Lo confieso. Ante una muerte repentina e inesperada, sea quien sea el difunto, uno reacciona con una mezcla de estupor y respeto. A la persona, aun sin conocerla de nada. Y a quienes la lloran desde muy cerca, por simple humanidad. Será por esa educación judeocristiana que por decreto recibimos en nuestra infancia. Precisamente por eso he tenido que contar desde la mañana del miércoles varias veces hasta mil para no soltar un exabrupto al escuchar las sandeces e infamias que unos cuantos dirigentes del Partido Popular vienen lanzando tras la muerte de su excompañera Rita Barberá. ¿Es que no entienden nada de nada? ¿O quizás lo entienden demasiado bien, y se trata simplemente del uso hipócrita de una muerte para imponer un discurso y una concepción exclusiva y excluyente de la democracia? ¿No deberíamos negarnos a entrar una y otra vez en debates escandalosamente ficticios?
Sólo unos apuntes personales sobre esta enésima y forzada polémica (iniciada por dirigentes del PP que sólo unos días antes de su muerte huían de Rita Barberá para no ser fotografiados a su vera):
- Las causas de la muerte de la exalcaldesa (como de cualquier otro ser humano) las establecen médicos forenses. Alguien que se dedica al servicio público y que acusa de haber provocado una muerte a la prensa, a los tuiteros o a la oposición no es digno de su cargo. Que Rafael Hernando o Celia Villalobos hablen de “linchamiento”, “cacería” o “condena a muerte” ya no sorprende, porque llevan años difamando sin pudor a quienes se les antoja. Que el propio ministro de Justicia, Rafael Catalá, lance el reproche de que “cada uno tendrá sobre su conciencia las barbaridades que ha dicho sobre Barberá sin prueba alguna” es muy grave, porque está poniendo en solfa las investigaciones judiciales llevadas a cabo por los órganos correspondientes.
- La muerte (de cualquiera) no rectifica de ningún modo su comportamiento en vida. Al margen de lo que concluyan los tribunales sobre la causa por blanqueo de capitales en la que Barberá tuvo que declarar este mismo lunes ante el Supremo, la responsabilidad política de la exalcaldesa es la de quien dirige con mano de hierro durante más de dos décadas un equipo político que prácticamente al completo está ahora imputado por varios delitos. Si a estas alturas diputados, dirigentes y hasta ministros de Justicia no entienden la diferencia entre responsabilidad política y penal es simplemente porque no les interesa. Y si les parece que la difunta Barberá no se enteró absolutamente de nada de lo que ocurría en su entorno más directo (financiación irregular, pagos con dinero negro, comisiones ilegales, despilfarro de recursos públicos…) será porque le guardan escaso respeto a la sagacidad de la difunta o porque prefieren ejercer (demasiado tarde) de abogados defensores.
- No es la primera vez que vivimos esta absoluta sobreactuación, aunque sí la más sonora. Hay que recordar lo que se escuchó decir entre dirigentes del PP y portavoces de la derecha mediática en las primeras horas posteriores al asesinato de la entonces presidenta de la Diputación de León Isabel Carrasco. Se pretendió relacionar su muerte con la “agitación popular” derivada del 15-M. Enseguida se supo que se trataba de un crimen por motivaciones de venganza personal, pero han pasado dos años y nadie se ha disculpado.
- Antes o después de guardar ese urgentísimo minuto de silencio en el Congreso (con el cadáver de Barberá aún en el hotel de enfrente) unos cuantos representantes del PP deberían haber reflexionado otro minuto más antes de lanzar proclamas que podrían ser consideradas como “incitación al odio” con similar argumentación a la que puede reprocharse a esos descerebrados que incendian Twitter o a esos medios que publican informes rechazados repetidamente en los tribunales por su meridiana falsedad con el único objetivo de ensuciar a políticos y organizaciones concretas.
- El grupo parlamentario de Unidos Podemos ha cometido el error de facilitar una vez más que toda la polémica gire en torno a su ausencia de ese minuto de silencio convocado por la presidencia del Congreso y aceptado por los demás grupos. Es cierto que lo lógico desde el punto de vista institucional era en todo caso que se guardara ese gesto de respeto en el Senado y en el Ayuntamiento de Valencia. Es cierto que no se había convocado nunca en honor de nadie que no fuera o hubiera sido diputado. Es cierto que se solicitó en su día para homenajear al entonces exdiputado y cantautor José Antonio Labordeta y fue denegado. Dicho todo esto, y una vez que el gesto se iba a producir, los parlamentarios podemitas podrían haberse quedado respetuosamente en sus escaños (no estaban obligados a aplaudir) y haber explicado su argumentada discrepancia.
- La sobreactuación desde determinados ámbitos del PP (bastante extendida a juzgar por su insistencia en las redes sociales) quizás pretenda hacer olvidar el hecho de que fue el propio PP el que exigió a Rita Barberá que se apartara del partido cuando fue citada a declarar por el Supremo. ¿Era eso una “condena a muerte”, como diría Villalobos, para quien fue la militante número 3 de Alianza Popular y para quien consideraba (con bastante razón) que sin su colaboración desde el congreso de Valencia de 2008 Mariano Rajoy nunca habría llegado a la presidencia del Gobierno?
- Lo que denota esta reacción es que en el PP no se tiene asumido en absoluto (o no se quiere asumir) lo que significa elevar la exigencia de dignificación de la política. Primero blindaron a Barberá en el Senado (y en su Mesa, para que continuara siendo aforada aun en periodos preelectorales), luego no tuvieron más remedio que disimular que dejaba el partido para defenderse, y finalmente utilizan su muerte repentina para acusar a todo lo que se mueve de haber ejecutado un ”linchamiento”. Conviene que el PP decida cuál es su baremo definitivo para apartar a alguien de sus filas. Y conviene que todos los partidos se acostumbren a distinguir sin trampas las responsabilidades políticas de las judiciales. De esa forma avanzaríamos en la buena costumbre de no identificar una dimisión con una admisión de culpabilidad, lo cual permitiría continuar en la carrera política con normalidad, como ocurre en otras democracias.
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- Por último, debería aclarar el PP de una vez por todas cuál es su concepto de derecho a la información. Por si no lo saben, no se trata de un capricho ejercido por malvados periodistas (por cierto como si la mayoría de los medios de comunicación no hubieran actuado más bien en defensa de Barberá despreciando la financiación irregular y el manejo de dinero negro como “una tontería de mil euros”). Por supuesto que en los medios se cometen errores, y estamos obligados a rectificar y a responder si cabe ante los tribunales. ¿Y no tienen nada que explicar esos grandes medios que durante años no supieron o quisieron ver las grandes tramas de corrupción en Valencia mientras recibían suculentos ingresos de publicidad institucional?
Un respeto a los muertos. Por supuesto. Pero también a los vivos.
P.D. Los que preferirían que se cerraran ojos y oídos a todo aquello que no sea propaganda considerarán también una “cacería” la carta que como ciudadano he enviado a la Comisión de Peticiones del Congreso reclamando la renuncia de Jorge Fernández Díaz como presidente de la misma, por las razones que aquí se explican. Otros 30.000 ciudadanos ya se han sumado, quizás porque piensan que la mejor manera de reivindicar la política es dignificar su ejercicio.
Lo confieso. Ante una muerte repentina e inesperada, sea quien sea el difunto, uno reacciona con una mezcla de estupor y respeto. A la persona, aun sin conocerla de nada. Y a quienes la lloran desde muy cerca, por simple humanidad. Será por esa educación judeocristiana que por decreto recibimos en nuestra infancia. Precisamente por eso he tenido que contar desde la mañana del miércoles varias veces hasta mil para no soltar un exabrupto al escuchar las sandeces e infamias que unos cuantos dirigentes del Partido Popular vienen lanzando tras la muerte de su excompañera Rita Barberá. ¿Es que no entienden nada de nada? ¿O quizás lo entienden demasiado bien, y se trata simplemente del uso hipócrita de una muerte para imponer un discurso y una concepción exclusiva y excluyente de la democracia? ¿No deberíamos negarnos a entrar una y otra vez en debates escandalosamente ficticios?