Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
El PSOE de Sánchez no se lo puede permitir. Y España tampoco
Semana intensa para el PSOE la pasada, con lecciones y retos que van más allá de un resultado electoral o un escándalo de corrupción. El PSOE que dirige Pedro Sánchez no es el PSOE de los 80, 90 o de la primera década del siglo XXI. El PSOE de Pedro Sánchez es hijo de una revuelta contra las élites que estalló en el 15M, nació recorriendo territorios en unas primarias desafiando a su propio establishment y los lastres que arrastraba, inició un relevo generacional y llegó al poder de la mano de una moción de censura contra la corrupción.
Ese PSOE lleva casi seis años gobernando y ha llegado al momento de madurez. Si el hiperliderazgo de Pedro Sánchez ha posibilitado su llegada a La Moncloa y una lectura acertada del momento social y político del país, también ha vaciado la estructura territorial, se ha alejado de la realidad de cada federación y ha dificultado que surgieran nuevos líderes con implantación territorial y coherencia con el partido. No es la única formación que adolece de estos males, pero eso no exime de subrayar los problemas que supone. Con la excepción de Cataluña, por lo que tiene de diferente en casi todo, Asturias y Castilla-La Mancha donde aún gobiernan, y en cierta medida Navarra, cuesta ver a un PSOE fuerte en el resto de las Comunidades Autónomas y, sobre todo, a un partido cohesionado y con suficiente coherencia. En Galicia se ha comprobado de forma clara, con una pérdida de 45.000 votos que se han refugiado en el BNG. No busquen en amnistías ni en connivencia con los nacionalismos respuestas fáciles. El problema es de mayor calado y ahonda en la falta de proyecto socialista para muchas comunidades autónomas.
Ligado a esto, esta semana ha saltado a los medios el caso de corrupción de Koldo García. Sumado al de Tito Berni, son dos casos en un año que muestran que queda mucho de las viejas estructuras de ese PSOE que se quiso transformar. Personas alrededor del partido que hacen carrera política sin coherencia alguna entre su formación y el cargo que acaban desempeñando, que tan pronto son conductores como consejeros de Renfe, y que se mueven con soltura por las zonas más oscuras del poder, no pueden formar parte de ese PSOE que llegó a La Moncloa izando la bandera anticorrupción.
Si el hiperliderazgo de Pedro Sánchez ha posibilitado su llegada a La Moncloa, también ha vaciado la estructura territorial, se ha alejado de la realidad de cada federación y ha dificultado que surgieran nuevos líderes
El PSOE no se lo puede permitir, y España tampoco. Contra lo que es una opinión muy extendida, España no es un país corrupto. Nadie desliza un billete de 50 euros en la mesa de la doctora para que le recete antibióticos, ni mete dos billetes de 20 en el bolsillo del policía municipal cuando le van a poner una multa. La corrupción en España está muy localizada en unas élites políticas y empresariales, se mueve alrededor de los contratos públicos, e implica siempre a una trama – más o menos grande– imprescindible para que la complicidad necesaria fluya. La opinión pública, además, ha cambiado en los últimos años. Según el CIS, la percepción que la ciudadanía tenía de la corrupción como uno de los grandes problemas alcanzó su máximo a finales del 2014 y, a partir de ahí –y en especial con la moción de censura del 1 de junio de 2018– emprendió una senda descendente. Esto, si bien es una buena noticia, no es suficiente. Cuando, en lugar de a la ciudadanía, se pregunta por este asunto a los expertos, como hace Transparencia Internacional, se ve a las claras que España está estancada en la lucha contra la corrupción. En su último informe se evidencia la necesidad de poner en marcha no sólo iniciativas legislativas, sino la implementación de mecanismos de control, integridad, transparencia y rendición de cuentas. Un imperativo para las instituciones y también para los partidos, esas extrañas criaturas de naturaleza jurídica privada pero indudable función pública que, guste o no, son claves en las democracias.
Dos desafíos entrelazados, por tanto, los que esta semana ha dejado al PSOE de Sánchez. No puede no abordarlos y ha de hacerlo con la máxima urgencia. Como él mismo decía, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Y cuanto antes.
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