos evocar El cazador de sueños (2001) de Stephen King y recuperar alguna de las muchísimas ficciones que imaginan qué ocurriría si una bacteria (o un virus, o un ser mutante) escapara (o lo soltaran deliberada y malignamente) de un laboratorio más o menos secreto (entre las últimas, Bajo cero, de David Koepp).
Pero si hay un título que no puede faltar en esta lista, uno que ni siquiera una recopiladora indolente puede olvidar, ese es La peste, de Albert Camus, "casi un tratado sobre la condición humana", apunta Empar Fernández. Desde su publicación, en 1947, "fue un éxito de ventas rotundo —me recuerda Sandra Maunac, directora de las Trobades Literàries Mediterrànies Albert Camus. Casi 100.000 ejemplares vendidos 4 meses después de salir publicado". Y a ese éxito contribuyeron razones literarias e históricas.
Escribe Camus: "Cuando estalla una guerra, las gentes se dicen: 'Esto no puede durar, es demasiado estúpido'. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello, si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad, no creían en las plagas". Sin embargo, el mundo acaba apenas de dar por cerrada otra gran guerra, más terrible que todas las anteriores. Y al lector de entonces, y al de ahora, aún más informado, le resulta imposible asistir a lo que ocurre en Orán, ver cómo las autoridades apilan los cadáveres en el crematorio, sin pensar en la sistemática exterminación perpetrada por los nazis; imposible no pensar en la rafle du Vel d'hiv, la redada del Velódromo de Invierno, al leer cómo los enfermos se concentran en los campos de fútbol.
'La peste', la lucidez de Camus
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"Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo habrían podido pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres, y nadie será libre mientras haya plagas."
En los encuentros literarios Albert Camus del año pasado, la filósofa Marylin Maeso aseguró que esta novela fue mucho más allá del horror nazi, "pues de lo que habla es de qué manera el miedo se convierte en odio y cómo el cosificar al otro permite la barbarie". Algo que Tahar Ben Jelloun cree aplicable al mundo de hoy: "La peste, metafórica o real, existe, es el populismo dramático en el que vivimos inmersos"La peste.
Habrá más epidemias, habrá más males, habrá más libros. La lista no puede sino crecer…