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Los 'chalecos amarillos' de Francia o cuando manifestarse sí importa

Manifestantes vestidos con chalecos amarillos protestan este martes en Langon, cerca de Burdeos (Francia).

¿Sirve para algo manifestarse? La pregunta es recurrente cada vez que se abre un ciclo de movilizaciones sociales y no tiene una respuesta fija. En ocasiones, las marchas tienen efectos inmediatos, mientras que otras veces no consiguen sus objetivos o sus efectos se dejan ver años después, de forma indirecta. Y es que las consecuencias de una movilización social no son una ciencia exacta, pero sí que se ven influidas por factores como su impacto en la opinión pública, su capacidad de bloquear la economía y la vida cotidiana o su pericia a la hora de hacer partícipe de sus demandas a una mayoría de la sociedad.

Las revueltas de los llamados chalecos amarillos en Francia son un buen ejemplo de una movilización que, lejos de quedarse en una anécdota, ha tenido efectos claros y concretos. Después de semanas de disturbios, el pasado lunes el presidente francés, Emmanuel Macron, decidió abrir la mano para tratar de calmar las exigencias de los manifestantes, que habían llegado a reclamar su dimisión. Macron anunció que subirá el salario mínimo 100 euros al mes, así como que en 2019 el salario pagado por las horas extras estará libre de impuestos, y aprobó una rebaja impositiva para los jubilados con ingresos por debajo de los 2.000 euros mensuales.

Pero lo más novedoso fue el tono del mandatario, a quien desde el inicio de su mandato se ha acusado de mantener una actitud altiva, distante y elitista. Macron admitió que "la cólera que hoy se expresa es justa en muchos aspectos" y lamentó haber "herido" a algunos manifestantes con sus "palabras", tras haber sido protagonista de episodios en los que tachaba de "vagos" a quienes rechazaban sus reformas o haber asegurado a unos pensionistas que "Francia iría mejor si nos quejáramos menos".

Y es que, aunque no siempre ocurre, lo cierto es que las manifestaciones a veces sí consiguen alcanzar sus objetivos o, al menos, provocan que los gobernantes cedan en algunas de sus políticas. En España hay varios ejemplos en los últimos años, algunos con mayor relevancia mediática que otros. Uno de los más recientes se produjo hace apenas dos semanas, cuando los médicos de atención primaria de la sanidad pública catalana desconvocaron la huelga que llevaban manteniendo cuatro días tras alcanzar un pacto con la Generalitat para mejorar sus condiciones de trabajo.

Las reclamaciones de los facultativos eran, fundamentalmente, dos: reducir el número de pacientes por médico para así poder dedicar un tiempo mayor a cada uno de ellos –la sobrecarga del sistema es tal, denunciaban, que cada paciente apenas está cinco minutos con su médico– y recuperar paulatinamente el salario perdido desde el inicio de la crisis. Tal y como anunció la Generalitat después de cuatro días de huelga y negociación, se contratarán de forma urgente 200 doctores más con el fin de poder destinar al menos 12 minutos a cada paciente y se pondrá en marcha un calendario para subir los sueldos.

No es la única conquista relacionada con la sanidad que se ha conseguido –aunque no únicamente– a través de protestas sociales. En enero de 2014, el entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González –ahora imputado por graves delitos de corrupción en el caso Lezo–, tiraba la toalla con sus planes de privatizar la gestión de seis hospitales públicos de la región, un plan que llevaba preparando más de un año y contra el que tanto la oposición parlamentaria como la marea blanca llevaban meses combatiendo en los tribunales y mediante movilizaciones. Y no solo eso: el consejero de Sanidad, Javier Fernández Lasquetty, como máximo responsable del fracaso del plan, dimitió. Esta semana, por cierto, Lasquetty se ha convertido en el nuevo jefe de gabinete del líder del PP, Pablo Casado.

Aunque González negó que esta paralización definitiva fuera un "fracaso" para su Gobierno, la realidad es que la presión de los trabajadores y usuarios del sector sanitario fue clave en la decisión. Desde que, el 31 de octubre de 2012, la Comunidad reveló su plan de cambiar los cimientos del sistema sanitario madrileño tal y como se conocía hasta la fecha, de forma inesperada, el sector sanitario, tradicionalmente conservador y poco dado a la movilización, comenzó a dar la batalla primero en la calle y en los centros de trabajo con huelgas y manifestaciones y después en los tribunales. Tras meses de incertidumbre, la justicia paralizó por dos veces de manera cautelar la privatización, y eso llevó a González a admitir su derrota.

Las pensiones y la pobreza energética

Más recientemente, las protestas han girado en torno a otro de los pilares del Estado del bienestar: las pensiones. En los últimos meses, miles de pensionistas han salido a las calles en las principales ciudades españolas para reivindicar un aumento en sus prestaciones y, especialmente, reformas para garantizar la sostenibilidad del sistema de pensiones sin que eso suponga una pérdida en la cuantía de los ingresos de los jubilados. Bilbao ha sido la ciudad en la que estas concentraciones han tenido más éxito: los pensionistas se concentran todos los lunes desde el pasado enero ante la explanada del ayuntamiento de la ciudad para hacer sus reclamaciones.

Aunque aún no han conseguido que esa subida de las pensiones se materialice, los pensionistas están cerca de cumplir ese objetivo: el acuerdo al que llegaron el Gobierno y Unidos Podemos hace unos meses contemplaba expresamente una subida del 3% para las pensiones mínimas y no contributivas y un aumento del 1,6% para el resto, según el IPC previsto para 2019. Se aprueben o no los Presupuestos Generales del Estado, esta medida se aplicará, ya que el Ejecutivo tiene decidido aprobar el decreto para ello antes de fin de año.

La PAH también ha obtenido éxitos desde que comenzó su andadura. Además de la gran cantidad de desahucios que ha conseguido paralizar o aplazar y de la ayuda prestada a las familias con problemas con su hipoteca, en 2015 la plataforma logró –después de un proceso de años– que el Parlament de Cataluña aprobara en 2015 por unanimidad una ley promovida por la PAH contra los desahucios y la pobreza energética.

La norma, una de las más avanzadas del Estado, fue suspendida parcialmente por el Tribunal Constitucional, pero la parte relativa a la pobreza energética sigue en vigor y prohíbe a las empresas cortar los suministros a personas vulnerables y les obliga a comunicarse con servicios sociales para conocer la situación de quienes impagan sus recibos, con el fin de que no se produzcan cortes a personas que no pueden pagarlos por dificultades económicas. En el Congreso se encuentra paralizada una proposición de ley de Unidos Podemos para implantar a nivel estatal lo que ya está regulado en Cataluña, con la ventaja de que en este caso sí se podrían aprobar medidas relativas a la vivienda, ya que las competencias son del Estado.

Hacer ruido e implicar a toda la sociedad

Pero, ¿qué factores son los que determinan que unas movilizaciones, manifestaciones o reclamaciones sociales triunfen y otras queden relegadas al olvido? Los expertos consultados coinciden: más allá del número de personas que salgan a la calle, los movimientos tienen que tener presencia mediática, mostrar capacidad de presionar al poder y obtener apoyo de la opinión pública para tener posibilidades de que sus demandas terminen imponiéndose.

A la hora de analizar este asunto hay que tener en cuenta que "en cada contexto, un factor u otro pueden ser más importantes", avisa Manuel Jiménez, profesor de Sociología de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, que sin embargo señala que es primordial para que una marcha triunfe su "capacidad de crear un conflicto muy visible y que no pase desapercibido". Con él coincide Luis Moreno, sociólogo político y profesor de investigación del CSIC, que explica que cualquier movilización necesita "conseguir visibilidad" e "impacto mediático" para triunfar.

En el caso de los chalecos amarillos franceses, por ejemplo, "esa visibilidad te la da manifestarte en el centro de París", afirma Moreno, que apunta que este extremo es especialmente válido en un país como Francia, muy centralizado y donde las provincias están muy subordinadas políticamente a la capital. "La Francia no parisina se ha movilizado en París, que es donde más puede exhibir su fuerza" y "hacer el mayor ruido posible", señala el sociólogo, que plantea que "los chalecos amarillos han crecido a partir de algo muy concreto, como era una protesta por la subida de los combustibles, y su protesta se ha transformado en un reclamo nacional" contra "ese centralismo elitista" que refleja la política parisina.

Y es que esta es otra de las claves de las movilizaciones que triunfan: que consiguen involucrar a una buena parte de la sociedad. Manuel Jiménez pone en España el ejemplo de las manifestaciones de los pensionistas: "Su discurso no habla solo de un interés particular de los que perciben esa pensión, sino que lo vinculan a toda la sociedad, generalizan su reivindicación y hablan en clave de derechos" y no de beneficios materiales, explica. Enlazando "demandas particulares a ideas socialmente bien percibidas", el apoyo social de los manifestantes crece.

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Los disturbios, un arma de doble filo

Ese nivel de apoyo entre la opinión pública es fundamental para que el poder se vea obligado a negociar y para "mantener en el tiempo" la reivindicación, otro punto que es clave para que ésta triunfe, señala Luis Moreno. Y eso no implica, necesariamente, que las manifestaciones sean tremendamente numerosas. "Lo definitivo no es el número, y el ejemplo es el 15M: lo importante fue su capacidad para hacer llegar a los medios su malestar y sus reivindicaciones, y no importó tanto que no hubiese un millón de personas en la Puerta del Sol, sino que acamparon allí e hicieron un discurso que llegó a la sociedad", considera el experto.

Y los disturbios que se generan en algunas ocasiones, ¿sirven como demostración de fuerza de un movimiento o lo deslegitiman? Pues de nuevo, depende de cada caso particular, apuntan los sociólogos consultados, que sin embargo coinciden en que en España está mucho peor visto que en Francia que una manifestación termine con altercados. "Francia es el país de la Revolución Francesa, y digamos que no es que les parezca bien [que se produzca violencia], pero está en su código genético social", reflexiona Moreno, que afirma que "en España no hay esa tradición de tener manifestaciones cargadas".  Jiménez, por su parte, avisa de que la clave es mostrar "capacidad de presionar" al poder, y los disturbios "en ocasiones pueden ser contraproducentes, porque pueden provocar que la gente se ponga en contra" de la reivindicación. "En España está mucho peor vista que en Francia la confrontación", coincide.

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