Las naciones son realidades inventadas, construidas a través de elementos palpables. Las niñas y los niños estudian su historia en las escuelas. Hay una bandera que se honra, unas tradiciones, y un himno que se escucha con respeto. Hay una música nacional y fiestas populares en las que el pueblo celebra su unión.
Hay naciones grandes, los Estados, y “naciones” chicas. El próximo miércoles, festividad de San Isidro, en Madrid no es laborable. Y aunque en esta ciudad tenemos muy poco sentido de la identidad madrileña (o más bien, hemos hecho de nuestro poco apego a la identidad local nuestra seña de identidad), muchos colegios han pedido a los padres que de algún modo celebremos con nuestros hijos el día de la ciudad. Yo en concreto participaré de la liturgia de llevar a mi hijo vestido de chulapo a dar un par de bailes en el patio del colegio. Una excentricidad algo vulgar pero que certifica anualmente la identidad madrileña de mi hijo, y de la que participo sin mayor problema.
Este jueves 9 de mayo fue el Día de Europa y casi nadie se enteró. En la Plaza de Cibeles se han puesto banderas de la Unión Europea intercaladas con las españolas, como se pone la de cualquier país cuando su líder nos visita. Los autobuses municipales se han colocado una banderita también que probablemente casi nadie sabe qué significa. La inmensa mayoría de los europeos no celebramos nada y fuimos a trabajar como cualquier otro día. Ni escuchamos nuestro himno, la portentosa Oda a la Alegría de Beethoven, que más bien nos parece la música de un anuncio de coches, ni expresamos nuestra identidad europea en modo alguno.
Europa tiene una enorme carencia emocional. No la sentimos. La Unión Europea es un éxito colectivo sin precedentes en la historia universal. Tras ser el escenario de las peores guerras y los más crudos enfrentamientos entre pueblos, la Unión Europea es hoy la vanguardia mundial en el respeto a los derechos humanos, individuales y colectivos, el paraíso de la protección del Estado y la promoción de la igualdad y la justicia social. Pero no lo sentimos, porque nadie nos propone lugares donde celebrar nuestra unión, ni canciones para cantarla, ni días en los que honrarla, ni símbolos que nos permitan expresarla. Habría mil motivos para hacerlo, porque los cafés de Praga son iguales que los de París o los de Roma. Porque nuestra música clásica y contemporánea suena igual de europea en el Este y el Oeste. Porque los centros históricos de cualquier ciudad europea son inequívocamente europeos. Y porque culturalmente somos una comunidad mucho más parecida a la que forman los chinos entre sí, o mucho más consolidada que la que componen un neoyorquino y un ciudadano de Texas.
Construida con ciertos complejos tras las II Guerra Mundial, en un momento histórico en el que se reforzaba la idea del Estado-Nación, la Unión resultó ser demasiado práctica, demasiado fría. También demasiado generosa en el papel que asignaba a los Estados miembros. Y demasiado elitista. En cuanto llegó la crisis económica, la identidad europea se resquebrajó, y es probable que dentro de un par de semanas, en las elecciones al Parlamento Europeo, la extrema derecha nacionalista logre ser un grupo importante en Estrasburgo. El grupo que tratará de boicotear cada iniciativa que diluya la soberanía de los Estados en favor de una soberanía europea, hoy ya en decadencia.
Si los europeístas no ponemos también medios para el refuerzo de los trazos emocionales de nuestra identidad, si no inventamos nuestra “nación europea”, como antes los españoles inventamos la española o incluso los madrileños una pequeña identidad madrileña, con sus banderas y sus cánticos, con sus desfiles y sus tradiciones, los nacionalistas nos despertarán bruscamente del sueño. El de la unidad de la comunidad más prometedora que hay en este momento sobre la tierra. Ese sueño nuestro es la pesadilla de Trump, de Putin y de China, por supuesto, que prefieren vernos divididos y enfrentados.
No es una broma. España o Francia o Portugal no pintan nada solos en el tablero del mundo. Sólo una verdadera Unión Europea, expresada también en sus ritos y sus liturgias, puede mantener las cotas de desarrollo social, económico y cultural que los europeos hemos logrado en los últimos 70 años.
Las naciones son realidades inventadas, construidas a través de elementos palpables. Las niñas y los niños estudian su historia en las escuelas. Hay una bandera que se honra, unas tradiciones, y un himno que se escucha con respeto. Hay una música nacional y fiestas populares en las que el pueblo celebra su unión.