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En Transición

El violeta y el verde necesitan al rojo

La derecha anda despistada. En cierta medida, porque ¿quién no lo está hoy? Pero el discurso conservador, en España, va dando muestras de tener dificultades para captar lo que se mueve. No me refiero a estrategias electorales que nadie comprende ni al hecho de tener que aprender a convivir con dos más en el mismo espacio, sino a la dificultad que muestra a la hora de entender fenómenos como el feminismo.

Según los ideólogos de las formaciones conservadoras la izquierda está alentando movilizaciones como la del 8 de marzo o el movimiento de los jóvenes por el clima como sustitutos de una supuestamente fracasada lucha de clases. Como el marxismo ya no tiene sentido –se viene a decir-, ahora los progres se dedican a movilizar sectorialmente en torno a temas como el feminismo o el ecologismo. Notable desenfoque.

El ideario feminista y el ecologista tienen muchas cosas en común, cada día más visibles. Entre otras, que ambos ponen el acento en la interdependencia. Somos seres dependientes del planeta en que habitamos y que nos provee de alimentos, aire, agua y todo lo básico para la vida, dice el discurso ecologista. Y además, nos dice el feminismo, somos interdependientes unas personas de otras, no podríamos vivir aislados, sino que somos seres sociales que se necesitan mutuamente. La profesora Rodríguez Palop lo cuenta en su reciente trabajo Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha.

Ambos idearios suponen en sí mismos una revolución en el imaginario dominante. Y, en el plano de lo concreto, la puesta en marcha de unas transiciones que están más avanzadas de lo que parece. Transiciones que necesitan el replanteamiento de las maneras de relacionarnos y unas políticas públicas que actúen de palanca para cambiar el rumbo de la forma más rápida y eficaz posible.

Cambios de semejante magnitud no pueden hacerse al margen de la idea de justicia, ni olvidando que la desigualdad es una de las principales lacras de nuestra sociedad, ni puede permitirse de ninguna manera que los costes de la transición vayan a cuenta de los de siempre.

La primera apelación a la "transición justa" la hizo el veterano de guerra y pacifista estadonunidense Tony Mazzocchi en 1993, reclamando un "superfondo para los trabajadores" que permitiera el acceso a la educación superior a aquellos trabajadores que perdieran su empleo como consecuencia de las políticas ambientales. Dos años después el presidente del sindicato de trabajadores petroleros, químicos y atómicos dió forma al "superfondo" y en 1997 varios sindicatos estadounidenses y canadienses hicieron suyo el principio.

Una democracia, al menos, formal

Hace ya diez años que las organizaciones sindicales, en el marco de las Cumbres del Clima,  lanzaron la propuesta de Transición Justa, y en la Cumbre de Cancún celebrada en 2010 este concepto se asumió ya en la declaración oficial. "Una transición justa requiere que trabajadores, comunidades, empleadores y Gobiernos tomen parte en un diálogo social para establecer los planes concretos, las políticas y las inversiones necesarias para una transformación rápida y justa. Se centra en los empleos y los medios de subsistencia y en asegurar que nadie quede atrás en la carrera para reducir emisiones, proteger el clima y promover la justicia social y económica", decían en sus documentos. Desde entonces, la Organización Internacional del Trabajo ha venido desarrollando una enorme labor de estudio, análisis y prospectiva para garantizar que la idea de justicia forme parte de la transición ambiental. En España, sin ir más lejos, publicaron hace unos meses este informe en el que se demuestra que la puesta en marcha de las políticas de transición ecológica generará cuatro veces más puestos de trabajo que los que destruirá.

La perspectiva de género no puede permanecer ajena a esta debate, porque si no corremos el riesgo de perpetuar las brechas. Las mujeres solo representan el 32% del total de los empleos del sector de las energías limpias, lo que, si bien supera su participación en la industria del gas y el petróleo donde apenas alcanzan el 22% de los empleos, está muy por debajo del 48% de la participación en el mercado laboral global. Pero no sólo eso. Como señala Ana Belén Sánchez, experta en empleos verdes para Latinoamérica y El Caribe de la OIT, en este artículo, "la desigualdad entre hombres y mujeres en el sector de la producción de energías limpias no solo se da en términos cuantitativos, también cualitativos. Casi la mitad de las mujeres trabajadoras del sector tiene puestos administrativos, mientras que únicamente un 28% del total se desarrolla en puestos de trabajo que requieren de formación en ciencias, tecnologías, ingeniería o matemáticas. Estos últimos son los que, generalmente, disfrutan de mejores salarios y condiciones de trabajo. Las mujeres son minoría también en los puestos de gerencia y de toma de decisiones, lo que implica que sus voces y perspectivas no son consideradas".

Como puede verse, no estamos ante ningún truco para mantener una antigua pero pertinaz conspiración global contra el orden establecido. Frente a lo que los ideólogos conservadores van dejando caer, ni el feminismo ni el ecologismo son un tramposo sustitutivo de la idea de justicia social, ni enmascaran un supuesto abandono de la lucha de clases como método de combate contra la desigualdad. En realidad, las transformaciones ideológicas, políticas y culturales en marcha no pueden prescindir de esa eterna aspiración a la justicia social. Lo estamos viviendo ya en tiempo real: si la transición verde no incorpora el rojo de la igualdad y la justicia, impregnado a su vez de un intenso morado, el resultado son los chalecos amarilloschalecos amarillos.

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