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Muy fan de

Muy fan... del rey

Querida Majestad: ¿Qué tal anda? He sabido de su enésimo paso por quirófano y no he podido evitar preocuparme, soy tan fan.

Madre mía, qué racha lleva usted, don Juan Carlos. Es que, cuando se juntan las penalidades, no hay quien levante cabeza y ¡con lo que debe de pesar una corona!, que se lo digan a las misses...

No crea, yo también estoy disgustada con los acontecimientos reales. Siendo como soy, una niña setentera que creció viendo en el Hola a su familia tan distinta de las nuestras: tan altos, tan rubios, tan deportistas, tan plurilingües; una familia que daba tan buena imagen de España en el exterior, que hasta parecía que aupaba unos centímetros al moreno bajito de las pelis del género landista, comprenderá que no estaba preparada para esta sucesión de líos de palacio.

Cómo ha cambiado el cuento, hace nada le profesaban su cariño incondicional “gentes de cien mil raleas”: comunistas, franquistas y hasta funambulistas. Por no hablar de ese mantra casi unánime: “No soy monárquico, soy juancarlista” que es casi como decir: “No me gustan los Beatles pero soy johnlennista”. Ahora, ya lo ve, le critican hasta algunas señoras vetustas que en los setenta admiraban su estilo de vida y pedían en la pelu un cardado como el de la reina de su casa de usted.

Este país ha pasado de los gritos de admiración a los pitos de abdicación en un tris, ya se sabe que del amor al odio hay un paso más estrecho que la cintura de su nuera. Y sus defensores, que no saben como neutralizar el cocktail de elefante eliminado, yerno imputado, hija emigrada a Ginebra y un toque de Corinna, amiga entrañable, se emplean a fondo en reivindicar su papel estelar en el golpe, como si de Paul Newman se tratara.

Vivimos tiempos de escepticismo general y se nos van cayendo los mitos de antaño. Con los años, todo va perdiendo brillo y esplendor, hasta la dorada Transición que nos presentaban en los institutos ochenteros como “modélica”, ha resultado perder el baño y ahora se evidencia que, tal vez, no era tan maciza como los más románticos creyeron, como esos anillos baratos que debajo del grifo se quedan en un aro de metal y te dejan una mancha verdosa en el dedo para que recuerdes que lo que no está bien hecho, tarde o temprano, canta.

Está la plebeyada que no pasa una, entre el paro, la corrupción y la decepción, los ciudadanos son como los bancos, han retirado el crédito a los políticos y a las instituciones, monarquía incluida. Hace no mucho, su figura parecía intocable y muchos hablaban de “tabú” mediático, porque las escasas críticas se insinuaban entre líneas con una discreción bárbara. Ahora, sin embargo, se diría que alguien ha quitado la espita de la olla exprés y está saliendo a chorro el vapor del queme de la ciudadanía y la sinceridad sobrevenida de los medios.

Y ahí está Majestad, regateando el oleaje como en los mejores tiempos del Bribón y Felipe, su hijo, calentando en la banda en medio del calentón general. Este mismo sábado, mientras usted daba sus primeros pasitos gracias al arreglo provisional que le ha regalado el doctor Cabanela, un colectivo de ciudadanos decidió pasar la tarde cantando bajo la lluvia: “España mañana será republicana”.

Seguro que no se imaginaba tan agrio final de etapa, en eso se parece a muchos pensionistas de este país, que no podrán brindar por alcanzar la meta de su carrera laboral porque tendrían que decir aquello que dijo usted, con campechanía, en un acto oficial: “Levanto mi copa –y al verla vacía, añadió–, que no nos han puesto nada”.

Los tiempos cambian. Quién me iba a decir a mí, plebeya común europea, que un día me atrevería a escribirle a usted, si lo más cerca que he estado de enviar una misiva a alguien de su nivel fue cuando escribí mi última carta a los Reyes Magos, siglos ha…

Espero que le haya gustado que le dedique estas letras y, si no es así, lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir.

A mejorarse. ¡Salud!

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