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Cultura

Francisco Brines: una poesía de la pérdida y la celebración

El poeta valenciano Francisco Brines celebra en su casa familiar en Oliva (Valencia) la concesión del Premio Cervantes 2020.

Hay un nombre que sobrevuela la obra de Francisco Brines: Elca. La gran casa de campo familiar en el municipio valenciano de Oliva, donde nació en 1932 y a donde se trasladó definitivamente hace años para encarar el último tramo de su vida. Allí recibió el lunes la noticia de la concesión del Premio Cervantes, una de las pocas distinciones que le quedaba por recibir después de una carrera celebradísima. La lista se remonta a 1960, con el Adonais por su primer poemario, Las brasas, y sigue con el Premio de la Crítica por Palabras a la oscuridad, en 1966, o el Nacional de Poesía por El otoño de las rosas en 1986. Desde hace 20 años suma otros, aquellos que se entregan a toda la carrera y que parecen, sin proponérselo, anunciar el final de la misma: en 1999 recibe el Premio Nacional de las Letras, y en 2010 el Reina Sofía de Poesía, considerado el más prestigioso de este género en español. El Cervantes se ha hecho de rogar, y no solo porque le llegue a los 88 años. El jurado permaneció reunido el lunes durante más de tres horas, e hicieron falta “sucesivas votaciones”, en palabras del ministro de Cultura, para llegar a la definitiva. El anuncio del premio se retrasó, de hecho, más de una hora, algo no muy habitual.

Pero un poeta que ha observado tanto el paso del tiempo no puede tener prisa. En esos términos hablaba de él el jurado: “Es el poeta intimista de la generación del 50 que más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital”. Elca, una casona con buganvillas y palmeras, es la materialización de esa paradoja: lo que permanece, los muros gruesos y el paisaje mediterráneo, con el mullido verde de los pinares y el mar al fondo; lo que cambia, las voces que no resuenan ya en sus altos techos, las fuerzas que el propio Brines ha perdido. El año pasado no pudo acudir, por problemas de salud, al acto en el que el Gobierno valenciano le concedía la Alta Distinción de la Generalitat, ni al primer acto oficial de la fundación que lleva su nombre, y a la que ha cedido sus bienes más preciados: los más de 15.000 ejemplares de su biblioteca, que ha engordado a lo largo de los años con la obsesión del coleccionista, y su amada Elca. Cuando él no esté, quedarán esos muros, las palmeras y, en palabras del jurado, “su obra poética que va de lo carnal y lo puramente humano a lo metafísico, lo espiritual, hacia una aspiración de belleza e inmortalidad”. Quedarán también, o eso espera, los escritores y estudiosos que quieran visitarla. 

El pasado diciembre, cuando el presidente valenciano, Ximo Puig, fue personalmente a su casa para hacerle entrega del reconocimiento de la Generalitat, Brines recordó ante los periodistas la figura de su padre, comerciante de naranjas que entendió que el mundo de su hijo era el de la literatura, ese espacio “invisible”, decía, que solo a veces coincidía con el de los naranjos materiales de los terrenos de Elca. “Ese fue el gran aprendizaje que tuve en mi familia: que respetara un mundo que desconocía”, contó entonces a los medios. Aquel niño que comenzó a escribir a los 14 años acabó siendo “uno de los maestros de la poesía española actual”, en palabras del jurado, “y su magisterio es reconocido por todas las generaciones que le suceden”. Hoy el escritor es, además, uno de los últimos testigos de una generación que se apaga, la del 50, habitada por autores como Jaime Gil de Biedma, por José Ángel Valente, por Carlos Barral.

Su profesión ha sido la de escritor, docente universitario y lector. Esta última ha sido quizás la labor que ha ejercido y que sigue ejerciendo con más fruición, a diferencia de la de la escritura, con la que se ha relacionado siempre a cuentagotas. Sus últimos poemas originales están publicados en Yo descanso en la luz (2010) y Para quemar la noche, que llegaron ya seis años después de Amada vida mía. Tras aquellos poemarios, Brines continuó escribiendo, sin que ese trabajo acabara cuajando en un libro. “Yo no tengo la lujuria de la escritura”, decía en una entrevista en El Cultural en 2016. “Mire, donde yo escribo tengo la puerta entreabierta y por ahí entra la musa, que es una sombra, y por ahí sale; yo no la cierro, pero tampoco la abro de par en par. De eso estoy contento, porque escribir por escribir no vale la pena”. ¿Para qué se escribe, entonces? Brines antepone “la revelación” al “testimonio”: los versos no dan cuenta de la existencia de uno, sino que la descubren. En sus propias palabras: “Te conoces por el poema, pero no conocías antes de escribir el poema lo que en él escribes”.

Muere a los 89 años el poeta Francisco Brines, último premio Cervantes

Muere a los 89 años el poeta Francisco Brines, último premio Cervantes

La poesía de Brines ha sido descrita a menudo como elegíaca. Una poesía de pérdida y de celebración, conceptos que se exigen mutuamente —no habría lamento si no se hubiera apreciado lo que ya no está— y que se imbrican a lo largo de toda su obra. “Yo sé que olí un jazmín en mi infancia una tarde, y no existió la tarde”, escribió en El otoño de las rosas. Su poesía se mueve también entre el anhelo y la saciedad, entre la conciencia de que lo que el hombre tiene es muy poco, y la conciencia igualmente firme de que ese poco puede bastar para justificar su existencia. Ese poco, para él, aparece definido por los límites de la poesía. “En ocasiones el poeta ha tratado de desvelar alguna porción del misterio de la vida, de arañar el enigma a cambio de hallar el apagado resplandor de una significación”, escribía en el texto Certidumbre de la poesía (1984). “Y aparecen las palabras. Y con ellas el engaño de una aparente claridad, o tan sólo una vislumbre de luz, que para la sed del hombre, y arrastrado por la emoción estética, parece en aquel momento suficiente”. Ahí está esa otra dualidad de su obra, la luz y la oscuridad. Si la primera está llena de la memoria, de la infancia y de una experiencia sensorial que no se considera en absoluto superficial, la segunda es vacío y desesperanza. Ambas están en el que es uno de sus poemas más famosos, “Los sinónimos”, de Insistencia en Luzbel (1977):

Más allá de la luz está la sombra,y detrás de la sombra no habrá luzni sombra. Ni sonidos, ni silencio.Llámale eternidad, o Dios, o infierno.O no le llames nada.Como si nada hubiera sucedido.

 

Los dos nombres que Brines suele citar, entre sus muchos maestros, son elocuentes: Luis Cernuda y Constantino Cavafis. Poetas que comparten luz, una luz reflejada en el mar de verano, y que comparten desazón por el paso del tiempo, por el vacío de la muerte. “Como si nada hubiera sucedido” es, como dice el propio Brines en su poema “Mi resumen”, un posible epitafio. Pero no le faltan al escritor lemas vitales, epitafios luminosos, si se quiere. Como este de Certidumbre de la poesía: “Allí donde he vivido he gozado del mundo”.

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