... Sin entrada para el concierto

Todo lo que sabía de ella me llegó por vía intraamorosa. El pasado verano, mi sobrina de dieciséis me explicaba –con la pasión inconmensurable que le caracteriza– sus motivos para admirar a Taylor Swift. Mi rubia hizo una exposición de argumentos con una convicción capaz de persuadir al jurado popular más escéptico del condado. Hasta me “obligó” a ver el documental Miss Americana en Netflix para que conociera a esa mujer a la que ella, como millones de swifties en el mundo, sigue con devoción. 

Ahora “El huracán Swift ha sacudido Madrid” –si alguien no ha publicado este titular que roza el estilo “ranciofact”, venerado por mi amigo Pedro Vera, me lo pido–. Porque sí, además del viento atmosférico que ha revuelto el polen y ha llevado mi alergia al top ten, otro flujo de aire ha soplado en estos días de concierto

No ha habido un medio que no abordara el asunto. Con la cantidad de temazos que giran como platillos chinos en la pista de la actualidad, Taylor Swift se ha plantado en las portadas, en las tertulias y en los informativos y, por supuesto, en las redes sociales. Y ha sido objeto de sesudos análisis: del económico al musical, pasando por el sociológico “es que la gente joven de ahora… bla, bla, bla”. Este último es el que más me ha interesado, ese que históricamente enfrenta la pasión desbordante de los que empiezan a vivir o están en los primeros kilómetros del trayecto, con la desgana –pelín salpicada de envidia y amargura, a veces– de algunos que están de vuelta y tienen descoloridos los recuerdos de sus pasiones, como entradas de viejos conciertos… 

Si tuviera que escoger la imagen que me llenó de ternura, sería la de las 'swifties' sin entrada que cantaban y bailaban junto a las puertas del estadio. Allí estaban, viviendo el acontecimiento sin verlo, pero con la ilusión intacta

Ciertos comentarios despectivos del fenómeno TS resultan cómicos. Los que no entienden esa pasión desmedida dentro de un estadio pero la viven desenfrenadamente si lo que suena dentro son vuvuzelas. O esos que critican el escaso calado de las letras de Swift, como si todo lo que nos conmueve musicalmente a los que nacimos antes fueran textos profundos y filosóficos. Como si no hubiéramos chapurreado a todo pulmón letras en inglés cuyo significado desconocíamos…

Para recoger una muestra audiovisual del ambiente y hacérselo llegar a mi sobrina –que vive lejos y está en plenos exámenes– y por mera curiosidad personal, no me escondo, aproveché el paseo con mi perra y me di una vuelta por las inmediaciones del estadio, mientras la lideresa de Pennsilvania estaba actuando. La verdad es que no me conmovió tanto el sonido de su voz –que llegaba hasta la calle para amargura de los damnificados por el “ruido del Bernabéu”– como los destellos de unos coros de voces mayoritariamente femeninas y jóvenes.

Pero si tuviera que escoger la imagen que me llenó de ternura, sería la de las swifties sin entrada que cantaban y bailaban junto a las puertas del estadio. Allí estaban, viviendo el acontecimiento sin verlo, pero con la ilusión intacta. Exultantes con su brilli brilli y sus sombreros, coreando en perfecto inglés –en eso superan con nota a la mayoría de sus antecesores– junto a sus amigas y sus amigos. 

Regalando a los que paseábamos por allí un espectáculo fascinante, la exhibición de ese momento vital en que el ser humano tiene a tope la carga de batería de entusiasmo y energía. 

No quise acercarme por no interrumpir su momentazo pero me hubiera encantado decirles que me había alegrado la noche su efervescencia y que me parecían unas auténticas jefazas.

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