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El postrer triunfo de Almudena

La muerte de la escritora saca a la luz la existencia de una gran comunidad de lectores, de cientos de miles de personas que disfrutan de los libros y respetan a sus autores.

Cruelmente prematura, la muerte de Almudena Grandes me heló el corazón el pasado sábado, como a tantos de ustedes. Sin embargo, en los días transcurridos desde entonces, un tibio sol de finales de otoño ha conseguido calentar un poco ese corazón, esponjarlo incluso. Ese sol es el de la constatación de la existencia de una comunidad de lectores. De los ahora muy apenados lectores de Almudena Grandes, y, en general, de gente interesada por los libros y la literatura. Tengo para mí que esta es una primera gran herencia de la escritora: el haber puesto en evidencia que, más allá de las noticias machaconas sobre la inflación, el covid y las querellas politiqueras, cientos de miles de personas no hablábamos el domingo, el lunes y el martes de otra cosa que de la sorpresa y el dolor que nos había causado su muerte.

El librero Antonio hablaba de la escritora para la radio local, la heladera Natalia seguía sin creerse la noticia de tan dura que le resultaba, mi amigo Miguel me mostraba la cordial dedicatoria de una de sus novelas que ella le había firmado una vez…

Se constató en las redes sociales, donde las expresiones de admiración a Almudena Grandes y pesar por su fallecimiento reemplazaron el fin de semana a cualquier otro tema para muchos usuarios. Se constató en el funeral del cementerio civil de La Almudena, donde cientos de asistentes enarbolaron sus libros cual banderas de libertad, justicia y cultura. Y lo constaté en la localidad granadina desde donde escribo, la costera Salobreña. El librero Antonio hablaba de la escritora para la radio local, la heladera Natalia seguía sin creerse la noticia de tan dura que le resultaba, mi amigo Miguel me mostraba la cordial dedicatoria de una de sus novelas que ella le había firmado una vez… Y unos y otros no daban crédito a la insensibilidad demostrada por Almeida y Ayuso al no acudir el lunes a su entierro y de la que aquí escribió anteayer Jesús Maraña.

Dice Maraña que la participación del alcalde y la presidenta en el despido de una gran escritora y ciudadana madrileña era elemental por una cuestión de democracia. Yo voy un poco más lejos que mi amigo y colega: pienso que se trata de una cuestión de humanidad y civilización. Soy de los que, por mucho que mi visión del mundo difiriera de la suya, habría hecho todo lo posible para asistir al entierro en Ginebra del gran Borges de haber sido alcalde de Buenos Aires. Almeida y Ayuso, por cierto, lo tenían el lunes mucho más fácil que el regidor bonaerense de 1986: les bastaba con cancelar el salto de un río y la inauguración de un Belén.

Pero no voy a dejar que ese par de sectarios y malajes ensombrezca mi corazón. Quiero seguir contándoles una alegría en la desgracia: la alegría de comprobar que siguen leyéndose libros y que los lectores siguen apreciando el duro y solitario trabajo de los escritores. Sobre todo, cuando esos escritores cuentan bien sus historias y cuando esas historias hablan de ellos, gente de a pie, gente que suele perder, pero no por ello arroja la toalla, gente que intenta ser lo más feliz que puede a la par que reivindica su dignidad. Como hacía Almudena Grandes, la Benito Pérez Galdós del atormentado siglo XX español.

Aquí he sentido un amor a los libros y un respeto a los escritores que puede haberse perdido o diluido en las metrópolis.

Todos los testimonios de lectores de Almudena que llegaron a conocerla, aunque fuera en las firmas de una feria del libro, subrayan su cordialidad y su jovialidad, el aura de buena persona que emanaba, y, sin duda, esto les ha hecho aún más dolorosa su muerte. No estoy demasiado seguro de que se pueda ser un buen periodista y un buen escritor sin ser una buena persona, un ser humano humilde, empático y solidario. La gran mayoría de los que he conocido personalmente lo eran, pero es cierto que también me he encontrado con alguna excepción, aunque siempre la haya situado en el campo de aquellas que confirman la regla.

Permítanme que termine con otra observación personal. Por razones de mi oficio —precisamente porque he estado escribiendo—, he pasado los últimos meses más en la España rural que en la urbana. Pues bien, aquí he sentido un amor a los libros y un respeto a los escritores que puede haberse perdido o diluido en las metrópolis. Pienso en las decenas de vecinos que asistieron a la feria de Mi pueblo lee en la localidad valenciana de Fontanars dels Alforins. Pienso en los clubes de lectura de la Alpujarra y la Costa Tropical, donde como en casi todas partes son mayoritarias las mujeres. Pienso en la congoja por la muerte de Almudena que he sentido en tantos vecinos de Salobreña. Y me pregunto si no son estas pruebas de que aquí hay importantes focos de resistencia a la barbarie, de que aquí se sigue valorando la humanidad y la civilización más que en las junglas de asfalto.

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