La historia rima
Éxodo rural, turismo y divisas: las raíces del crecimiento español
El nuevo orden implantado por los vencedores en la guerra civil pasó, antes de ser bendecido por Estados Unidos y el Vaticano en 1953, más de una década de hambre, escasez y extremo nacionalismo económico. Burócratas, economistas, industriales y algunos militares defendieron el intervencionismo estatal y la autarquía, con una considerable ineficacia en la administración de la economía y con consecuencias desastrosas para una mayoría de la población.
La corrupción y el estraperlo dominaron ese largo período en el que la mayoría de la población solo tenía acceso a las cantidades de productos básicos que las autoridades les asignaban en las cartillas de racionamiento. Los productores que no querían entregar sus productos a los precios fijados por el Gobierno recurrían al mercado negro para vender a precios mucho más altos. Y los consumidores, ricos y pobres, tuvieron que tomar el mismo camino ilegal para comprar lo más básico —el pan, aceite o leche— o, en el caso de quienes poseían más dinero, para no prescindir de otros productos menos necesarios. Mientras que casi todos los ciudadanos trapicheaban en el mercado negro para saciar el hambre, arriesgándose también a duros castigos si les cogían, los grandes estraperlistas, entre quienes se encontraban políticos y funcionarios del Estado franquista, personas protegidas por el poder, hicieron enormes fortunas. La influencia política daba grandes beneficios a terratenientes, industriales e intermediarios que conseguían evadir las normas de los organismos de intervención u obtenían pedidos extraordinarios del propio Estado.
Ese modelo autárquico llevó a la economía española a una situación sin salida, con un déficit considerable en la balanza de pagos, inflación galopante, y en la que no había divisas para abordar el pago de las importaciones. La reforma de la administración del Estado y el cambio de política económica iban a ser los dos ejes principales de la actuación del grupo de tecnócratas que llegaron por primera vez al Gobierno de Franco el 25 de febrero de 1957.
El nuevo ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, era un abogado católico, miembro del Opus Dei, oficial del cuerpo jurídico militar, que había tenido altos cargos en los sindicatos falangistas. Del Opus Dei era asimismo el nuevo ministro de Comercio, el catedrático de historia económica Alberto Ullastres Calvo. Como López Rodó, la persona que estaba detrás de ese cambio de rumbo, también era miembro de ese instituto secular fundado por José María Escrivá de Balaguer en 1928, empezó a correr la idea, especialmente en los círculos falangistas desplazados, de que el Opus Dei era una mafia católica que conspiraba para hacerse con el poder dentro del aparato político del franquismo.
Después de la Guerra Civil, el Opus Dei reclutó a jóvenes de las nuevas élites en ascenso. Desde 1957, y hasta enero de 1974, esos miembros del Opus Dei ocuparon los principales puestos de la administración del Estado, en la política económica y en los planes de desarrollo. Impulsaron una política agresiva de crecimiento económico orientado a la exportación, racionalizando la administración del Estado e integrando a España dentro del sistema capitalista mundial. Su evangelio fue la racionalización, el desarrollo y la eficacia, sin democratización política y sin abandonar nunca el marco de la estructura política autoritaria. Representaban, por supuesto, los intereses del capital y de la racionalización capitalista, y como su fuente de legitimidad para controlar el poder eran sus conocimientos económicos y jurídicos, expertos como eran en economía y derecho, han pasado a la historia con el nombre de "tecnócratas".
La llegada de los tecnócratas al poder era una respuesta pragmática a la bancarrota económica y desgaste del modelo político en el que se encontraba el franquismo, sobre todo porque el constante aumento de las importaciones necesarias para la industrialización no pudo pagarse con las débiles exportaciones y las reservas internacionales se agotaron. Las principales organizaciones económicas internacionales, encabezadas por el Fondo Monetario Internacional (FIM), aconsejaron la puesta en marcha de un plan de estabilización para la economía española. Pese a que Franco desconfiaba de esos consejos y no entendía nada sobre lo que ese plan significaba, lo aceptó finalmente cuando Ullastres y Navarro Rubio le dijeron que España estaba al borde de la quiebra. El 21 de julio de 1959, apareció el Decreto Ley de Nueva Ordenación Económica, conocido como Plan de Estabilización.
La aplicación de esas medidas, favorecida por una excepcional coyuntura internacional, dio unos resultados inmediatos. La balanza de pagos se recuperó y un año después estaba en superávit. El crecimiento del Producto Nacional Bruto fue espectacular, pasando del 0,5 en 1960 al 3,7 en 1961 y al 7% en 1962. Todos los especialistas coinciden en señalar que el Plan de Estabilización fue el principal causante del crecimiento económico que se inició desde mediados de 1960 y se mantuvo hasta la crisis internacional de 1973. Permitió que la economía española se beneficiase del fuerte desarrollo económico que los países occidentales capitalistas habían comenzado a vivir desde comienzos de los años cincuenta. Los elevados costes sociales de esas medidas, especialmente en lo que se refería al descenso de los salarios y al aumento del paro, encontraron una válvula de escape en la emigración a los países europeos que reclamaban entonces mano de obra.
El avance económico en esos años fue espectacular. Durante los años de posguerra y autarquía, la renta per cápita en España había disminuido respecto a los países más ricos de Europa Occidental. Entre 1960 y 1973, sin embargo, el crecimiento per cápita español fue del 7% anual, muy por encima de las tasas alcanzadas por esos países, lo cual permitió a la economía española reducir las distancias que la separaban de ellos. La renta per cápita pasó de trescientos dólares en 1960 a mil dólares una década después.
Como ocurrió en los países más ricos de Europa, el crecimiento económico español se vio impulsado por la mejora en la productividad, con transformaciones estructurales decisivas, y por la acumulación del capital. Una de las razones que explican esa mejora en la productividad fue la gran transferencia de mano de obra desde el sector agrario a la industria y los servicios. Más de cuatro millones y medio de personas, normalmente trabajadores subempleados en la agricultura, cambiaron de residencia en España durante la década de los sesenta, pasando a ocupar la oferta de puestos de trabajo en los sectores económicos en desarrollo. El sector primario, que en 1960 aportaba una cuarta parte del PIB, representaba sólo un 10% en 1975. La población ocupada en actividades de ese sector pasó de más del 42 por ciento a menos del 24%. La industria, por el contrario, ocupaba al final de la dictadura al 37% de la población, y los servicios, que aportaban en 1975 la mitad del PIB, se convirtieron en la actividad económica con más trabajadores.
La apertura de la economía española al exterior actuó también como fuente de crecimiento. El aumento de las exportaciones siempre fue menor que el de las importaciones, pero ese desequilibrio pudo financiarse gracias a las remesas enviadas por los emigrantes, a las inversiones extranjeras y a las divisas proporcionadas por el turismo.
El flujo migratorio al extranjero, principalmente a Francia, Suiza, Bélgica y Alemania, que llevó entre 1960 y 1975 a tres millones de españoles a residir en esos países por motivos de trabajo, proporcionó una importante fuente de ingresos, más de siete mil millones de dólares durante ese período, con el que se financió más del 50% del déficit comercial. Los españoles se iban a trabajar a otros países y los ciudadanos de esos mismos países venían como turistas a España. El número de turistas extranjeros se multiplicó por ocho entre 1959 y 1973, pasando de poco más de cuatro millones a casi treinta y cinco. Y los ingresos de divisas aumentaron desde 296,5 millones de dólares en 1960 a más de 3.400 millones en 1975, que permitieron financiar más de un tercio del total de las importaciones.
El crecimiento industrial, siguiendo la tendencia marcada desde comienzos del siglo xx, se concentró en el triángulo Barcelona, Vizcaya, Madrid, con importantes consecuencias para la distribución regional de la población: esas áreas industriales y las ciudades del Levante recibieron cientos de miles de emigrantes, mientras que amplias zonas de otras regiones, especialmente de Andalucía, de las dos Castillas y Extremadura, se despoblaron. La población española aumentó diez millones en las cuatro décadas de la dictadura, pasando de veintiséis en 1940 a treinta y seis en 1975, debido sobre todo al descenso brusco de la tasa de mortalidad, pero el fenómeno más relevante fue el trasvase masivo de población del campo a la ciudad, el llamado éxodo rural, que transformó a la sociedad española.
Ese modelo de crecimiento acelerado entró en crisis en Europa a partir de 1974, causada sobre todo por la súbita subida del coste del petróleo impuesta por los países árabes un año antes, que encareció las materias primas y los alimentos, y se sintió en España con especial intensidad justo cuando comenzaba la transición a la democracia, complicando su consolidación y dando alas al discurso, que se escuchó mucho en esos años, de que "con Franco se vivía mejor".
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Porque Franco se atribuyó todo el mérito del desarrollo económico, como había hecho con la neutralidad durante la guerra mundial y la supervivencia durante la Guerra Fría. La propaganda se encargó de extender el mito, como si las inversiones extranjeras, la industrialización, el desarrollo, y hasta la preparación del terreno para que la democracia se hiciera posible en el futuro, fueran obra del dictador. Un mito que ha permanecido entre círculos políticos y periodísticos y en diferentes maneras de difundir la historia de la dictadura. Aquellos quince años de desarrollo levantaron los pilares de lo que hoy se llama la España vaciada y del modelo de crecimiento centrado en el sector terciario y en el turismo.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza