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Huelga de hambre: una medida extrema de protesta con resultados inciertos

Primera imagen de los siete dirigentes independentistas presos en Lledoners

Empujar de forma no violenta tras las rejas para poner fin a una situación que consideran injusta. Con ese objetivo en mente, el expresidente de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) Jordi Sànchez y el exconseller Jordi Turull iniciaron hace una semana en la prisión barcelonesa de Lledoners una huelga de hambre, a la que posteriormente se sumaron Joaquim Forn y Josep Rull, para protestar contra la “demora injustificada” del Tribunal Constitucional a la hora de resolver los 26 recursos de amparo que los líderes independentistas han interpuesto ante el órgano judicial a lo largo del último año. Los cuatro políticos son plenamente conscientes de los “riesgos y consecuencias” de esta “medida extrema”. Sin embargo, consideran que no tienen “otra opción” para hacer frente a lo que definen como un bloqueo para que no puedan acceder a la justicia europea. “Es, sencillamente, la única alternativa de que disponemos aquí en prisión para hacer más visible la discriminación y la conculcación de nuestros derechos fundamentales”, apuntaron Forn y Rull en un comunicado.

La huelga de hambre es uno de los mecanismos de protesta no violenta más habituales entre los presos. Tal y como explica el funcionario del Cuerpo Facultativo de Sanidad Penitenciaria Julio García-Guerrero en un artículo publicado en 2013 en la Revista española de sanidad penitenciaria, uno de los “principales aspectos” que caracterizan a este “método de lucha y presión” es la “necesidad” de obtener “resonancia social”, algo extremadamente difícil de lograr desde una cárcel o cualquier otro centro de internamiento. A esta primera característica el doctor añade una segunda: el carácter pacífico de la protesta, pues quien que recurre a ella “utiliza como única arma su salud y su vida”, siendo solo él el “único” que puede salir dañado de la batalla. Es, en definitiva, un método de lucha “eficaz” que “coloca a la administración en el compromiso de ceder a la reivindicación” o “ver cómo se amenazan progresivamente” la salud y vida del huelguista.

Con esta disyuntiva sobre la palestra, a finales de la década de 1980 y principios de 1990 se abrió en España un intenso debate entre médicos, juristas y Gobierno en torno a la cuestión de la alimentación forzada. Por aquel entonces, con decenas de presos de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (Grapo) manteniendo una huelga de hambre sin descanso, algunos jueces de vigilancia penitenciaria empezaron a ordenar la asistencia médica obligatoria para evitar la muerte de los reclusos, una medida que avalaba el Ministerio de Justicia. Sin embargo, otros muchos magistrados rechazaron tajantemente recurrir a la alimentación forzada. Fue el caso, por ejemplo, de la actual alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que en un auto de enero de 1990 señaló que, si bien es necesario informar a los huelguistas de su situación clínica e intentar el tratamiento, “no se podrá utilizar fuerza física” si por su voluntad lo rechazan porque eso atentaría “contra la dignidad de la persona”.

En julio de ese mismo año, y con una resolución de la magistrada Carmena como detonante, el Tribunal Constitucional se vio obligado a zanjar el asunto. Y lo hizo avalando el “derecho-deber de la administración penitenciaria de suministrar asistencia médica a aquellos reclusos en huelga de hambre una vez que la vida de éstos corra peligro”. En una sentencia aprobada por 10 votos a 2, el TC destacaba el “esencial deber” de la administración penitenciaria de “velar por la vida, integridad y salud” del recluso, algo que permite “en determinadas situaciones” imponer “limitaciones a los derechos fundamentales de internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de una huelga de hambre reivindicativa”. Unas limitaciones que, según argumentaba, “podrían resultar contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres”. Por tanto, el tribunal rechazó que se hubiera violado el derecho a la integridad física y moral o que se hubiera atentado contra la libertad ideológica o la intimidad personal, algo que alegaban los recurrentes.

No obstante, también hubo división en el seno del Constitucional. La resolución incluía el voto discrepante de dos de sus magistrados, que se pronunciaron a favor del amparo solicitado por varios miembros de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre. Uno de ellos fue Miguel Rodríguez-Piñero, quien argumentó que el deber de la administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los reclusos no puede entenderse “como justificativa del establecimiento de un límite adicional” a los derechos fundamentales del interno. El otro, Jesús Leguina, rechazó la “coacción” porque, a pesar de estar dirigida a salvar al interno, “afecta al núcleo esencial de la libertad personal y de la autonomía de la voluntad del individuo, consistente en tomar por sí solo las decisiones que mejor convengan a uno mismo, sin daño o menoscabo a los demás”.

Los Grapo en la década de 1980

Los años ochenta fueron especialmente intensos. Después de varias protestas de este tipo mantenidas por los reclusos de los Grapo tras la muerte del dictador Francisco Franco, la primera gran acción colectiva que llevaron a cabo los presos de la organización terrorista se desarrolló en los primeros meses de 1981, coincidiendo justamente con la huelga de hambre que estaban realizando en Gran Bretaña varios miembros del IRA encarcelados –una protesta que llevó a la muerte a Bobby Sands–. La iniciaron algunos reclusos del PCr y los Grapo de la prisión de máxima seguridad de Herrera de la Mancha para protestar contra el régimen carcelario y los malos tratos sufridos en el centro, agresiones por las que fueron suspendidos más de una decena de funcionarios durante aquel año. Poco a poco, la protesta se fue extendiendo a otros centros penitenciarios de toda la geografía española.

El pulso con la administración se mantuvo durante varios meses. Ni una ni otra parte parecía dispuesta a ceder. Entonces, el 19 de junio de 1981, falleció en la ciudad sanitaria La Paz el grapo Juan José Crespo Galende, sobre el que pesaban condenas que sumaban 37 años de cárcel y que llevaba en ayuno 96 días. Junto a él, otros tres reclusos de la organización terrorista se encontraban en ese momento ingresados, uno de ellos con lesiones irreversibles en sus funciones renales, cerebrales, vista y oído. Una semana después del fallecimiento de Crespo Galende, la Dirección General de Instituciones Penitenciarias aceptó suavizar el régimen carcelario de los detenidos en Herrera de la Mancha, algo que ya había sido planteado por las autoridades pero que los reclusos habían rechazado mientras no se plasmasen por escrito. La suavización incluía la concesión de unas horas diarias de salida al patio, la posibilidad de ver la televisión o la entrega de alimentos por parte de familiares.

La segunda gran protesta de este tipo realizada por los encarcelados de la organización terrorista arrancó en noviembre de 1989, cuando 60 de los 82 presos de los Grapo que por aquél entonces estaban en prisión se pusieron en huelga de hambre para protestar contra la política de dispersión del Ejecutivo de Felipe González. El Gobierno decidió entonces que era necesario alimentar la fuerza a los reclusos, una medida que contó con las respectivas autorizaciones judiciales y que terminó llegando al Tribunal Constitucional. No obstante, la decisión de suministrar asistencia médica a los huelguistas para preservar su vida no consiguió frenar la muerte en mayo de 1990 de José Manuel Sevillano, que falleció después de 175 días de ayuno. La alimentación forzada, además, se cobró la vida del doctor José Ramón Muñoz, asesinado por la banda terrorista por prestar asistencia médica a los huelguistas para evitar que fallecieran.

ETA, De Juana Chaos y Bolinaga

La huelga de hambre también ha sido un recurso muy utilizado por los presos de ETA. En el verano de 1986, por ejemplo, los miembros de la organización terrorista encarcelados en los diferentes módulos de la cárcel de Herrera de la Mancha dejaron de comer para protestar contra el “exterminio y represión” que según ellos sufrían los presos de la banda. Tres años después, se convocó otra protesta, pero esta vez a nivel estatal. Una nueva huelga de hambre, a la que habían sido convocados los más de cuatro centenares de reclusos de ETA, para exigir el fin de la política de dispersión del Ejecutivo de Felipe González. La acción, que sólo fue secundada por el 19% de los presos etarras, concluyó diez días después. En un comunicado publicado en el diario Egin, manifestaron que desconvocaban ante las peticiones externas y la “firme convicción” de que la “bandera” por sus “justas reivindicaciones” había sido “recogida en el seno” del pueblo vasco.

Pero además de esas protestas colectivas, hay otras dos que tienen nombre y apellidos. La que tuvo una mayor repercusión fue la iniciada en noviembre de 2006 por el que fuera miembro del denominado comando Madrid Ignacio de Juana Chaos tras ser condenado por la Audiencia Nacional a doce años y seis meses de cárcel por un delito de amenazas a cinco responsables de prisiones –el Supremo la terminaría rebajando finalmente a tres años–. Un mes después, empezó a ser alimentado por la fuerza. El miembro de ETA, con 25 asesinatos a su espalda, se mantuvo en huelga de hambre hasta el 1 de marzo de 2007, día en el que le fue concedido el segundo grado penitenciario. El entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, aseguró que había tomado “personalmente” esa “decisión controvertida” por “razones legales y humanitarias”. “El riesgo para su vida es muy alto, y de secuelas permanentes es aún mayor”, completó en el Congreso.

La otra protesta que tuvo gran repercusión fue la que llevó a cabo en el verano de 2013 Iosu Uribetxebarria Bolinaga. Condenado como responsable del secuestro del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara y por el asesinato de tres guardias civiles, Bolinaga comenzó una huelga de hambre el 8 de agosto para reclamar su puesta en libertad para poder continuar con su tratamiento médico fuera de la cárcel –el preso de la organización terrorista tenía cáncer de riñón con metástasis–. Durante los días siguientes, más de un centenar de presos se sumaron al ayuno, entre ellos el exportavoz de Batasuna Arnaldo Otegi. Finalmente, Instituciones Penitenciarias concedió el 17 de agosto el tercer grado a Bolinaga, que puso punto y final a la huelga cuatro días después. A finales de mes, el juez le concedió la libertad condicional, una decisión sobre la que, según dijo el entonces ministro de Justicia, Alberto Ruíz-Gallardón, no había “ningún punto de cesión a presión externa”.

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Los insumisos

Pero las huelgas de hambre no fueron solo una herramienta empleada por los presos de los Grapo o ETA. También recurrieron a este método de presión los insumisos, el movimiento antimilitarista de desobediencia al servicio militar obligatorio que desbordó España a finales de la década de los ochenta de la mano del Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), puesto en marcha tras la muerte de Franco. Para los insumisos fue clave 1989. Ese año, se celebró la primera gran campaña de insumisión en España. Y también el primer juicio militar contra insumisos, en el que Carlos Hinojosa y Josep María Moragriega fueron condenados a trece meses de prisión. Dos acontecimientos que pusieron al movimiento sobre la palestra y que le permitieron coger cada vez más fuerza. Un año después, en 1990, se contabilizaron más de dos millares de insumisos, de los que más de un centenar fueron detenidos.

En este contexto, la huelga de hambre de presos insumisos con mayor repercusión fue la que iniciaron el 29 de abril de 1991 cuatro jóvenes –Asier Sánchez, José Luis Serrano, Carlos Rubén de Diego y Ángel Carrasco– que fueron recluidos diez días antes en la prisión de Alcalá-Meco por manifestar su negativa a realizar el servicio militar obligatorio. Tras varios días en ayunas, fueron trasladados al hospital militar Gómez Ulla, donde fueron abandonando su huelga a medida que se iba decretando su puesta en libertad provisional a la espera de juicio. Durante aquellos días, el recinto hospitalario se convirtió en el epicentro de las protestas antimilitaristas. El 13 de mayo, dos centenares de personas se concentraron frente al Gómez Ulla para exigir que soltaran al único joven al que todavía no se había concedido la libertad provisional. Cuatro días antes, dos manifestantes descolgaron en la fachada del hospital una pancarta llamando a la insumisión.

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