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Sin garantías no hay democracia

Desde los clásicos es bien sabido que la democracia, compleja y resbaladiza como ella sola, puede nombrarse y apellidarse de muchas maneras, pero todas tienen un elemento común: la articulación –con más o menos éxito y exigencia– de un sistema de poderes y contrapoderes que actúan como garantía. La garantía es, por tanto, un aspecto esencial de la democracia.

Sobre estas abstracciones y otras parecidas andaba yo divagando cuando la actualidad me ha regalado varios ejemplos en los que esas garantías han saltado por los aires. En primer lugar –lo habrán adivinado–, el procés catalán y la posible convocatoria de referéndum el 1 de octubre. Si por algún sitio han perdido posibles simpatizantes los partidarios de la desconexión ha sido por el de la falta de garantías. No pocas voces de la izquierda, firmes partidarias del derecho a decidir y con diferentes opciones de voto al respecto pero que tienen claro que quieren votar, han manifestado su rechazo a esta posible convocatoria por la clamorosa ausencia de reglas del juego claras. Desde Podemos han dicho en ocasiones que apostaban por un "referéndum de verdad"; es decir, con normas y condiciones democráticas previamente acordadas. En el mismo sentido se manifiestan, con argumentos y desde ángulos distintos, Joan Subirats y Manuel Cruz en sendos artículos de Tinta Libre. Garantías en este caso supondría establecer esas las reglas del juego, ver qué mínimo de participación es necesaria, con qué mayoría se adoptarían qué decisiones (entendiendo que no podría ser con el 50% más uno de los votos emitidos), cómo se confecciona el censo, etc. Que en algunas ocasiones –como argumentan con razón los partidarios de la independencia– estos criterios no se hayan seguido en España en actos fundamentales como los relativos a la propia Constitución no quiere decir que se trate de una buena práctica.

Por contra, la ya conocida Ley de Claridad canadiense, consiguió precisamente eso: pactar las reglas del juego para votar con garantías. Si todo el tiempo que se ha empleado en este país en negar la evidencia de la necesidad de un referéndum en Cataluña sobre su relación con el Estado, se hubiera empleado en clarificar las condiciones, se podría ir a un referendo ordenado y capaz de dar una salida al actual conflicto.

Las garantías –o la falta de ellas– protagonizan también buena parte de los enfrentamientos internos de los partidos, en los que se crean comisiones de garantías precisamente para dirimir esas tensiones. Por eso ha causado tanto revuelo que la dirección de Podemos haya abierto un expediente a la presidenta de la comisión de garantías tras emitir un informe contrario a la propuesta de Reglamento que había planteado la Ejecutiva. Sin entrar en la cuestión de fondo sobre si el Reglamento se atenía o no al documento aprobado en Vistalegre II –que parece que no–, la apertura de ese expediente a la presidenta de la comisión de garantías pone en duda la concepción que sobre la misma tienen sus dirigentes, y la falta de pesos y contrapesos básica en cualquier organización. El ranking de calidad democrática de los partidos políticos que elabora el think tank Más Democracia incorpora esta variable preguntando por ella de forma explícita: "¿Existe una Comisión de Garantías de los derechos de los afiliados, o un Tribunal Interno, con suficientes garantías de independencia respecto al órgano ejecutivo?, ¿se elige con criterios diferentes a los de los demás órganos del partido?".

Garantías es también lo que se ha echado en falta en el otro conflicto por excelencia del verano: el de la huelga de trabajadores de El Prat. ¿Cómo garantiza la Administración pública, que privatiza un servicio fundamental, que dicho servicio se prestará en las debidas condiciones si el criterio que se prioriza en el pliego de licitación es el del precio por encima de cualquier otro? ¿Y cómo se garantiza en el caso de estos servicios el derecho a la huelga y unas condiciones de trabajo dignas? A la vista de lo sucedido, la Administración no asegura ni la adecuada prestación del servicio ni unas condiciones laborales dignas. En su lugar, lo que sí ha demostrado este gobierno es su incapacidad para gestionar conflictos y procesos complejos: en primer lugar, sustituyendo a los trabajadores por la Guardia Civil, lo que resulta un tanto surrealista si entendemos que se trata de un conflicto laboral que para nada comprometía la seguridad del Estado. Y por otro lado, acudiendo a un laudo arbitral de obligado cumplimiento, considerado uno de los últimos recursos cuando todas las modalidades de resolución pacífica de conflictos se han agotado, cosa que aquí no ha sucedido. Dado que en estos momentos se está tramitando una nueva Ley de Contratos del Sector Público, donde al parecer se incorporan distintos criterios de valoración según los cuales el precio no tiene tanto protagonismo y se establecen mayores garantías en la subrogación, sería el momento de introducir auténticas cláusulas sociales y ambientales en los contratos públicos que garantizaran condiciones laborales dignas y una óptima prestación del servicio.

No es equidistancia, es evitar trampas para elefantes

No quiero cansarles ni aburrirles –porque ejemplos habría muchos–, pero no por ello voy a dejar de nombrar a uno de los casos de menoscabo de las más elementales garantías democráticas que hemos visto este verano: la detención del periodista Hamza Yalçin y su posible (esperemos que no) extradición a ese agujero negro de las garantías democráticas que es Turquía.

Y por supuesto no me olvido de Juana Rivas, a la que el Constitucional ha rechazado el recurso de amparo por considerarlo "extemporáneo" al presentarse fuera del plazo, sin entrar por tanto a valorar el fondo. ¿Qué garantías le ha ofrecido este sistema a Juana y a sus hijos?

Son sólo unos casos, pero los suficientes para ver la importancia de los pesos y contrapesos, y de las garantías imprescindibles para poder hablar de Democracia.

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