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Trump apuesta por sembrar el caos ante una probable derrota electoral

Donald J. Trump saluda junto a Melania Trump en la tercera noche de la Convención Nacional Republicana, en Fort McHenry en Baltimore, Maryland, en una imagen de archivo.

Christian Salmon (Mediapart)

Si las consecuencias no fueran tan potencialmente destructivas para Estados Unidos y el resto del mundo, sería fascinante observar el fenómeno de descomposición que afecta a la vida política de EEUU desde la elección de Donald Trump. La epidemia del covid-19 bien podría haberle dado el golpe de gracia.

En un mundo sin covid, la campaña electoral estaría en pleno apogeo en este principios de septiembre. En todo el país, ambos partidos harían campaña sin descanso, llamando a millones de puertas para atraer a los votantes el 3 de noviembre. El Partido Demócrata habría designado a Joe Biden y a su compañero de filas en su convención de mediados de julio en Milwaukee, mientras que los republicanos habrían confirmado la candidatura de Donald Trump en Charlotte, Carolina del Norte, bajo los vítores de sus partidarios más acérrimos.

En este mundo imaginario sin covid, la economía está en todo su esplendor y el desempleo se encuentra en sus niveles más bajos en mucho tiempo. En el transcurso de un centenar de mítines en todo el país, Trump ha podido mostrar su talento basado en sus tradicionales bravuconadas, el absurdo y las mentiras habituales. No parece haber obstáculos que se interpongan en el camino a su reelección. Así que puede burlarse tanto como quiera de “Sleepy Joe” (Biden), que pelea por atraer a las multitudes con su discurso de vuelta a la normalidad. Nadie está enfermo y las elecciones del 3 de noviembre se sitúan en el centro de todas las conversaciones.

El covid-19 lo ha cambiado todo. El folletín de las primarias se vio interrumpido con sus caucus anticuados, sus acontecimientos dramáticos, sus giros electorales, como la victoria de Joe Biden aupada a su nombramiento por candidatos traidores, que no tenían otro objetivo que arruinar la candidatura de Bernie Sanders. ¿Pero a quién le importaba ya?

De la noche a la mañana, la pequeña carrera de las primarias demócratas, que alimentaba la crónica mediática, dio paso a una cronología completamente diferente. La campaña electoral se rindió ante el avance del virus. Sus storytellers podían poner meter los guiones de nuevo en los cajones; el covid-19 escribía la historia, una historia que frustró todas las predicciones y que posponía las elecciones al día del juicio final.

La mirada de los periodistas estaba en otra parte. Ya no contaban los delegados ganados por los Biden o Bernie en vistas a una nominación demócrata, sino el número de muertes provocadas por el covid-19 que subía inexorablemente hasta alcanzar, según Sanders, el número de estadounidenses muertos durante la Segunda Guerra Mundial.

Con más de 5,2 millones de casos y 180.000 muertos por la enfermedad, la gestión de la pandemia por parte de Trump se iba a asemejando a un desastre nacional. Durante todo el tiempo que pudo, Trump minimizó la gravedad de la epidemia, preocupado por no comprometer los buenos resultados económicos, su principal baza en su campaña de reelección. Con la mirada puesta en las cotizaciones bursátiles, multiplicó las declaraciones tranquilizadoras, acompañando con gestos sus palabras, estrechando las manos a diestro y siniestro, sin preocuparse por el mensaje que su comportamiento estaba enviando al público.

En un vídeo publicado en su cuenta de Twitter, The Washington Post enumeró “las 19 veces que Trump minimizó el coronavirus”. En un libro de próxima aparición, Trump revela que era consciente de la gravedad de la pandemia pero que la ocultó deliberadamente para no alarmar a los estadounidenses. En consecuencia, no hubo acuerdo sobre las terapias propuestas y las medidas sanitarias necesarias para detener la explosión de la epidemia. EEUU era una vasta sala de espera donde los pacientes intercambiaban entre sí las últimas noticias sobre el covid-19.

La campaña electoral, sus estrategas y sus mítines con aires feria parecían casi indecentes. El frenesí de las campañas con sus globos multicolores, señales y eslóganes simplificadores fue cruel.

Durante las primarias demócratas, Joe Biden y Bernie Sanders recortaron sus viajes y cancelaron las grandes concentraciones previstas. Las entusiastas multitudes que se daban cita en torno a Sanders desaparecieron de las pantallas. Se les vio dirigirse a pequeños grupos de reporteros en los escasos salones de baile de los hoteles de sus ciudades natales de Wilmington (Delaware) y Burlington (Vermont).

Los grandes mítines así como las pequeñas ferias, los festivales y los mercados fueron cancelados. Se redujeron las operaciones tradicionales puerta a puerta realizadas por hordas de militantes que viajaban por todo el país para animar a los votantes a acudir a las urnas. Muchos sindicatos, que normalmente proporcionaban legiones de trabajadores para apoyar las campañas demócratas, cancelaron sus actividades.

Adiós a los cócteles para recaudar fondos, a los apretones de manos a las multitudes. Las convenciones de los partidos se redujeron a eventos virtuales. Muchos estados optaron por cambiar rápidamente los procedimientos de votación, dando preferencia al voto por correo.

La pandemia reorientó la atención de los estadounidenses al poner el foco en los problemas de salud pública y la desigualdad económica y racial, e impulsó al público a replantearse los criterios de selección de los líderes que querían en el poder. Toda la atención se centró en la gestión de la crisis por parte de Trump, que, lejos de adoptar las medidas de emergencia necesarias, difundió una retórica absurda. Fue un festival de negaciones y contradicciones por su parte.

La conspiración se extendió como la pólvora revisando las estadísticas de la pandemia, sembrando la duda sobre las medidas sanitarias que había que adoptar. Trump había comenzado ocultando la gravedad de la enfermedad para no asustar a la población, se defendió. De hecho, para no poner en peligro sus acuerdos comerciales con China, la última línea de defensa para un crecimiento económico a media asta que podría costarle un segundo mandato.

En vano.

La pandemia continuó haciendo estragos entre una población desarmada, privada de mascarillas y sistemáticamente mal informada sobre las maneras de prevenir el contagio. Mientras tanto, la economía se contrajo y el desempleo volvió a aumentar, alcanzando pronto los niveles de la Gran Depresión. Trump demostró ser incapaz de proporcionar una estrategia nacional para combatir la pandemia, con un aumento de las pruebas, el rastreo de contactos y las medidas de cuarentena para los casos de contaminación. Tampoco pudo ocuparse de reanudar la actividad económica, para ofrecer un plan de ayuda a los desempleados, cuyo número se ha disparado durante la crisis.

Cuando se hizo evidente que la pandemia no desaparecería por arte de magia y que la actividad económica no resurgiría de las cenizas, el tono de la campaña cambió.

Fue Kellyanne Conway, la asesora (saliente) de Trump, quien dio la noticia durante una entrevista en Fox News durante la convención republicana. Conway, que inauguró el mandato de Trump articulando uno de sus conceptos clave, “hechos alternativos” (alternative facts), marcó el tono para el replanteamiento de la campaña de Trump con el nuevo eslogan “Law and Order” (Ley y orden).

Sugirió que el timing era perfecto. Las escenas de violencia que tuvieron lugar en Kenosha, Wisconsin, después de los sucesos de Charlottesville, Lafayette Square y Portland proporcionaron el escenario perfecto. Conway llegó a declarar que las escenas de desorden público eran políticamente útiles para Trump. “Cuanto más caos, anarquía, vandalismo y violencia, mejor, porque aclara quién es el mejor en términos de seguridad y orden público”, dijo Conway.

En ausencia de crecimiento económico o de remisión de la epidemia, el debate tenía que cambiar. Los disturbios en Kenosha y Portland dieron al presidente y a la convención republicana la oportunidad de mudar el debate político nacional y dirigirlo a temas de seguridad donde los republicanos podrían estar mejor.

Según Kellyanne Conway, la convención demócrata era una producción de Hollywood. La convención republicana fue un reality show centrado en el personaje de Trump, que estaba omnipresente todas las noches con su familia. 

Dos productores de la serie The Apprentice supervisaron el evento: Sadoux Kim, un antiguo asistente del creador del programa, un exjuez de Miss Universo cuando Trump era el dueño del concurso, y Mark Burnett, un consultor de producción. Tenía para ellos el mejor plató, la Casa Blanca.

El grotesco poder de Donald Trump había demostrado todo su absurdo e incompetencia en el manejo de la crisis sanitaria. La convención republicana expuso, bajo la máscara de payaso, su violencia arbitraria. A la luz del crepitar de los fuegos artificiales sobre el monumento a Lincoln, reveló su doble cara, grotesca y amenazadora, burlesca e incendiaria, impotente ante el virus pero amenazadora ante los manifestantes pacíficos que protestaban en Kenosha tras la muerte de Georges Floyd.

Trump se jactó una vez de que podía disparar a alguien en la Quinta Avenida con total impunidad sin perder el apoyo de sus seguidores. Era una broma. Pero esta vez defendió a Kyle Rittenhouse, un seguidor de 17 años, acusado de matar a dos manifestantes en Kenosha.

Ahora estaba extendiendo esa licencia para matar a sus partidarios. “No se equivoquen: No importa dónde vivan, su familia no estará segura en la América de los demócratas radicales”, advirtieron Patricia y Mark McCloskey, una pareja de juristas de St. Louis, Missouri, durante la Convención Republicana que había amenazado, armas en mano, a los manifestantes de Black Lives Matter que se manifestaban cerca de su casa en junio.

¡Buen intento!, se está tratando de decir, en esa intentona, por redirigir el debate electoral en torno a cuestiones de seguridad. Una estrategia que no es nueva ya que los gobiernos están acostumbrados a apostar por el desorden para lograr hacerse con las mayorías silenciosas... Pero rara vez se jactan de ello tan abiertamente.

Tal vez ahí es donde radica el problema, ya que las encuestas de Fox News después de la convención republicana sugieren que el intento de Trump por redirigir la carrera hacia la ley y el orden no funcionó a su favor. Según The New York Times, que cita los sondeos de Fox News, los esfuerzos del presidente por redirigir la campaña en torno a la ley y el orden no han funcionado a su favor; Joe Biden lidera la carrera en esta cuestión en los estados estratégicos.

El impacto de la pandemia se consideró inicialmente como un obstáculo, un estrechamiento y una ralentización de la campaña, ya que los reglamentos sanitarios prohibían las grandes reuniones, pero también el debate público. También agudizó las contradicciones de la vida política norteamericana y aceleró un proceso de descomposición de la vida democrática que ha estado en funcionamiento desde la elección de Trump.

Los llamamientos a la violencia del presidente de Estados Unidos, su negativa a reconocer de antemano cualquier derrota, sus intentos de impedir el voto por correspondencia, la violencia organizada en las calles durante semanas han permitido desviarse del camino, lo que supone el riesgo de conducir al caos postelectoral y tal vez a un mandato impedido.

“Crear el caos es la última esperanza de Donald Trump para ganar las presidenciales”, dijo a Le Monde Denis Lacorne, director de investigación del Centro de Investigación Internacional (CERI). “Los intentos por sabotear el voto por correo son la estrategia última para un presidente de EEUU que se enfrenta a una probable derrota”.

Prepararse para un golpe de Estado

Trump primero consideró retrasar la fecha de las votaciones. Sin embargo, la fecha de las presidenciales, como se establece en el artículo 2 de la Constitución, lo determina el Congreso, que, a raíz de una ley aprobada en 1845, optó como única fecha posible el martes siguiente al primer lunes de noviembre.

Tal y como escribió recientemente el jurista Steven Calabresi, uno de los cofundadores de la muy conservadora Federalist Society, en un artículo de opinión publicado en The New York Times, cambiar la fecha de las elecciones es inconcebible en una democracia constitucional: llevar a cabo un acto así sería “fascistoide” y abriría la puerta a “un impeachment inmediato al presidente”. Frente a las críticas en sus propias filas, Trump tuvo que dar marcha atrás.

Pero intentó una última maniobra para paralizar el recuento del voto por correo. Al reducir el número de trabajadores de Correos, las horas extraordinarias de éstos y las máquinas clasificadoras de correo, Trump esperaba producir una situación de caos favorable a los votantes republicanos que prefieren votar en los colegios electorales, mientras que los demócratas recurren con más frecuencia al voto por correo, especialmente en tiempos de pandemia que afecta desproporcionadamente a las minorías étnicas.

Las numerosas protestas de los congresistas demócratas y las audiencias previstas en el Congreso del jefe del servicio postal, Louis DeJoy, obligaron a Trump a dar marcha atrás y bloquear la iniciativa de DeJoy.

“Asumiendo que la diferencia de votos entre Trump y Biden sea mínima en algunos de los estados indecisos”, señala Lacorne, “cabe esperar demoras interminables y la intervención de la Justicia para detener, prematuramente, el recuento de papeletas, como en Florida en 2000. El caos, a falta de un sabotaje exitoso del servicio postal, es la última esperanza de un presidente con impulsos de corte fascista que, incapaz de contemplar una probable derrota, ya está culpando a sus oponentes de ‘la elección más fraudulenta de la historia’ del mundo”.

“Estoy cada vez más convencido de que las elecciones no tiene gran importancia”, me dice un editor amigo de Nueva York. “Trump se declarará vencedor pase lo que pase, el Tribunal Supremo le seguirá, el Ejército no se moverá, y el establishment demócrata, aunque protestará enérgicamente, creerá que es más responsable abdicar que iniciar una guerra civil. Todo dependerá entonces de las reacciones sobre el terreno. No puedo ni imaginar lo que te escribo, pero al mismo tiempo veo pocas posibilidades...”.

Cada vez son más los que prevén este escenario catastrófico en todo el espectro político americano. El editorialista conservador de The New York Times, David Brook, lo describe como el escenario de una serie de televisión: “En la noche del 3 de noviembre, los norteamericanos se sientan febrilmente frente a sus pantallas esperando los resultados de las elecciones... Al amanecer, parece que ha sido una gran noche para Donald Trump. En el primer recuento de los colegios electorales, Trump se impone en Pensilvania, Wisconsin y Michigan, tres estados que no cuentan las papeletas enviadas por correo antes del día de las elecciones. Trump rápidamente declaró la victoria. Por más que los medios de comunicación dicen que es prematuro, los partidarios de Trump se muestran exultantes”.

Los analistas por más que repitan que el 40% del voto emitido por correo se está escrutando y es probable que sea favorable de forma abrumadora para Joe Biden. Los medios de comunicación proTrump confirman la victoria anunciada y presionan a Joe Biden para que admita la derrota. Nadie puede controlar las emociones de esa noche.

En los días siguientes, a medida que se lleva a cabo el recuento de votos, la ventaja de Trump se reduce a favor de Joe Biden. Trump finge en ello la prueba de que se está produciendo un fraude masivo y que alguien está tratando de robarle las elecciones. El resto de este escenario de pesadilla ya está descrito en un documental que puede verse en Netflix, Get Me Roger Stone (¡Llamadme Roger Stone!).

Este último, un spin doctor especializado en obras mezquinas, de Nixon a Trump, cuenta en detalle el papel que desempeñó en la elección de G. W. Bush en 2000 saboteando la operación de recuento de votos en Florida. Estos eventos se conocen como el “motín de los hermanos Brooks”. Un verdadero atraco electoral a mano armada.

“Establecí mi centro de mando a una manzana del centro Clark en la calle Primera”, dijo Stone. “Tenía walkie-talkies y teléfonos celulares, y estaba en contacto con nuestra gente en el edificio”. El documental de Netflix muestra a la multitud entrando en el edificio, empujando a los agentes y creando confusión. Al final, el recuento se detiene, permitiendo que la Corte Suprema declare a G.W. Bush como ganador.

Lo mismo sucedería inevitablemente no sólo en un estado sino en varios a la vez si el recuento del voto por correo continuara. El Partido Republicano movilizó 50.000 “observadores electorales”... ¿para intimidar a los votantes minoritarios el día de las elecciones? Trump acaba de perdonarle a Roger Stone una pena de 40 meses de cárcel. No sabemos cuál será su papel en la noche del 3 de noviembre, pero podemos apostar que no se quedará inactivo.

“El problema comienza -pero no terminará- con Donald Trump”, opina el profesor de derecho Lawrence Douglas, aunque ha recordado una vez más a la nación que perder no es una opción. Rechazará cualquier elección que pierda, alegando que está amañada. Por muy alarmante que sea, Trump no puede bloquear el sistema por sí solo. En su lugar, una inusual constelación de fuerzas –la necesidad de depender en gran medida de las papeletas del voto por correo debido a la pandemia; las divisiones políticas en los principales estados de Michigan, Wisconsin y Pensilvania; y un Congreso hiperpolarizado– están trabajando juntas para convertir el desafío de Trump en una crisis de proporciones históricas”.

Mientras trabajaba en un libro sobre la alternancia política en Estados Unidos, Lawrence Douglas se dio cuenta de que el sistema de elecciones presidenciales tenía una falla estructural similar a la de Chernobyl, que, en ciertas condiciones de tensión, hacía que todo el sistema fuera vulnerable a un fracaso catastrófico.

“El riesgo de tal colapso electoral suele ser bastante bajo, pero este noviembre presenta –de alguna manera visto por última vez en 1876– una combinación de factores estresantes que podría conducir a un epic fail y al caos”. Douglas plantea la posibilidad de un “Armagedón” electoral.

Hasta hace poco, los defensores de la democracia se centraban principalmente en la posibilidad de que Trump no aceptara los resultados de unas elecciones legítimas. Pero ahora ha surgido un peligro igualmente grave”, escribe David Litt, antiguo portavoz de Barack Obama, “de que no haya elecciones legítimas”.

¿Trump no amenazó con suspender la financiación a los estados que tratase de facilitar el voto por correo? Sus aliados republicanos en todo el país aprobaron leyes de identificación de votantes, purgaron las listas de electores y redujeron el número de mesas electorales en las zonas urbanas, obligando a la gente a hacer cola durante horas para ejercer su derecho al voto.

Trump libra una guerra contra los votantes demócratas, especialmente contra los negros, los latinos, los asiáticos americanos, los nativos americanos, los inmigrantes naturalizados, los pobres y los jóvenes. Una antigua tradición americana, la “privación del derecho de voto”, se aplicaba a los votos de los afroamericanos en el sur de los Estados Unidos.

¿Y si Trump cuestiona la legitimidad de los resultados de las elecciones y no concede la derrota? preguntan Frances Fox Piven y Deepak Bhargava en un artículo de The Intercept.

Empieza por aprender la lección de la elección fraudulenta de G. W. Bush en 2000, afirman los autores del artículo. “Los demócratas ingenuamente confiaron en los tribunales y los funcionarios electorales locales para validar la victoria de Gore. El resultado final de esta patética estrategia demócrata no fue sólo una victoria de Bush, sino la guerra en Irak, la respuesta racista e inepta al huracán Katrina y los miles de millones de dólares en recortes de impuestos para los ricos”.

Los autores señalan la debilidad de la estrategia democrática, que probablemente producirá los mismos efectos. “La campaña de Joe Biden está reclutando abogados, no organizadores, y el propio Biden ha expresado una confianza fuera de lugar en el Ejército, que ‘escoltará el día de la investidura [a Trump] fuera de la Casa Blanca”. 

En su opinión, muchos “instarán a no 'politizar' el proceso, a esperar pacientemente y hablar del 'estado de derecho', a no 'prejuzgar el resultado', a confiar en el proceso y los tribunales, a quedarse en casa y dejar que los tipos inteligentes de DC [Washington DC, la capital] resuelvan las cosas en nuestro nombre. Tenemos que ignorar ese consejo y salir a la calle”.

Frances Fox Piven y Deepak Bhargava, que expresa la opinión de la izquierda radical, piden una movilización no violenta en todas las ciudades de Estados Unidos en caso de que Trump cuestione los resultados de las elecciones. “Aunque las instituciones, las normas y las elites fracasaron, hay amplias pruebas de que las protestas masivas producen cambios”.

Y para citar el movimiento Occupy, los grupos de “resistencia” que se movilizaron en los primeros años de Trump, el movimiento por los derechos de los migrantes que se opuso a la “prohibición de los musulmanes” de Trump y al enjaulamiento de niños en la frontera con protestas masivas, la marcha de las mujeres, Black Lives Matter, todos estos movimientos que lograron millones de partidarios, una poderosa base social desde la que desafiar la usurpación de poder planeada por el presidente.

“Debemos prepararnos ahora para responder”, dicen los autores del artículo, “psicológica y estratégicamente a algo parecido a un golpe de estado. Estos son escenarios oscuros pero plausibles, y haríamos mejor en hacerles frente que en evitarlos. Lo peor sería que un amplio frente unido de fuerzas antiTrump le cogiera por sorpresa en las 72 horas posteriores a la jornada electoral. Tenemos que sentar las bases ahora para el tipo de acción masiva que defiende la democracia. Al hacerlo, recordaremos que la democracia americana no es un conjunto de instituciones o reglas, o algo que ocurre una vez cada cuatro años; es lo que la gente común hace para participar y dar forma a la vida de nuestro país”.

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Traducción: Mariola Moreno

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