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Dejadnos vivir un poco por debajo de vuestras posibilidades

Marc Pallarès

Seis años después del 2008, la crisis envejece, según comprueba la historia, pero, ¿dónde han ido las personas?, se pregunta la sociología. Esta conversación entre dos estudiantes de mi universidad nos demuestra que el pesimismo ha debilitado las defensas inmunitarias de una parte de nuestra sociedad:

-Tenemos que ir pensando a quien votamos en las europeas.

-No sé, a quien de verdad vaya a hacer algo para que salgamos de la crisis, ¿no?

-Chica, no podemos cargar todo el muerto de la salida de la crisis en la política, nosotros estuvimos viviendo por encima de nuestras posibilidades durante mucho tiempo.

-Entonces, ¿qué hacemos?

-Ni idea. Me parece que, hagamos los que hagamos, no va a servir para mucho.

La cara de estas dos chicas era el reflejo más evidente de que nos hemos acostumbrado a vivir el futuro como si hubiese perdido su último domicilio conocido, y que necesitamos reconciliarnos con nosotros mismos. Nos han bombardeado tanto con el “vivíamos por encima de nuestras posibilidades” que lo tenemos ya totalmente interiorizado. Resulta curioso que fuéramos nosotros quienes vivíamos por encima de nuestras posibilidades cuando, en realidad, eran otros los que planificaban que hasta el mismísimo paraíso necesitaba infraestructuras. Eran los años 2000, época en la que parecía que alguien había inventado una era pospolítica: admirábamos la caligrafía de las cosas incluso antes de entender el significado de las palabras que esta caligrafía construía, la simetría del mundo era demasiado perfecta como para plantearnos cuestionarla y casi todo funcionaba sin necesidad de que ningún agente sociopolítico mediara para ello. Pero llegó el 2008 y descubrimos que el bienestar del estilo de vida y el bienestar de la invulnerabilidad se excluían mutuamente, y que éramos más frágiles de lo que creíamos.

Seguramente, coincidiremos en que el “me parece que hagamos lo que hagamos no va servir para mucho” no es la solución, pero no es menos cierto que tenemos dos retos más importante que elegir el partido que nos proponga una solución rápida: desconectar la política del poder financiero y desarrollar nuestra colectividad como sujeto que necesita mejorar sus condiciones de vida (en esto último, las marchas del pasado 22 de marzo son un buen comienzo).

El desencanto de estas dos estudiantes demuestra que hemos empezado a asimilar una concepción enfermiza de la historia, que termina por alimentar el propio estancamiento que denuncia; independientemente del partido al que votemos, ha llegado el momento de implicarnos como observadores críticos del teatro de la existencia y de llevar a cabo la rebelión contra la miseria: necesitamos que la democracia no sea sólo una forma social, sino también una fuerza que avanza, un proceso, un desarrollo de la igualdad de condiciones. Hay un 0.1% de la población mundial que no tiene ninguna frontera común con las necesidades de otro (por lo menos) 90 % de la población, y esto, aunque la desilusión de las dos jóvenes es más que comprensible, nos traslada necesariamente hacia la política, a la más primaria, tal y como se reformula en términos antropológicos, es decir, a unas acciones y unos proyectos capaces de conjurarse para frenar los privilegios de este 0,1%, que vive felizmente alejado del espacio humano compartido por el resto de la ciudadanía.

A este 0,1%, acostumbrado al clima suave de los invernaderos, el mundo se le presenta como aquello que debe administrar; al resto, como aquello que nos es natural reclamar.

Esta es la lucha, esta es nuestra verdadera salida de la crisis. No aspiramos a crear otro proyecto de sociedad basado en la omnipresencia de la abundancia sino a poder vivir en una realidad en la que el poder financiero, experto en orquestar sigilosamente las riendas del mundo político y en formular imperativos en forma de indicativo, no condicione nuestras vidas. Aspiramos a dejar de vivir en la época de la humanidad expoliada. Aspiramos a empezar la maniobra de reemplazamiento de la conciencia de lo que se tiene (que incluso nos ha llevado a convencernos de que el estado de bienestar fue un lujo) por la conciencia de lo que se es. Aspiramos, en definitiva, a superar el esfuerzo solitario de tener que llegar a ser sólo nosotros mismos, a cambiar este esfuerzo individual por unas reivindicaciones colectivas capaces de confluir, actuar y condicionar todo aquello que nos quieren hacer creer que ya está decidido (una limitación del déficit público infranqueable, unos recortes en educación y en sanidad innegociables, unas leyes represivas que ya no tienen vuelta atrás, etc.).

Hay seis millones de parados y paradas, con una tasa juvenil del 57%, y, entre quienes todavía tienen empleo, una encuesta apunta que el 85% asegura que sus condiciones laborales han empeorado. Esto no es sino un indicio de que, más que una crisis, vivimos ya bajo el umbral de un nuevo imperio; no es como los imperios del pasado, es una estructura politicoeconómica que, poco a poco, ha ido vertebrando las desigualdades de una ciudadanía que tiene la sensación de haber intercambiado el bienestar por una pérdida y la pertenencia a un estatus medianamente digno por una derrota.

Poco hay más desesperanzador que un mundo donde casi todo está ya cocinado, donde pocos sueños e ilusiones de progreso son posibles, un mundo expoliado por la luz artificial de la alternancia infinita entre el día y la noche. Pero todavía nos queda una tarea muy importante: el objetivo de este 0.1%, que intenta perpetuar su deseo de autoconservación, es que aprendamos a encajar armoniosamente las desigualdades, el nuestro es exigirles que nos dejen vivir aunque sea sólo un poco por debajo de sus posibilidades (de sus yates, de sus quintas residencias, de sus…).

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Habrá que intentarlo; seguramente, nadie tiene la solución mágica, pero tenemos que encontrar la manera de ir derribando muros y de ir abriendo algunas puertas hasta que consigamos que sople el aire de la vida en los hogares familiares, hasta que, por fin, estas familias que tan mal lo están pasando puedan inspirar y respirar como lo haría un bosque provisto de pulmones. El reto está encima de la mesa, seguro que cada cual puede aportar su granito de arena.

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Marc Pallarès es profesor de Teoría e Historia de la Educación en la Universitat Jaume I de Castelló y escritor.

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