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Cultura

Las películas favoritas a los Premios Oscar ponen a Estados Unidos frente al espejo

Carey Mulligan en la película 'Una joven prometedora', de Emerald Fennell.
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Los Premios Oscar celebran este año una edición tan extraña... como cualquier otra cosa que haya sucedido en el último año. Con los cines aún bajo mínimos y gran parte de la industria cinematográfica reteniendo sus grandes títulos a la espera de una mejora en los números de la pandemia, los galardones de la Academia de Hollywood han acabado dejando sitio, en parte involuntariamente, a varios contendientes inesperados. Ahí está Nomadland, de Chloé Zhao, una película de bajo presupuesto que llega a la gala del 25 de abril bien arriba en las apuestas, o la extrañeza de que esta joven cineasta comparta nominación en mejor dirección con Emerald Fennell, debutante con Una joven prometedora, haciendo de la 93ª edición de los premios la primera en que dos mujeres compitan en esta categoría.

La larga pausa —o la quiebra más o menos temporal— de la industria cinematográfica ha hecho posible que se pongan en primera fila películas que en otras ediciones quizás se habrían visto desplazadas a un discreto segundo plano. Películas que, además, tocan puntos sensibles de la sociedad estadounidense, y que han suscitado una conversación más allá del puramente cinematográfico. Estas son las preguntas que plantean, en su centro, algunas de las películas nominadas más debatidas.

¿Hay libertad en la pobreza?

Nomadland es una de las favoritas de la noche: no es la película más nominada —ese honor se lo lleva Mank—, pero sí una de las más reconocidas en las galas que ya se han celebrado. A los dos Globos de Oro a mejor película y dirección, para la joven cineasta chinoamericana Chloé Zhao, se suman los premios de los sindicatos de productores, directores y guionistas. Si una película con un presupuesto de 5 millones de dólares, bajísimo para los estándares de la industria —la coreana Parásitos, ganadora del pasado año, triplicaba esa cifra—, ha logrado mantenerse en cabeza a lo largo de la extraña carrera por los premios es en gran medida gracias a su capacidad para tocar temas como los efectos de la desindustralización, la gig economygig economy —literalmente economía de bolos o miroempleos por jornadas— y la incapacidad del Estado de ofrecer soluciones ante la desigualdad.

Nomadland está basada en la investigación de la periodista Jessica Bruder publicada en el libro homónimo —en español, País nómada, publicado por Capitán Swing—, que sigue a un grupo de nómadas o workampers, temporeros que viajan de un lado a otro del país subsistiendo a base de empleos efímeros y por lo general mal remunerados. En la propuesta de Zhao, esta historia se convierte en una mezcla de ficción y documental: el centro de la película es Fern, interpretada por Frances McDormand, impulsora también del proyecto, pero varios de los actores de reparto son nómadas reales que compartieron su historia con Bruder y que enriquecieron, con las conversaciones mantenidas durante el rodaje, el guion final.

Este artículo no es el primero que compara el resultado con Las uvas de la ira, novela publicada por John Steinbeck en 1939 —llevada luego al cine por John Ford— y en la que una familia de agricultores se echa a la carretera tras ser desahuciada de su finca en medio de la Gran Recesión. Pero si Steinbeck firmaba un libro evidentemente militante, que no dudaba en cargar las tintas contra los ganadores de la crisis, la película de Chloé Zhao es más ambigua en su mensaje, y sustituye la ira por algo parecido a la melancolía. En Nomadland parece residir una pregunta: ¿puede haber libertad en la pobreza? Los personajes de Steinbeck tratan de mantener su dignidad, pero su voluntad se ve aplastada por la miseria y, más que trazar una protesta o un plan de fuga, son zarandeados por las poderosas fuerzas de la historia y de la economía —y por quienes se benefician de ellas—. Sí, los personajes de Zhao, y especialmente Fern, han sigo expulsados a los márgenes, pero si se mantienen en ellos, parece decirnos la directora, no es porque no puedan regresar. Es que no quieren. Se niegan a amoldarse a una sociedad que no les considera valiosos ni dignos de protección.

“El principal problema de Nomadland”, decía The Ringer allá por septiembre, tras el festival de Toronto, “quizás sea cuán benigna es”. “Nomadland es esencialmente una road movie, pero demasiadas escenas parecen atascadas en la neutralidad, sutiles y delicadas hasta la parálisis”. Ha sido particularmente cuestionada la representación de algunos de los trabajos que acepta Fern para subsistir, como su breve temporada en un almacén de Amazon: la tarea se presenta como monótona y deshumanizante, pero el espectador no presencia ninguno de los abusos que los sindicatos denuncian desde hace tiempo. Es, por supuesto, una decisión creativa: si la mirada de Zhao toma distancia, si no se muestra enfurecida, es porque tampoco parecen estarlo sus protagonistas. No es que el día a día de Fern parezca pasado por un filtro de Instagram, o que no se retrate su evidente escasez, que le hace imposible incluso reparar su caravana cuando esta se estropea. Pero es cierto que, si los personajes dibujan a menudo la vida nómada como áspera y dura, también la describen como más auténtica, más comunitaria pese a la soledad de la carretera, más cercana incluso a la que llevaron los fundadores de un país construido por gentes que huían de algo o buscaban algo, algo que no conocían aún. ¿Y qué hace Estados Unidos con aquellos a los que no ha sabido dar una casa y un trabajo digno? Por ahora, observarles y, quizás, darles un Oscar.

¿Quién asume la culpa tras una violación?

Que una película como el debut de Emerald Fennel, Una joven prometedora, esté entre las favoritas a los Oscar, es toda una rareza. No solo porque sea una mezcla de thriller y comedia romántica, o porque rechace tomarse en serio a sí misma pese al obvio drama que la recorre, sino porque su mensaje sobre quién lleva sobre sus hombros la culpa social de una violación es tremendamente incómodo para casi todos los espectadores. Esta es la premisa: Cassandra (Carey Mulligan) dejó la carrera de Medicina después de que su mejor amiga fuera violada en una fiesta en el campus; desde entonces, se dedica a atraer y castigar a los potenciales agresores de su ciudad, fingiéndose absolutamente borracha hasta que uno de estos falsos caballeros andantes se ofrece a llevarla a casa. Cuando ellos deciden tomar su falta de respuesta o su inconsciencia como una forma de consentimiento, Cassandra sale de su falso letargo para darles el susto que se merecen (dejaremos que el espectador descubra cómo).

Con un envoltorio rosa chicle, Una joven prometedora pone una evidencia incómoda ante los ojos del público: cuando una mujer sufre una violación, su denuncia apenas tiene consecuencias, y si las tiene a menudo es para ella misma. Mientras Nina, la amiga de Cassandra, vio cómo su vida se rompía en pedazos, empezando por su carrera universitaria, que se ve obligada a abandonar, el agresor siguió estudiando con el apoyo de la comunidad educativa, y ni siquiera tuvo que responder de sus acciones en un juicio. Pero Fennel no se detiene solo en el agresor, que ocupa en realidad una discreta —aunque fundamental— porción del metraje: mide también la responsabilidad de sus amigos, una manada que le protege y exculpa, e incluso de las mujeres que se vieron implicadas en el caso, particularmente de aquellas en las que la víctima confió y que pagaron esa confianza con sospecha y displicencia. La película tiene la estructura de un thriller de venganza, sí, pero es en realidad una historia de culpa: la que siente la propia Cassandra, que aquel día no estaba allí para proteger a su amiga y que busca desesperadamente pagar sus faltas.

Una joven prometedora no es ni pretende ser una película de matices, sino una crítica brutal del patriarcado y sus servidumbres. Resultan particularmente mal parados los personajes masculinos, dibujados más como cobardes peligrosos que como animales violentos, y que en casi todos los casos desaprovechan la oportunidad de redimirse y parecen inmunes a la culpa. En esta película, cualquiera puede ser un violador. Pero también cualquiera puede ser cómplice. La tesis de Emerald Fennell, a cargo también del guion, advierte sobre los peligros de un relato feminista dedicado a señalar a grandes monstruos machistas como Harvey Weinstein o Jeffrey Epstein, y gira la cámara hacia los pequeños monstruos de los que nadie sospecharíapequeños monstruos , ese colega de clase que cree que una mujer violada se lo merecía por haberse emborrachado o ese simpático desconocido que no verá problema en arrastrar hasta su apartamento a una mujer casi inconsciente. Para que ellos existan, para que se vayan de rositas, necesitan un apoyo de la comunidad. Lo encuentran sobre todo en otros hombres, pero también en algunas mujeres. 

La película bebe, de manera evidente, de los escándalos sobre violaciones en los campus universitarios a los que Estados Unidos se enfrenta desde hace años, recogidos en el documental The hunting ground. Pero si el sorprendente final del filme —que no revelaremos— ha suscitado debate es por la oscuridad que oculta tras la banda sonora popera y su pastiche de géneros populares: no es que los agresores no puedan redimirse, es que ni siquiera quieren, y la venganza es imposible, en gran medida porque no borra el dolor ya sufrido. El nombre de Cassandra es tan evidente como los planteamientos de Fennell: su tocaya griega es bendecida con el don de la adivinación, pero cuando rechaza a Apolo este la condena a no ser jamás creída por sus semejantes. ¿Y cuál es la única manera de que una mujer sea creída? Que sufra todavía más. 

¿A quién pertenece el sueño americano?

Cuando se hicieron públicas las nominaciones a los Globos de Oro a principios de febrero, hubo caras de asombro: Minari, del director estadounidense Lee Isaac Chung, no competía como mejor película, sino como mejor película extranjera. El motivo: la mayor parte de los diálogos son en coreano, la lengua de los padres de Chung y de la familia protagonista, emigrada a Estados Unidos en los ochenta. La decisión suscitó sonoras críticas, pero también sirvió como confirmación fehaciente de uno de los temas del filme: la experiencia americana no es homogénea, y buena parte de ella se ha quedado bien lejos del radar de Hollywood. Las nominaciones a los Oscar vinieron a corregir este error, y la película opta a seis estatuillas, incluida la de mejor película, pero el debate estaba necesariamente abierto.

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Aunque no cumpliera el mínimo impuesto por la Asociación de la Prensa Extranjera, que concede los Globos de Oro —para competir, al menos un 50% del diálogo de una película debe estar en inglés—, Minari es una historia que difícilmente podría ser más estadounidense. La familia Yi deja Corea para establecerse en California, donde padre y madre encuentran trabajo como sexadores de pollos. Huyendo de la perspectiva de trabajar hasta el fin de sus días en un empleo poco gratificante y mal remunerado, la familia acaba mudándose Arkansas, con la esperanza de tener su propia tierra y cultivar en ella productos coreanos, destinados a los miles de compatriotas que llegan a Estados Unidos cada año. Pero el sueño americano se parece en ocasiones a una pesadilla, y el trabajo no lo puede todo: al empleo como sexadores, que paga las facturas, se suman las tareas de la granja, pero poco puede hacerse si el pozo de la finca se seca o si el pago del agua de regadío se come los ahorros familiares.

Lee Isaac Chung utiliza un recurso narrativo conocido: contar los avatares de la familia a través de los ojos de David, el hijo menor, de 7 años. Pero el sueño de la familia Yi es ante todo el del padre, Jacob, que quiere dar sentido a la difícil decisión de migrar a través del éxito empresarial. Es una de las tensiones que recorren el filme: de un lado, las necesidades familiares que defiende la madre, Monica, relacionadas con la estabilidad, la salud de David —que sufre una cardiopatía— y la unidad familiar, y de otro las del padre, que tienen que ver con el progreso financiero y los logros laborales y económicos. “Esta película lidia con la posibilidad de que, incluso después de la asimilación, los asiaticoamericanos no encuentren una catarsis, una resolución”, escribía Ian Wang en la revista Little White Lies. “Que por cada asiático de clase media que siente que forma parte de América, hay un asiático pobre, indocumentado o recién llegado a quien esto se le niega”.

Minari también ha servido de espejo para una segunda generación que todavía tiene que dilucidar su lugar en la sociedad estadounidense. La periodista Michelle No escribía sobre ello en The New York Times, en un artículo que abordaba aspectos del filme como los roles de género patriarcales que ella había visto en su propia familia o la difícil relación con la tradición de los niños crecidos en Estados Unidos, niños que hablan la lengua de sus padres pero que encuentran asquerosos algunos platos típicos o que creen que su abuela es rara porque no hace galletas, como las de los niños de su clase. “Como muchos inmigrantes saben”, decía, “estos conflictos [paternos] son heredados por los niños de inmigrantes, y su trauma aprendido se revela de maneras menos poéticas: en una creencia persistente en el amor condicional, en un sentido fragmentado de la identidad (ni suficientemente asiáticos ni suficientemente americanos), y una extraña y anticuada comprensión de los roles de género”. Son solo algunas de las huellas que deja en el presente esta pequeña historia reciente de Estados Unidos.

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