Democracia pixelada
Vivir en el desborde
Al principio pensé que lo apropiado sería una disculpa. Dar una explicación a quienes siguen esta columna. Han sido muchos meses de ausencia sin ninguna despedida o aclaración de por medio.
Motivos habría muchos. Me gustaría hablar, por ejemplo, de mi mudanza. De cómo la libertad para los fondos buitre en Madrid finalmente nos derrotó y emigramos a Morata de Tajuña en busca de vivienda asequible, allí donde los carroñeros aún no hayan hincado el pico. Quisiera hablar también de la paternidad digital y de Manuel, llegado en pleno temporal de nieve sin ambulancias ni coches de policía que le asistiesen. De nuestro eterno agradecimiento al voluntario anónimo que surcó en su 4x4 el océano de hielo, guiado por otro voluntario radioaficionado entre apremiantes contracciones, para llevar a Manuel a nacer al hospital de Torrejón. Hijo de la tormenta, Manu llegó al mundo sin agua ni calefacción, con todas las tuberías congeladas y una chimenea por deshollinar, y lo que fue aún peor: con todas las administraciones colapsadas por pandemia y temporal, en ese Madrid con mucha “libertad” pero poca infraestructura pública. Todavía hoy, los registros no se aclaran sobre dónde quedó inscrito mi hijo.
Podríamos ahondar en esa aventura loca que es la paternidad en esta España digitalizada y pandémica, o en cómo la vida universitaria lucha por sobrevivir a dos cursos de distancia social, pantalla y mascarillas. O en este alocado ritmo electoral donde el aleteo de una moción de censura en Murcia desata en la capital del Reino todo un temporal Ayuso, con su #efectoMónica, su sorpasso, su corte de coleta, y ¡tachán!, nuevo tablero político.
Podría quizá esbozar el cambio de etapa para esta columna de opinión, explicar que se había consumido aquella voz tan inserta en un ciclo ya agotado, que necesitaba encontrar nuevos lugares desde los que hablar, nuevo modo enunciativo y nuevos tonos. Pero el camino, al final, se hace solamente andando, y hablar sobre él no sirve para avanzar.
Podría glosar las mil excusas o razones de este silencio prolongado, pero ahora creo que no hace falta. Que todo el mundo sabe, todo el mundo entiende. Nos está tocando vivir tiempos interesantes, sin duda demasiado, en los que referentes habituales del periodismo de opinión como Iñaki Gabilondo o Aroa Moreno han echado la persiana en sus espacios de interpretación de la realidad, Ada Colau abandonó Twitter siendo alcaldesa de Barcelona, y otras muchas voces simplemente espaciaban sus aportaciones públicas. “No me siento capaz, estoy empachado, cada vez me cuesta más tener opinión”, decía el decano de la opinión en su despedida en la cadena Ser, “para asomarse al día a día de una lucha partidista tan encarnizada, hacen falta unas fuerzas que ya no tengo… no quiero ser el cenizo pesimista de las ocho y media”. En estas mismas páginas, la internacionalmente aclamada autora de La hija del comunista, compartía: “Me he sentido como una hormiga frente a un tsunami de informaciones. Las redes y las noticias actuaban como un túnel por el que llegaba únicamente ruido en una espiral sin fin… Lo más difícil fue llegar a saber en profundidad cuál era mi opinión sobre algunos temas”. ¿Es cada vez más imposible construir sentidos colectivos duraderos y socialmente útiles, precisamente cuando más los necesitamos?
El creciente temporal —climático, político, económico, cultural, tecnológico— y el modo en que nos mantiene pegados a la pantalla en los últimos años, tratando de hilar, observando cómo se lleva por delante los anteriores modos de vida en común y sus comprensiones asociadas del mundo, efectivamente, no iban a dejar indemnes a los géneros de opinión. La actualidad digitalizada nos mantiene a la vez ahítos y vacíos, exhaustos y en permanente actividad, vivimos y escribimos en el desborde permanente. Estoy seguro de que si analizo los mensajes que he enviado por teléfono o email en los últimos tiempos, entre las expresiones que más he usado hallaré la de “lo siento, pero ando desbordado”. Saber que es un mal social y no personal, es sólo un consuelo de tontos.
Esa rockstar de la filosofía en que se ha convertido Byung-Chul Han ha recorrido el mundo vendiendo libros y conferencias sobre “la sociedad del cansancio”, estirando y actualizando el paradgima de la biopolítica de Foucault. Han explica cómo la sociedad postfordista fue pasando de una lógica de la vigilancia panóptica hacia una sociedad de la autovigilancia aspiracional y competitiva, que no necesita ya de ningún poder central disciplinador. Esa libertad omnímoda de nuestro tiempo es la libertad para autoexplotarse hasta la extenuación en esta carrera sin límites de todos contra todos, la libertad de aniquilar tu tiempo de ocio y de construcción de lazos sociales haciéndolo también productivo; emprendiendo la búsqueda de ingresos extra en fuentes pseudo-laborales, trabajando siempre en tu “nuevo yo” físico y espiritual. Compitiendo sin descanso en la red social para construir una marca personal rentabilizable en el mercado laboral. Si el castigo en aquella sociedad de control, contra la que se alzó la primavera del sesenta y ocho hace medio siglo, era la cárcel o la marginación, la actual sociedad del rendimiento y sus omnipresentes métricas de productividad en cambio producirían de forma reiterada oleadas de depresión, ansiedad y farmacodependencias que atenúan por temporadas, pero no suprimen definitivamente, la productividad del individuo.
Serás sus ojos
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Vivimos cada vez más en un desborde permanente, y esto dificulta no ya la participación política o el cultivo de una columna de opinión, sino la simple comprensión y lectura coherente de la actualidad. Habitamos una realidad fragmentaria, esquizoide, plagada de biografías rotas no lineales, de vidas sin relato y oficios sin futuro, de identidades mutantes y vínculos fugaces. Celebrar esa itinerancia impuesta o instalarse gozosamente en la fluidez sin raíz, acaso sea uno de los últimos privilegios de clase accesibles a los hijos de la antigua clase media. Encarnamos ya en nuestros cuerpos sociales la lógica neoliberal de la liquidez, la permanente adaptación al mercado, dejando cada vez más atrás aquellos rígidos estorbos que fueron la devoción a la familia, al pueblo o barrio, al oficio, al sindicato o cualquier otra forma de comunidad política: la identidad cuidadosamente labrada durante toda una vida en base a criterios otros que la rentabilidad. No nos miramos ya en los otros, sino en el algoritmo. No importa ya la raíz, el origen, sino el deseo, es el anhelo difuso y cambiante lo que nos mueve y define hoy: levantamos nuestro botellín para brindar en Instagram y votamos ‘libertad’ para ir al bar sin mascarilla entre 80.000 muertos por contagio. Bailamos hasta que pare la música, aunque en realidad deseamos que no pare, porque sospechamos que no quedará ninguna silla en que reposar estos cuerpos agotados.
El desborde es el estado natural del emprendedor contemporáneo, que ya no alcanza siquiera a definirse en tanto que trabajador, siempre a la búsqueda de su “pelotazo” que le libre del contrato renovado mes a mes, de su idea genial que le saque de la precariedad emulando a un nuevo Gates, o un Bezos, o al menos a un trader o youtuber con capacidad para el egoísmo fiscal y residencia en Andorra.
En suma, quien suscribe vence hoy un round al desborde y retorna a esta columna, y levanta de nuevo esta persiana sin prometer más que una mirada atenta y atónita a esta realidad confusa. Una humilde voz que trate de inyectar sentidos en ella como autodefensa colectiva, como intento de vacuna semiótica contra la impotencia política y el adelgazamiento de la salud mental de los de abajo, de aquellos que la república romana llamó proletarii porque no aportaban al censo más que su cueva y una prole potencialmente reclutable, y a quienes aún hoy cuesta un triunfo acceder a vivienda y familia. Una voz que no tiene partido aunque tendrá, obviamente, opción electoral, ideología y compromiso con las y los de abajo, lo que le llevará una y otra vez a tomar, como pedía el hernaniarra Celaya, partido hasta mancharse.