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Saber derecho y hacer política

Javier de Lucas

La increíblemente desafortunada intervención del señor Rajoy, presidente del Gobierno español y encarnizado defensor de la intangibilidad de la Constitución española de 1978 (CE78), en su entrevista con el señor Alsina, ha tenido efectos que van mucho más allá de la lógica sorpresa ante el hecho de que alguien que no sólo ejerce tan alta función, sino que es registrador de la propiedad y por tanto licenciado en Derecho, evidencie semejante ignorancia de lo que disponen la Constitución y el Código Civil.

Sin embargo, creo que en la torpe coda final (“me parece que esta disquisición no nos lleva a parte alguna”) está la intuición del señor Rajoy de que él quería hablar de un tema distinto (la imposible permanencia en la UE de una Catalunya secesionada, y no digamos si lo hace unilateralmente). Una confusión que, en el fondo, subyace a buena parte de los defensores del proceso de secesión. Algunos, también por ignorancia; otros, con intención de engañar. El asunto es que el periodista le pregunta por una cuestión de derechos (los de los catalanes como ciudadanos europeos en cuanto nacionales españoles) y Rajoy de lo que quiere hablar es de una cuestión política, la salida de Cataluña de la UE, en caso de que se separe de España. Tienen relación, pero son cuestiones diferentes, con respuestas diferentes

Desde el principio, juristas defensores del procés habían recordado pertinentemente que lo dispuesto en el artículo 11.2 de la CE78 –”ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad”–, completado por lo que a su vez establece el artículo 24 del Código Civil, dejaba claro que, salvo expresa renuncia a la nacionalidad española, ningún catalán que sea español de origen perdería su condición de ciudadano europeo, puesto que ésta, la ciudadanía europea, es un atributo ligado a la condición de nacional de un Estado de la UE, algo que los catalanes tienen y que no pueden perder, por ser nacionales españoles.

Así lo dispone el artículo 20.1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), que define la ciudadanía europea: “Se crea una ciudadanía de la Unión. Será ciudadano de la Unión toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro. La ciudadanía de la Unión se añade a la ciudadanía nacional sin sustituirla”. Por tanto, de conformidad con los Tratados de la UE, los derechos que se reconocen a los ciudadanos europeos no pueden ser negados a quien mantiene la nacionalidad de un Estado miembro, aunque elija ser ciudadano de un nuevo Estado escindido del anterior, siempre que mantenga la doble ciudadanía, esto es, que no renuncie a la primera nacionalidad y siempre que sea español de origen, es decir, no nacionalizado (luego los catalanes que sean españoles nacionalizados quedarían fuera de esa protección: ¡ojo inmigrantes nacionalizados!). Y esto no tiene vuelta de hoja, salvo que la Constitución y las leyes del primer Estado dispongan la incompatibilidad o la pérdida de nacionalidad por esa circunstancia. Lo que, hasta hoy, para los españoles de origen, no es así.

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Me parece que se puede argumentar, pues, con mucho fundamento, que la gran mayoría de los ciudadanos catalanes de una hipotética República de Catalunya no perderían, salvo expresa renuncia, la nacionalidad española y sus derechos y por consiguiente no dejarían de ser titulares de la ciudadanía europea con los derechos que lleva aparejados. Esa pérdida sólo se produciría tras una reforma del apartado 2 del artículo 11 CE78, que precisara que la pérdida de la nacionalidad española va aparejada automáticamente a la opción por la nacionalidad de un tercer Estado (lo que obligaría a su vez a reformar o precisar lo que dispone el artículo 24 del Código Civil). Esa reforma debería ser anterior a la secesión de Cataluña (en caso contrario se perjudicarían derechos adquiridos), aunque se podría argüir que debería ser anterior no tanto al momento de su proclamación por el Parlament de Catalunya, sino al del carácter efectivo de esa secesión. En efecto, como ha explicado el profesor Remiro Brotons, la República de Catalunya, como tal, como Estado, sólo existirá cuando se produzca su reconocimiento como Estado por parte de la comunidad internacional, hipótesis a mi juicio sumamente incierta.

En todo caso, pese a la buena justificación jurídica de tales argumentos, no deja de ser contradictorio, por no decir tramposo, que quienes se manifiestan “hartos de España”, y niegan cualquier legitimidad a la Constitución española, por española, la invoquen sin problema a la hora de defender sus derechos como ciudadanos europeos. ¿En qué quedamos? ¿Quieren librarse de las cadenas españolas, pero sólo un poquito? ¿Aguantarán ser españoles porque, por mucho que les fastidie serlo, resulta que esa condición les beneficia? Lo coherente sería, más bien, que los ciudadanos del nuevo Estado, precisamente porque nace de su voluntad de secesión, renuncien a la nacionalidad española con todas sus consecuencias. O tendrán que admitir que su amor a Catalunya cesa cuando ven desaparecer determinados beneficios…

Ahora bien, ese tema de los derechos de los ciudadanos, es muy distinto del problema político fundamental, esto es, la permanencia o no de Catalunya en la UE, que es de lo que quería hablar Rajoy en la entrevista. Y a este respecto, muy al contrario de lo que sostienen los miembros de la lista de Mas&Co. quiero decir, Junts pel Sí, el asunto no parece tener vuelta de hoja. Si se constituyen mediante secesión como Estado distinto –la República de Catalunya– y si obtuvieran reconocimiento efectivo como tal por parte de la UE, algo que considero improbable (sobre todo si España se opone, o no se ha negociado con España), estarían fuera de la UE. Y simplemente tendrían que ponerse a la cola de la negociación. No es el fin del mundo. Incluso hay quienes como las CUP, con la mayor coherencia y transparencia que conozco, proclaman abiertamente que no quieren negociación con España, pero tampoco quieren pertenecer ni a la OTAN, ni a la UE, no, al menos, a esta UE, ni al euro. Extramuros de la UE hay vida, por supuesto. Ahora bien, no la que garantiza, mal que bien (y soy de los que pienso que en no pocos aspectos, más bien mal que bien), la Unión Europea. Sin amenazas ni apocalipsis. Como decía aquel, sin acritud.

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