Sobre este blog

AlRevésyAlDerecho es un blog sobre derechos humanos. Y son derechos humanos, al menos, todos los de la Declaración Universal. Es un blog colectivo, porque contiene distintas voces que desde distintas perspectivas plantean casos, denuncias, reivindicaciones y argumentos para la defensa de esos bienes, los más preciados que tenemos como sociedad. Colectivo también porque está activamente abierto a la participación y discusión de los lectores.

Coordinado y editado por Ana Valero y Fernando Flores.

alrevesyalderecho@gmail.com

Contra la indiferencia y los dogmas: pensar y actuar

Como profesor de universidad pública, mi cometido no se agota en la mera transmisión de conocimientos especializados, sino que asumo, con plena conciencia de su alcance, la responsabilidad de formar estudiantes capaces de pensar por sí mismos, de razonar con solidez, de desafiar lo dado y de discernir lo verdadero de lo falaz. No se trata de imponer una doctrina, sino de propiciar el rigor intelectual que permite sostener opiniones fundadas, discutibles y, por tanto, susceptibles de ser refutadas. O algo tan sencillo como escaso en ciertas ocasiones en el espacio público: el sentido común, que no hace falta lecturas para tenerlo, sino observando detenidamente y la propia experiencia. En este proceso, el error es un derecho irrenunciable, pero solo cuando es el fruto de la propia reflexión, no de la sumisión a consignas o de la pereza de quien se entrega a la inmediatez de lo prefabricado.

Este compromiso con el pensamiento crítico se entrelaza con un imperativo aún mayor: el de la conciencia política como un valor republicano esencial. La universidad no solo debe formar profesionales técnicamente capacitados, sino ciudadanos con la capacidad de intervenir activamente en el espacio público, con criterio propio y sentido de responsabilidad colectiva. Sin embargo, vivimos en tiempos donde la política es concebida por muchos como un espacio reservado a unos pocos, una suerte de juego de élites que no involucra al resto de la sociedad. Es urgente desmontar esa falacia, pues la política, en su sentido más profundo, es la manifestación misma de nuestra capacidad de autogobierno, de deliberación y de construcción de un orden social basado en derechos y responsabilidades compartidas. Desentenderse de la política no es sinónimo de neutralidad, sino de renuncia, y en esa abdicación se favorece precisamente a quienes buscan consolidar el poder en manos de unos cuantos.

Hay cuestiones que trascienden la disputa partidista y que deben asumirse como principios irrenunciables: la justicia, la igualdad, la dignidad humana y el respeto a los derechos fundamentales

La política no puede reducirse a una mera lucha entre partidos, a una pugna de ideologías irreconciliables que dejan fuera los asuntos esenciales de la Humanidad con humanidad. Hay cuestiones que trascienden la disputa partidista y que deben asumirse como principios irrenunciables: la justicia, la igualdad, la dignidad humana y el respeto a los derechos fundamentales. No es una cuestión de colores políticos, sino de la cultura de los derechos humanos. Y esta cultura no surge espontáneamente ni se sostiene por inercia; requiere un esfuerzo continuo de formación, de reflexión crítica y de compromiso con la verdad. La universidad, en este sentido, tiene una función irremplazable: proporcionar herramientas para que los ciudadanos no sean simples espectadores, sino actores conscientes en la construcción de lo común.

Se ha querido contraponer instrucción y educación, atribuyendo a esta última una suerte de misión redentora, pero la verdadera capacidad crítica no se imparte como un dogma ni se impone como un valor absoluto: brota, sin más, del contacto con el conocimiento mismo. La tensión intelectual entre conceptos aparentemente contradictorios o problemáticos es el germen del pensamiento autónomo. Lo contrario es la fe ciega, la abdicación del juicio propio en favor de una comodidad que exime del esfuerzo de pensar. En este sentido, la universidad no puede claudicar ante la lógica del consumo inmediato de información, donde la velocidad y la superficialidad reemplazan el análisis riguroso. Por eso es criticable la burocratización rampante del sistema universitario, ya que ha ido relegando -casi- el ejercicio del pensamiento a un segundo plano. Cada vez más, el profesorado se ve convertido en un gestor de trámites, con la investigación desplazada a casi cuando se alcanza la tarde-noche o hacer estancias de investigación cuando realmente se debe disfrutar del descanso veraniego, exigiéndosele una producción académica constante que a menudo deviene en un simulacro de erudición. Lo denunció Mark Fisher y también lo señala Remedios Zafra (bueno, muchos, pero cito a estos): la sobrecarga administrativa no solo ahoga la creatividad y la reflexión, sino que acaba por convertir la universidad en una factoría de méritos al peso, más que en un espacio de conocimiento vivo.

Es en este contexto donde el acceso inmediato a informaciones fragmentarias y el predominio del consumo rápido de contenido audiovisual sustituyen a la lectura pausada y a la confrontación de ideas. El que solo ha visto vídeos en YouTube, el que solo se ha (des) informado a través de redes sociales sin haber leído en profundidad manuales o, simplemente, dialogado con quienes sostienen posiciones distintas, no tiene una opinión, sino una creencia. Y no es que esté fuera del sistema, sino que es la encarnación más acabada del sistema mismo imperante, porque repite sin cuestionar lo que le ha sido administrado en dosis dosificadas de indignación o de fervor. ¿Cuántos premios Nobel desconocidos nos rodean a diario en redes sociales? Auténticos prodigios de la nutrición, la medicina, el derecho, la economía o la antropología que solo con consignas superficiales tienen todas las respuestas.

La instrucción no puede reducirse a un instrumento de reafirmación moral o ideológica. Su único compromiso es con la verdad y con la metodología rigurosa que permite aproximarse a ella. Pensar exige tiempo, lentitud, contraste, el ejercicio constante de la duda. Pero vivimos en una era que abomina de la espera y del sosiego, donde la reflexión serena es la excepción frente a la velocidad imperante. Esta aversión a la pausa y al esfuerzo intelectual no es inocua: genera ciudadanos acríticos, moldeados por discursos prefabricados que se replican sin cuestionamiento.

Ya lo advirtió Rafael Sánchez Ferlosio: los espacios de formación académica han sido desplazados por otras agencias educativas de inmenso poder e influencia, desde la publicidad hasta los medios de comunicación, que imponen sus criterios de aceptabilidad social. En esta contienda desigual, la universidad debe reivindicar su carácter impersonal y universal, alejada de presiones de cualquier tipo, sean estas políticas, económicas o incluso corporativas dentro de la propia institución. Pero esto no significa que deba ser apolítica en el sentido de desentenderse de lo común; al contrario, su misión es precisamente formar ciudadanos conscientes de la dimensión política de la vida en sociedad.

También es necesario rescatar el valor de las formas en la relación entre docentes y estudiantes. La universidad no es una extensión de la cotidianidad ni un espacio de socialización irrestricta. El vínculo que allí se establece responde a unas normas específicas de respeto intelectual, de hacer civilizado, que nada tienen que ver con la rigidez protocolaria sino con la creación de un marco propicio para el pensamiento autónomo. La horizontalidad del aprendizaje no implica la abolición de la distancia necesaria para el rigor crítico.

Si la universidad ha de cumplir con su función social, debe resistirse a convertirse en un eco de los discursos dominantes, sean estos políticos, económicos o culturales. La tarea del profesorado no es inculcar creencias, sino dotar al estudiantado de herramientas con las que puedan elaborar sus propias posiciones, basadas en la racionalidad, el conocimiento contrastado y la autonomía de juicio. No buscamos feligreses, sino ciudadanos capaces de cuestionar, argumentar y, sobre todo, pensar. Y para pensar, es indispensable entender que la política no es una cuestión de élites, sino de ciudadanía activa y comprometida.

No hay nada de novedoso en esto. No descubro el sol ni lo pretendo. Pero acaso escribir estas palabras sea una forma de recordármelo cada día y de compartir esta reflexión con quienes quieran leerla. Porque no todo vale, ni toda opinión es respetable por el mero hecho de ser emitida. Respeto a la persona, sí; pero si su opinión defiende posiciones que carecen de base científica, que ponen en peligro la vida de otros—como el rechazo a las vacunas, la paranoia sobre la Agenda 2030, la negación de la COVID-19 o la grotesca inversión de roles en la agresión rusa a Ucrania—, o marcos éticos consensuados desde hace décadas, no me voy a callar.

Al fin y al cabo, lo que está en juego aquí no es otra cosa que la cultura de los derechos humanos, inseparable de la conciencia política y del ejercicio pleno de la ciudadanía en el marco de una república de ciudadanos libres e iguales.

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Publicado el
3 de marzo de 2025 - 21:31 h
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