Plaza Pública

La insidia

El hemiciclo del Congreso de los Diputados.

De lo que llaman los hombres

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia

y la otra no es caridad.

Antonio Machado. Proverbios y Cantares.

La insidia se define como un engaño oculto o disimulado que tiene como objeto perjudicar a alguien. Dice la RAE que la palabra o acción insidiosa está envuelta por la mala intención. Mediante la insidia se prepara el terreno para, a continuación, entrar a dar el siguiente paso, que es la difamación, derrochando palabras falsas en contra del buen nombre y fama de la persona que se desea neutralizar.

Me duele decirlo, pero en España de un tiempo a esta parte vivimos bajo la dominación de la insidia, y nos vemos carentes de justicia y bondad. Estos actos y palabras insidiosas atacan tanto la vida pública como la privada, exponiendo ambas mediáticamente. La confusión intencionada de lo uno y lo otro convierte en explosiva la situación. Al punto de que, en el escenario político, a veces incluso se prescinde de estas dos premisas previas para pasar directamente a la ofensa, machacando el prestigio y el honor de la víctima elegida, haciendo aparecer como turbio o sospechoso hasta lo más cotidiano. Ya dice el refranero popular que, si no lo saben, lo inventan.

No debiera ser así, pero las malas artes siempre han estado presentes en el desarrollo de la política: traición, mentira, aprovechamiento, adulación y otra serie de supuestas “virtudes” sin las cuales parece que algunos políticos no se encuentran a sí mismos. Si estas cualidades son una realidad de lo general de la política, en el ámbito parlamentario se han de adquirir otras destrezas como el insulto y la refriega. Se trata de provocar y exasperar al adversario hasta que pierda los papeles y diga o haga algo que luego pueda jugar en su contra. El lenguaje del discurso político se ha degradado hasta unos límites inaceptables sobrepasando la exageración para derivar en la mentira e incluso degenerar en lo soez.

Malversación y ética

Es grave porque pagamos con dinero de todos a algunos representantes que, en vez de plantear soluciones y propuestas constructivas para el bien del país, se limitan a insultar y a atacar de la manera más baja y mezquina y, por supuesto, a destruir todo lo que con esfuerzo se ha construido, sin escatimar en recursos y medios. Llegan a difundir en las redes sociales sus bulos, sus trolas y fake news, valiéndose de todos los bots que puedan pagar, disparando de manera inmisericorde a quienes se pongan a tiro. Eso sí, esta munición digital se utiliza frente a los enemigos, que al final del día parece que son todos los que no piensan como ellos. Es una verdadera guerra informática que no da cuartel, alimentada por la arrogancia y la envidia que les carcome, por lo que harán lo que haga falta para arrebatarle sus logros al adversario y, cuando no es posible, los intentarán enlodar con el propio fango en el que ellos mismos se consumen. Piensa el ladrón que todos son de su condición, otro dicho atinado.

¿Es esta una forma correcta de ganarse el sueldo y servir al país? ¿No hay aquí una suerte de malversación de caudales públicos, al menos en términos éticos?

Si este comportamiento de por sí es nefasto, es imperdonable en el momento actual. Atravesamos una situación difícil en España y en el mundo. Vivimos una pandemia, con cifras escalofriantes de muertos y enfermos. Los esfuerzos de los diferentes gobiernos, sean estos conservadores o progresistas, deberían ir encaminados exclusivamente a intentar paliar los inevitables daños sociales y recobrar, cuanto antes, la economía y una convivencia normal.

De la anterior crisis económica, aquella del austericidio que liderara de forma infausta Mariano Rajoy queda en la memoria que la receta que nos vendieron como la gran solución, el rescate a los bancos, nunca se vio compensada. De esas ruinas surgió una población mucho más empobrecida en la que la clase media bajó un escalón y las rentas inferiores se vieron con problemas para subsistir. Y después, vino la evidencia de la corrupción, de la codicia empleada para el enriquecimiento propio desde el poder, así como la inversión en marketing electoral para perpetuarse.

La constatación de esa realidad precipitó un cambio de gobierno lógico ante la degradación moral de una formación política decidida a no apearse de sus posiciones. A partir de su vergonzosa derrota al ser expulsados del poder tras una moción de censura –la única que ha prosperado en nuestra democracia reciente–, prepararon la artillería pesada para iniciar una guerra sin cuartel contra el victorioso adversario.

No creo que haya habido un gobierno más vapuleado, insultado, difamado y perseguido que este primer gobierno de coalición encabezado por Pedro Sánchez. El conjunto de la oposición niega legitimidad al Gobierno, como lema base de su maniobra de asalto para hacerse con el mando; de un lado un malherido PP por su pasado reciente y por su presente judicial, y de otro Vox, una ultraderecha ensoberbecida y dispuesta a acabar con el sistema democrático. Por su parte, al socio minoritario del Gobierno que vive su adolescencia política le falta, además de humildad, experiencia de gestión, lo que ha llevado ya en excesivas ocasiones a soltar amarras y poner en apuros al sector mayoritario del Ejecutivo. Los recién llegados, aun con aportaciones de índole social, adolecen de cierta perspectiva y madurez, les sobran reproches y abundan en desafíos constantes a la indispensable unidad, abusando de la paciencia de sus aliados.

Las convicciones

Esta crispación, junto al agotamiento causado por confinamientos y restricciones y unida a la incertidumbre sobre el futuro inmediato, abona el campo de las protestas. En nombre de la libertad de expresión, multitud de jóvenes han protagonizado manifestaciones en diferentes ciudades, pero sobre todo en Cataluña, de donde proviene el protagonista del conflicto inicial, un rapero cuyas letras insolentes y otras acciones le han llevado al banquillo en más de una ocasión. Tienen razón quienes reclaman que se preserve el derecho fundamental a opinar. La cárcel no es la solución, en ningún caso. Tampoco lo es la violencia que han protagonizado algunos grupos. La violencia quita la razón y corroe la democracia. Sentado esto, me inquieta el rictus de placer que he llegado a observar en la reprobación de la derecha hacia estos condenables actos. Tendrían que hacer autocrítica de hasta qué punto, con sus agresiones verbales desatadas, no han abonado este terreno y otros, para que las cosas vayan a peor.

Es en esta atmósfera asfixiante donde reinan las injurias que al principio suelen lanzarse al albur, para apuntar luego a blancos concretos. A la más mínima posibilidad se judicializan, desde el conocimiento de que quedarán en nada. Pero esto no es problema pues lo que prima es la difusión, para lo cual cuentan con una serie de medios afines dispuestos a publicar, editorializar y trasladar las falacias a tertulias y encuentros. Así, la verdad queda sepultada por la vorágine que caracteriza a las redes sociales y la enorme masa de información que nos abruma cada día. Aplican a rajatabla el aserto de miente y miente que algo queda, y lo hacen hasta que empiecen a dudar de ti hasta los de tu mismo signo. ¿Puede haber algo más artero? ¿Dónde queda la libertad de acceso a la información veraz y oportuna? ¿Dónde el derecho a que se conozca y difunda?

Los desmentidos no tienen la misma difusión y llegan tarde, cuando el mal está hecho. Y aun con rectificaciones, la semilla de la duda ya ha sido plantada, y tras unas cuantas mentiras más acaba germinando la sospecha. Bien saben que después nadie se da el trabajo de contrastar ni menos reconocer que se erró al calificar como verdadero algo que era falso. Luego ya nadie se cuestiona si aquello era cierto o no, del mismo modo que no se analizó en su origen. Al aludido le acompañará la sospecha que mancilla su prestigio y honor.

Acudo nuevamente al saber popular: lo que Juan dice de Pedro dice más de Juan que de Pedro. Contra la mentira solo se puede actuar desde la exigencia de veracidad. El que acusa debe demostrar los cargos. No cabe más entonces que ir con la frente en alto, la conciencia tranquila, el paso firme y la sonrisa a flor de labios, sabiendo que nada teme quien nada hace. Habrá que hacer recuento de daños y seguir caminando en compañía, siempre, de las propias convicciones, verdadera armadura que no conseguirá atravesar la insidia.

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Baltasar Garzón es jurista, presidente de Fibgar y el juez que inició la investigación de la 'trama Gürtel' y ordenó las primeras detenciones en febrero de 2009.

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