En Transición

¿Un gobierno radical?

En el listado de amenazas y malos augurios que ha ido lanzando la derecha conforme se confirmaba el gobierno PSOE–UP, lo que más eco ha tenido ha sido la calificación de este ejecutivo como "radical". Con peligrosos comunistas, anti-sistema y quincemayistas, el gabinete está, para sus detractores, más cercano a los regímenes totalitarios de corte soviético que a la socialdemocracia europea. Es obvio que tal afirmación no resiste un mínimo análisis, y por si hubiera dudas Pedro Sánchez se ha encargado de equilibrar su equipo incorporando nombres de las zonas más templadas del espectro ideológico.

Con el ánimo de poner en perspectiva el presente intento de provocar el pánico, puede ser interesante viajar 40 años atrás y recordar algunos de los aspectos del discurso de investidura de Felipe González en 1982, ante el cual la derecha del momento reaccionó con similar virulencia que ahora. Pocos dudaron entonces de que se estaba ante el discurso de un líder que indiscutiblemente se situaba en la socialdemocracia. Por contra, si algunas de sus palabras se oyeran hoy, muchos las tildarían de "leninistas" o "bolivarianas".

Al repasar aquel discurso de Felipe González hay dos cuestiones de carácter general que llaman la atención. Por un lado, la constatación de que persisten debates que nos han acompañado durante cuatro décadas: el modelo territorial, la lucha contra el desempleo, la estructura económica y la cuestión fiscal, la reforma de la administración, etc. Y por otro, que entonces como hoy la composición del Congreso de los Diputados reflejaba un momento de cambio importante. González no dudó en señalarlo: "Para constatar lo que afirmo basta contemplar esta Cámara, y comparar su composición con la de hace pocas semanas. Nuestro pueblo ha querido otras cámaras, otras leyes, otros modos, otros contenidos de gobierno y lo ha querido con tal sabiduría y con tan clara conciencia cívica que nuestro primer deber, el deber de todos nosotros, consiste en interpretar con acierto, esa voluntad popular. El pueblo ha votado el cambio y nuestra obligación es realizarlo; un cambio hacia delante, un cambio sintonizado con el futuro, un cambio hacia una España que progrese en paz y libertad". Recuerden lo que decía Sánchez al respecto en su reciente discurso del pasado 5 de enero: "Pero las elecciones arrojaron también, señorías, otro resultado sobresaliente: los españoles, al elegir a sus representantes, repartieron sus preferencias entre 19 fuerzas políticas diferentes. El mayor número de partidos representados en la Cámara Baja desde el inicio de nuestra democracia. Esa es la voluntad de los españoles y nos corresponde a nosotros, a todos nosotros, traducirla en Gobierno. Insisto, no somos nosotros quienes hemos decidido la conformación de esta Cámara, han sido con su voto los españoles. Y a nosotros nos corresponde traducir su voluntad en gobierno y no en bloqueo".

Huelga decir que entre 1982 y 2020 la situación internacional, las derivas económicas, la construcción de la Unión Europea, la revolución digital, los cambios educativos, culturales, etc, han hecho de España un país absolutamente diferente. No traigo a colación el discurso de investidura de González para señalar las medidas concretas, sino para tomar perspectiva y comprobar cómo, lo que entonces decía un socialdemócrata, si hoy se afirmara por parte de cualquier miembro del gobierno sería tachado por las derechas políticas, sociales y mediáticas de "incendiario y radical". Vamos por partes.

El posicionamiento sobre la identidad nacional, cuyo debate nos acompaña desde el siglo XIX, en 1982 fue uno de los tres principios sobre los que González quiso basar su discurso. "La unidad nacional –afirmaba–, que se fortalece con la diversidad de nuestros pueblos, con las preferencias de los grupos, con las singularidades propias de este rico y variado mundo que llamamos España, no sólo no excluye esas diferencias, sino que, al contrario, la unidad se vigoriza gracias a la autenticidad con que son vividas por sus portadores humanos. Unidad, por tanto, en el sentido creador de estimularnos y potenciarnos unos a otros, precisamente porque somos diferentes, nunca en la interpretación negativa de antagonismos o luchas destructoras". ¿Qué dirían hoy los conservadores, e incluso algunos dirigentes socialistas de esta concepción de la diferencia como algo positivo para construir unidad en la diversidad? La idea de esa "España tal como es" enunciada por Sánchez no llegó a tanto: "El marco de organización territorial previsto en nuestra Constitución en su título VIII ha permitido que territorios silenciados durante décadas tuvieran al fin una voz clara. Ha permitido el libre desarrollo de las identidades nacionales dentro de nuestro marco constitucional. Ha perfilado España tal y como es, plural, diversa y democrática, completa de matices que nos enriquecen a todos", explicó el presidente del Gobierno.

En el ámbito económico las palabras de González harían correr hoy ríos de tinta en los ámbitos empresariales y financieros. Decía en el 82: "El paro es un castigo moral inmerecido, además del castigo material que impone la penuria a quienes lo sufren. Y el hecho de que sea una plaga prácticamente mundial, agravada en España en comparación con los países desarrollados, no nos dispensa de combatirlo tenazmente. En esa lucha prioritaria emplearemos todos nuestros instrumentos disponibles, todos los esfuerzos, desde la inversión creadora de empleo hasta la modificación y reducción de los horarios; desde los reajustes de técnicas y de sectores hasta apoyos públicos a contratos para los sectores que encuentran más dificultad para acceder a un empleo; desde la ayuda a la readaptación de los trabajadores a nuevas tareas, hasta la aplicación de estos medios en el campo de la empresa privada como en el sector público (...)".

Y seguía: "No perderemos la menor oportunidad para crear trabajo. Cuando sea inevitable sectorial o temporalmente el paro, pondremos en juego la solidaridad de todos para no colocar en una situación de desamparo y de miseria insostenible a quienes se vean reducidos a él, de la misma manera que combatiremos el fraude laboral con todas sus formas de picaresca que degradan a quienes se ven implicados en ellas, ya sean trabajadores o empresarios. Esa picaresca, como el fraude fiscal, la evasión de capitales y otras formas de delitos relacionados con la actividad económica, serán perseguidos con el rigor a que obliga la ley y con la dureza que merecen las actitudes punibles de egoísmo insolidario. Las acciones que se requieren no pueden ser obra solamente del Gobierno, sino que exigen un cambio en la actitud de toda la colectividad. Nadie piense tampoco que el paro va a reducirse entregando la tarea de solucionarlo solamente a los mecanismos automáticos del mercado. Estos automatismos nos llevarían más bien a un enorme aumento de la desigualdad social, a la descomposición social de un egoísta sálvese quien pueda". Ante tales reflexiones, casi nadie dudaba en aquel momento de la capacidad de la política para hacer posibles y reales los cambios planteados. Hoy no faltarían quienes hablarían de "intervencionismo" e "inaceptable injerencia" de lo público en los negocios privados.

Algo similar ocurre en relación a la función dada a la Administración Pública. Sigamos escuchando a Felipe González: "Cabe anticipar que la perspectiva con que contemplamos el gasto público hará de este cambio una de las armas más eficaces para combatir la injusticia, al tiempo que promoverá el progreso económico. No debe interpretarse esta última afirmación como una orientación intervencionista que menosprecie la iniciativa privada o exagere la confianza en las potencialidades del sector público. Concebimos el sector público mucho más que como un estímulo para el conjunto que como un elemento suplantador de las iniciativas sociales, además de cómo un procedimiento de asignación de recursos de la máxima importancia por sus funciones redistribuidoras, indispensables para corregir las desigualdades que subsisten en nuestro país".

En el terreno de lo social y laboral, es imposible no asombrarse al leer esto y pensar que se decía desde la tribuna de oradores en 1982: "Por eso de la mejora de la gestión de la Seguridad Social, en general, y de los distintos tipos de prestaciones haremos objeto de una consideración especial, según lo previsto por nuestro programa electoral. Muy concretamente, el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones será garantizado mediante una Ley de Revalorización Automática de las mismas. Se crearán también mecanismos institucionales y no solamente económicos para el establecimiento de un marco democrático de relaciones laborales y se tenderá al mantenimiento del poder adquisitivo de las rentas salariales. Se contribuirá así a reducir las tensiones de toda negociación, y el trabajador y la empresa podrán plantear sus problemas y adoptar sus previsiones más racionalmente". Entonces, como ahora, una parte importante de la derecha vio en la negociación colectiva una amenaza a la economía, pero la descalificación y negación de los derechos de los trabajadores apenas alcanzaron el volumen y la crudeza actuales.

El poder está en el diccionario

En materia de vivienda, una de las señas de identidad de las nuevas izquierdas, no se dudaba en los inicios de la democracia en hablar de intereses especulativos, que hoy como entonces gobernaban el urbanismo de muchas ciudades, pero a los que ahora se procura dejar fuera de todo debate. "En lo que respecta a la vivienda –dijo Felipe González–, la política prevista supone la creación de una infraestructura suficiente, capaz de generar las condiciones necesarias para la actividad constructora, junto con una serie de mejoras, sobre todo en las financiaciones de compra, así como la promoción pública para el alquiler. Sin embargo, en este campo como en otros, quisiéramos llevar al terreno de los hechos la aplicación de nuevas ideas y la reducción de costes mediante planeamientos y diseños adecuados, que muchas veces son ya conocidos por los técnicos, pero cuya aplicación se ve retrasada por los intereses especulativos, desde las condiciones jurídicas de la propiedad del suelo hasta las defectuosas regulaciones urbanísticas. Introducir las modificaciones precisas para eliminar trabas a la política de la vivienda será un aspecto importante de la reforma administrativa".

Finalmente, aunque el análisis podría ser más extenso, en aquel discurso del 82 llama la atención la mención explícita a la educación como un igualador de oportunidades sociales: "Por otro lado, no se trata sólo de incrementar y mejorar en general, sino también de contribuir una vez más a la equidad y a la justicia. Persisten en España profundas diferencias entre clases y sectores en cuanto a los niveles educativos avanzados y, lo que es más penoso, esas diferencias se transmiten de padres a hijos. Estudios realizados entre nosotros permiten afirmar que los hijos de cuadros superiores han tenido veintiocho veces más oportunidades de llegar a la Universidad que los hijos de los trabajadores modestos. Nuestra política educativa tenderá, como en todos los países democráticos, a nivelar las oportunidades".

He aquí unos cuantos aspectos que podrían acompañarse de un mayor análisis, pero suficientes para tomar perspectiva. No se trata de valorar lo que ocurrió, para bien o para mal, después del 82, ni mucho menos de dilucidar si hoy el programa de aquel Gobierno socialista sería válido, ni de juzgar el que ahora propone el primer ejecutivo de coalición de nuestra democracia reciente. Es más bien una demostración de que el miedo que algunos sectores están alentando ante un "gobierno radical" se basa en aspectos incluso menos izquierdistas, radicales o revolucionarios que los que Felipe González, poco sospechoso de antisistema, lanzaba desde la tribuna de oradores en el año 1982.

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