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De estadísticas, principios y liquidaciones

El destino de un cargo público, sea o no político, es dimitir, como el de los seres humanos dejar este mundo. Es, en ambos casos, cuestión de plazos. Se puede durar más o menos, dependiendo de la suerte, la capacidad o quién sabe qué factores propios o extraños, pero si la única certeza del ser humano es que va a morir y no sabe cuándo, la del cargo público es que algún día tendrá que dimitir lo quiera o no, esté o no preparado, haya calculado o no la fecha de ese final.

Esta semana hemos conocido dos abandonos en el ruedo público. En orden cronológico y de relevancia política, la dimisión del ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, y la del presidente de la Corporación RTVE, Leopoldo González Echenique. Este último, decepcionado por las promesas de apoyo incumplidas. El primero, obligado por el parón a la reforma legal que había puesto en marcha. En ambos casos como consecuencia de haber realizado la labor que se les encomendó por parte de quien ahora los ha dejado a su suerte.

De Ruiz Gallardón ya he dicho aquí que era el ministro de Justicia más conservador de los últimos treinta años. Un ministro justiciero y recortador a quien tocó encarar una reforma legal que hasta hace dos telediarios era para Rajoy un compromiso ineludible con sus votantes, pero que dejó de serlo cuando el clamor contra ese desatino empezó a empapar las moquetas del Gobierno y hacer temblar sus cimientos electorales. En ese punto en que la política se convierte en un asunto contable, dejó Rajoy a Gallardón a los pies de los caballos. Y éste, en lugar de hacer un quiebro y esquivarlos, asumió su derrota y anunció su dimisión: “No he sido capaz de cumplir el encargo”. Podía haberse puesto al frente de la nueva manifestación, como han hecho algunos otros compañeros de gabinete casi tan contestados como él. Pero no, tenía decidido dimitir y dimitió. Y ese gesto de normalidad política me parece, en este tiempo de mentiras y corrupciones, altamente loable.

Dimitir, el destino del político, es por aquí un verbo que se conjuga muy poco, una práctica nada habitual entre esa casta a la que tanto molesta que le llamen casta. Por eso vale mucho lo de Gallardón. Como otorgo valor a su disposición al diálogo y el cambio de criterio ante argumentos contundentes que he tenido oportunidad de comprobar personalmente durante el trámite de su proyecto de Justicia Gratuita. O a su insólito respeto a los profesionales de la radiotelevisión pública cuando, siendo presidente de la Comunidad de Madrid, apoyó con hechos la independencia y buen hacer de la mejor Telemadrid de todos los tiempos, esa que se cargó Esperanza Aguirre nada más llegar. No juzgo, relato mi experiencia. Y me parece de ley recordarlo y elogiarlo en el momento en que se marcha de la política, abandonado por quienes en el fondo nunca le apoyaron.

Como a Echenique. El hasta ayer presidente de la Corporación RTVE se va sintiéndose engañado por quienes le pusieron al frente de aquella casa con la intención de liquidarla. Una voluntad en la que él nunca creyó pero que fue siempre la del Partido Popular, por mucho que se disfrazara de intenciones de racionalización o mejora de gestión. Montoro lo había dejado claro desde el principio: no se podía meter dinero en eso de entretener gente.

El camino empezó a abrirlo el PSOE cuando decidió acabar con la publicidad como fuente de ingresos, y lo dejó expedito el PP al modificar la ley que amparaba la independencia de RTVE. En el fondo subyacía el miedo de ambos partidos a una radiotelevisión pública ciudadana y por ello crítica, acostumbrados como están a confundir lo público con lo gubernamental. González Echenique liquidó un sueño, y no se ha dado cuenta hasta ahora de que era lo único que querían de él. Tengo también constancia de sus buenas intenciones, de su intento por mejorar los resultados de RTVE, pero evidentemente estaba demasiado sometido al criterio de quienes finalmente incumplieron sus compromisos porque no creen en la radiotelevisión pública.

Hay algo inquietante y oculto siempre en el mundo de la política. Más aún cuando lo que nos llega de ella es el estrépito de los portazos y la sangre de las víctimas. Queda siempre la sensación de historia incompleta, de final de drama del que conocemos los actores principales y parte del guión, pero no sabemos quiénes de verdad lo escriben y cuáles son sus intenciones. Esta semana, volvemos a encontrarnos ante otras dos historias incompletas, narraciones de un destino inevitable pero evidentemente anticipado al deseo de sus protagonistas. Aunque se nos escapen elementos esenciales de la trama, el argumento principal está clarísimo: el ejercicio del poder contra el deseo de los ciudadanos anticipa el destino de los políticos, más aún si los compañeros de viaje guardan más las estadísticas que los principios.

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