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Maleta de libros

'Kara y Yara en la tormenta de la historia', de Alek Popov

Portada de 'Kara y Yara en la tormenta de la historia', de Alek Popov.

Alek Popov

Tendría que haberse publicado en junio, pero llegará en septiembre: Kara y Yara en la tormenta de la historia, de Alek Popov, seguramente el escritor búlgaro más destacado, era una de las apuestas de la editorial asturiana Hoja de Lata para ese final de verano lleno de ferias y de encuentros. En esta novela de 2013, Popov narra la historia de las hermanas Palavéevi, dos gemelas burguesas que se unen a los combatientes antifascistas búlgaros, agazapados en los Balcanes, en el verano de 1943. Allí se encontrarán con unos guerrilleros mucho más humanos de lo que cuentan los libros de historia. 

"Durante la Segunda Guerra Mundial Bulgaria mantuvo un papel similar al de España", recuerdan los editores, "no beligerante pero aliada de las potencias del Eje, de modo que la monarquía tenía un apoyo militar directo de la Alemania nazi, mientras que desde las montañas los partisanos hostigaban al gobierno profascista con el apoyo de la Unión Soviética". En Kara y Yara en la tormenta de la historia, dicen, se encuentra tanto humor como rigor. Todo, tras la portada del dibujante de Marvel Javier Rodríguez. infoLibre publica aquí los primeros dos capítulos del volumen, que se publica el 7 de septiembre. 

_____

1. La calle

En el viejo barrio de Sofía en otros tiempos conocido como Kónyovitsa, y como Zona B-18 en los años del socialismo desarrollado, hay una callejuela diminuta cuya salida bloquean las casetas del mercado cooperativo. Con el trascurso de los años, esta parte de la ciudad, que antiguamente se consideraba alejada, poco a poco fue engullida por el mar de bloques de apartamentos y ya está más cerca del centro que de la periferia. No muy lejos pasa un canal que a veces aflora a la superficie y a veces desaparece, para terminar desembocando en el sucio regato marrón que divide el tráfico en la avenida de Slívnitsa. En general es un paisaje mustio del que brotan nuevos y coquetos edificios de viviendas de vibrantes colores rosas, amarillos y verdes como flores artificiales.

Calle de Yara Palavéeva

La placa sobre la fachada desconchada de la casa que ocupa la esquina es la única señal que indica el nombre de la calle. Este no figura ni siquiera en los mapas más detallados de Sofía, tal vez porque el tramo es tan corto que el nombre no cabe. Hay tan solo siete números. La casa de la esquina es la más prestante, aunque de dimensiones modestas, con sus frontones y cornisas de principios del siglo XX. A continuación hay tres o cuatro edificios larguiruchos y feos, erigidos a toda prisa por los desplazados después de las guerras, con las vallas desvencijadas y endebles construcciones anejas. Los sigue uno de los ya mencionados nuevos bloques de viviendas con ventanas de pvc y un aislamiento verdoso que reviste el muro medianero.

Lo que tienen en común los habitantes de este conjunto de casas tan heterogéneo es que nadie sabe nada de la ilustre persona que da nombre a la calle. Tampoco el enjuto caballero mayor de inclinaciones artísticas que vive en la casa cuya pared luce la placa y que tiene por costumbre recibir a sus visitas apuntándoles con una pistola. En realidad la pistola es un juguete, pero en eso se repara más tarde. El caballero lleva viviendo aquí al menos medio siglo, pero no recuerda el antiguo nombre de la calle ni si alguna vez lo han cambiado. Únicamente la anciana del número 6 guarda un recuerdo vago de aquel día del año 1952, cuando, a la vuelta del colegio, se encontró con un grupo de hombres con gorras apiñados en la esquina. Entre ellos había una mujer que llevaba un austero traje marrón. La placa estaba recién puesta. La mujer pronunció un discurso breve, los hombres se quitaron las gorras, estuvieron un rato en silencio y subieron a los dos coches oficiales que esperaban cerca. La mujer habló en voz muy baja. Lo único que la anciana recordaba de aquellas palabras era que Yara Palavéeva era una partisana que había fallecido heroicamente en la lucha contra el fascismo y el capitalismo. ¿Cabía esperar otra cosa?

Hoy, casi veinte años después de la así llamada Transición, que barrió los símbolos del antiguo régimen y borró montones de nombres extraños y desconocidos de los mapas de las ciudades búlgaras para sustituirlos por otros —no menos ajenos y fortuitos—, parece un auténtico milagro que esta callejuela haya conseguido resguardarse del huracán que cambió todos los nombres. Bien es cierto que bautizar semejante apéndice, minúsculo y feo, con el nombre de un personaje público importante, una fecha histórica o un símbolo internacional sería un despropósito. Probablemente por esta razón ningún comité, ninguna institución ni partido —y los partidos, como es sabido, son insaciables— ha mostrado nunca interés alguno en los siete números de la calle de Yara Palavéeva. De modo que la callejuela sigue llevando su antiguo nombre partisano hasta hoy, a pesar de las vicisitudes de los tiempos y de las modas políticas.

Pero ¿cómo se ha llegado a esta situación? ¿De dónde surgió la iniciativa de bautizar este rincón insignificante de la capital con el nombre del personaje en cuestión? ¿A qué se debía este ambiguo honor? Una carpeta polvorienta, abandonada en el archivo del Ayuntamiento de Sofía, responde parcialmente a algunas de las preguntas, aunque no a las más importantes. Entre sus ajadas cubiertas se conserva la documentación que acompañó a esta decisión histórica. De allí se desprende que el 11 de febrero de 1951 un grupo de los así llamados combatientes activos contra el fascismo y el capitalismo propuso cambiar el nombre de la calle Gladstone por el de Yara Palavéeva, en memoria a su compañera de lucha. El motivo era el inminente aniversario de la heroica muerte de Palavéeva, así como el hecho de que había nacido y crecido precisamente en aquella calle. En la lista de firmantes está también el nombre de Kara Palavéeva (Grebenárova de casada), hermana de la heroína. Obviamente, hablamos de la general Kara Grebenárova, veterana funcionaria de la Seguridad del Estado. Su nombre aparece periódicamente en los medios de comunicación, asociado a los escándalos que rodean a los servicios secretos del antiguo régimen. Poco antes de que la jubilaran, desaparecieron del archivo de la Seguridad del Estado más de 140 000 expedientes. En 1992 la general Grebenárova desapareció de la vida pública.

En la carpeta se conserva la respuesta de un tal Danaílov, secretario de la comisión encargada de los nombres (¡sí, existió tal comisión!). Este informa al Comité de Iniciativas, encabezado por Kara Grebenárova, que por aquel entonces todavía tenía el rango de comandante, que el consejo de la capital valora altamente la hazaña de Yara Palavéeva, pero no le es posible satisfacer su petición porque ya se ha decidido bautizar la calle con el nombre de otro ilustre representante del movimiento revolucionario. Por cierto, según los testimonios históricos, la calle llegó a cambiar de nombre, aunque dicho representante falleció un año más tarde. A continuación se presenta una nueva propuesta para bautizar con el nombre de Yara Palavéeva otra calle del centro, que es rechazada por motivos similares. Durante un tiempo las partes se pasan la pelota. La comisión demuestra un ingenio envidiable a la hora de inventar motivos para desestimar las propuestas. La razón tal vez reside en las luchas intestinas dentro del Partido, tal y como sugiere el informe que aduce el origen burgués de las dos hermanas, integrado en el expediente. Sin embargo, los compañeros de lucha de Palavéeva, encabezados por su hermana, están decididos a salirse con la suya.

La cuestión se resuelve en el otoño de 1952. En su reunión ordinaria, la comisión inesperadamente decide que el nombre de la hermana sea adjudicado a «la perpendicular de la calle Dúnavska Zora que desemboca en el mercado de Dimítar Néstorov». Esta redacción hace pensar que hasta aquel momento el tramo en cuestión ni siquiera tenía nombre. Probablemente se encontraba en proceso de regulación o en otro procedimiento administrativo. Con este pérfido acto las autoridades, en la práctica, se lavan las manos. A los compañeros de Palavéeva se les presenta el hecho consumado. Se ha rendido tributo a la hazaña de la partisana, aunque de forma sigilosa, sin provocar de innecesariamente curiosidad y revuelo entre los medios de comunicación. La carpeta queda enterrada en los archivos. En más de cincuenta años nadie se acordará de ella. Quizá por eso ha logrado sobrevivir…

2. La llamada del cuco

Llevaban más de dos horas caminando en silencio, sin detenerse. Solo el cabrerillo, que andaba deprisa por delante, se daba la vuelta de vez en cuando para comprobar que no se quedaban atrás. Estaba acostumbrado a llevar al monte a toda clase de personas, pero ninguna era como esas dos chicas. Desde que percibió su aroma, se dio cuenta de que eran muy especiales y no terminaba de comprender qué hacían allí. Su ropa, sus manos, sus caras, incluso sus voces, por lo que había podido oír, no tenían nada que ver con la única realidad, cruda y frugal, que conocía. Habían venido con el estudiante al que debía llevar hasta los partisanos. Se habían presentado ya equipadas: con sus mochilas, sus bombachos, sus cazadoras y unos botines de suelas muy gruesas como jamás había visto. "¡Menudas son estas!", pensó el cabrerillo.

—Las envía la comandancia de la zona —le aseguró el estudiante.

Pero el cabrerillo seguía desconfiando… El estudiante también le resultaba extraño. Era alto, con pequeñas gafas, gorra y se envolvía en un abrigo de ciudad ceñido con un cinturón. Llevaba unas botas blandas que probablemente estropearían las primeras nieves. De su hombro colgaba una bolsa de lona, artesanal, no muy llena. Lozán, así se había presentado el gafotas, empezó a flaquear desde el principio. Comenzó a respirar trabajosamente y de forma entrecortada, se tropezaba con los baches y se tambaleaba. Pero por amor propio y terquedad no permitía que los demás se parasen por su culpa. En cambio, aquellas chicas de ciudad, que tenían pinta de que iban a desistir en la primera cuesta, subían con agilidad sin jadear siquiera. El único cambio fue que el aire del monte les sonrojó la cara, lo que las hacía aún más guapas.

Quién sabe por qué, el cabrerillo se enfadó y se puso a andar todavía más deprisa. Los resoplidos a su espalda aumentaron. Algunos terrones se precipitaron al desfiladero. Él sonrió con malicia enseñando sus dientes podridos. Una de ellas le tiró con fuerza de la manga. No podría decir cuál de las dos. Se parecían, debían de ser gemelas.

—¡No tan deprisa! —dijo la chica.

Al llegar a un pocillo, escondido entre las raíces de tres hayas que entretejían sus troncos, el cabrerillo se detuvo, aguzó el oído e imitó la llamada del cuco cinco veces seguidas. No hubo respuesta. Lozán se dejó caer pesadamente en la hierba. Una de las chicas destapó su cantimplora y le dio de beber. El cabrerillo volvió a llamar, esta vez siete veces y media. Aguzó el oído: nada. En la lejanía se oían los picotazos de un pájaro carpintero.

El cabrerillo siguió llamando insistentemente hasta que algo voló silbando en el aire. El cabrerillo gimió como un gatito al que han pisado y se apretó el hombro. Dos hombres, visiblemente airados, salieron de los arbustos y se abalanzaron sobre el grupo.

—¡Oye, Raycho —empezó a gritar uno de ellos, que llevaba una carabina recortada al hombro—, ni siquiera eres capaz de recordar una contraseña! ¿Cuántas veces dijimos que tenías que llamar?

—Pues… no sé —tartamudeó el cabrerillo frotándose donde le había dado la piedra.

—¡Nueve! —El hombre levantó los dedos de las dos manos y dobló uno.

—¡Pues yo llamé nueve!

—¡Nueve! ¡Y una leche! ¡Cinco! Quince… Diez… ¡Nos has vuelto locos!

—Depende de cómo lo cuentes —intervino una clara voz femenina—. Cu o cu-cu. En principio el cuco hace "cu-cu". Por eso se llama cuco y no cu.

—¿Y tú quién eres? —dijo el hombre bajando instintivamente su carabina.

—Tío Vanyo —respondió incorporándose Lozán—, vienen conmigo.

El otro partisano se echó a reír. Llevaba una cazadora de guardabosques y de su cintura colgaba una Parabellum de cañón corto. Tenía una cara ancha y plana con barba rubia.

El hombre de la carabina se lanzó hacia el estudiante, lo abrazó y dijo en voz baja:

—Ahora me llamo Lenin. Era el mayor de los dos y por lo visto estaba al mando. Lozán empezó a contarle algo sobre la Unión de las Juventudes Obreras1 de Yuchbunar, pero el otro lo interrumpió con un indeterminado «luego, luego» y lanzó una mirada a las gemelas.

—¿Y estas quiénes son?

—Las camaradas Gabriela y Mónica, del grupo de sabotaje del Primer Instituto Femenino.

—¿Por qué las has traído?

—Ha habido un problema en la escuela. Ante la posibilidad de que las descubran, se ha tomado la decisión de que pasen a la clandestinidad.

—¿Quién lo ha decidido? —preguntó con aspereza Lenin—. ¿El Comité Central? ¿La comandancia? ¿Tu abuela?

—Puees… —respondió el joven bajando la vista—. Esto…, por cuestiones de conveniencia…

—¡Queremos ser partisanas! —exclamaron a la vez las chicas.

—Ya, ¿y qué más? —Lenin se quitó la gorra y empezó a rascarse la cabeza, que era completamente calva como la del propio Lenin—. ¡Es imposible! ¿Os creéis que esto es un juego de niños?

Se dirigió al cabrerillo:

—¡Llévatelas de vuelta!

—¡No vamos a ninguna parte! —respondieron, tozudas, las chicas. Sus ojos grisáceos brillaban desafiantes y Lenin se dio cuenta de que no le sería fácil convencerlas.

También intervino Lozán:

—Tío Vanyo…

—¡¡Lenin!!

—Camarada Lenin —empezó el chico con una solemnidad inesperada—. Las camaradas corren peligro de muerte. Los fascistas les pisan los talones. Les he prometido ayudarlas. Si no las admites, yo también me vuelvo con ellas y que sea lo que Dios quiera.

—Estas dos bocachas le han sorbido los sesos —dijo el otro silbando entre dientes.

—Oye, Enterrador, ¡no llames así a las camaradas! —lo reprendió Lenin—. Ya te amonestaron una vez ante el destacamento. ¡Si te lo escucho otra vez, informaré a Medved!

Al mencionar este nombre se produjo una pausa significativa. Las chicas intercambiaron miradas y sonrieron.

—Es como hablamos en Pernik, ¿qué pasa?… —refunfuñó el hombre conocido como el Enterrador.

Por supuesto, era su nombre de guerra, en realidad solo una parte de él. Pero nadie tenía tiempo de llamarlo Enterrador del Capitalismo, el nombre que eligió cuando se unió al destacamento. Lo llamaban, simplemente, Enterrador.

—¿Y qué hago ahora con vosotras?… —dijo Lenin, que apretaba nervioso la gorra—. ¿Sois de Sofía? —Las miró de arriba abajo e hizo un gesto con la mano—. Para qué preguntar, está claro que sí…

—Que lo decida Medved —propuso el Enterrador—. ¿Traéis pan?

—Traemos sándwiches —respondió una de las chicas.

—También armas —añadió la otra.

Bajaron las mochilas y sacaron dos pesados paquetes alargados envueltos en lona. Dentro, desmontadas, había dos escopetas de caza Smith & Wesson de cañones superpuestos. Una talla decoraba las culatas de caoba.

—¡Vaya! —silbó Lenin.

Tomó una y desplegó el cañón. Era un cazador empedernido, pero jamás había tenido en las manos un arma tan lujosa. Acarició la boca del cañón. Comprobó el cerrojo: la cámara estaba vacía. Levantó la escopeta y apuntó por encima de los árboles.

—¿Dónde las habéis pillado? —Son de nuestro padre —contestaron.

—Vuestra familia parece tener dinerito —dijo con envidia el Enterrador.

—¿Dónde están los cartuchos? —preguntó Lenin.

—No tuvimos tiempo de recogerlos —explicó una de las chicas—. Hemos encargado doscientas unidades en la tienda de Michelson. Del calibre 9, el que usan para cazar jabalíes. Nuestro padre compra allí. Tenemos que mandar a algún camarada para que los recoja y nos los mande.

—¡Ay! —suspiró Lenin, invadido por un mal presentimiento—. ¡Vámonos!

Después se volvió hacia el cabrerillo, que aguardaba con expresión culpable:

—¡Nueve veces! —le recordó—. ¡Cu-cu!

—Cu-cu —repitió el cabrerillo alicaído.

Ahora el grupo lo encabezaba Lenin; a duras penas lo seguía Lozán, a continuación iban las hermanas y, por último, en la retaguardia, el Enterrador. Ante los pequeños y firmes culos que se bamboleaban delante de sus narices, era incapaz de aguantarse y de vez en cuando emitía unos agudos silbidos y repetía al ritmo de los pasos de las hermanas: "¡Primera bocacha!", "¡Segunda bocacha!". Las chicas al parecer no le prestaban atención, hasta que se sentaron a descansar y se dirigieron a él:

—Camarada Enterrador, quisiéramos preguntarle una cosa…

—Me podréis llamar Enterrador después de pasar un invierno en el monte. Por ahora soy el Enterrador del Capitalismo.

—Camarada Enterrador del Capitalismo… —empezó una de las chicas con aspecto serio.

Estas palabras lo acariciaron como un bálsamo. Hacía tiempo que no oía su nombre clandestino en todo su esplendor.

—¿Nos podría explicar, camarada Enterrador del Capitalismo, qué factores sociales han impuesto el uso de este saludo tan original a las mujeres en la ciudad obrero-combativa de Pernik?

—¿Eeeh? —dijo abriendo los ojos como platos el Enterrador.

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—¿Nos podría revelar el sentido revolucionario de la metáfora "bocacha"? Seguro que tiene algo que ver con la lucha del proletariado de Pernik… —añadió la otra.

El Enterrador intentó comprender lo dicho, pero su cerebro hizo clac y se apagó. Notó una dolorosa sensación de desamparo, como si de pronto se hubiera quedado ciego. Lo único que logró soltar fue un "¿Pero qué…?", y masticó las últimas palabras como un pepino amargo.

—¡Te han enterrado, Enterrador! —Lenin sonrió de oreja a oreja—. ¡Chicas listas! Solo espero que no nos enterréis también a nosotros…

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