Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Ayuso, predicar la excelencia, cohabitar en la indecencia
Ha querido la casualidad que, mientras pensaba cómo abordar el artículo de esta semana, la siempre interesante editorial Capitán Swing tuviera la gentileza de enviarme Los ricos no pagan IRPF, escrito por Carlos Cruzado y José M. Mollinedo, técnicos del ministerio de Hacienda. El libro, de descriptivo título, habla sobre “la amnistía fiscal aprobada por el Gobierno del Partido Popular en 2012 que resultó inconstitucional, la benevolencia del derecho penal con los grandes defraudadores y la disociación fiscal de las personas que, para eludir buena parte del pago de sus impuestos, son al mismo tiempo sociedades”.
Este ensayo, que pretende aportar claves para afrontar el debate tributario desde “una mirada crítica del déficit de justicia fiscal y del discurso demonizador de los tributos”, no puede aparecer en un momento más apropiado. Después de que el Gobierno haya logrado estabilizar nuestra economía mediante medidas de carácter intervencionista, consiguiendo salir de dos crisis inéditas sin necesidad de precarizar el empleo, sería el momento apropiado para que pusiera encima de la mesa una reforma fiscal que permitiera más contribución y por tanto mayor gasto social.
Si España tiene una estructura fiscal similar a la europea pero recauda menos, se debe al incremento de los impuestos indirectos en detrimento de los directos, a la elusión fiscal y directamente al fraude, elementos que no son ni mucho menos generalizados entre toda la población, sino que a menudo se sitúan en la capa social que maneja mayores rentas. Además, eso que se ha dado en llamar ingeniería fiscal, métodos jurídicos que aprovechan cualquier brecha legal para pagar menos impuestos, o directamente el delito tributario, se dan con especial intensidad en la economía improductiva.
Los especuladores, los rentistas, los comisionistas y demás chamarileros del apaño, llevan a cabo un tipo de negocios que nunca tienen que ver con la producción, que no crean riqueza más allá de la que se acumula en sus bolsillos y que carecen de la más mínima inversión para modernizar las fuerzas económicas. Como parece evidente, además, se niegan a tributar según marca la ley por las absurdas sumas de dinero que les reportan sus operaciones, recurriendo a todo tipo de triquiñuelas para engañar al fisco. Lo peor, la sensación que se le queda al ciudadano medio: Hacienda no somos todos.
Ayuso ha manejado un relato que busca enmascarar su proyecto, uno que ha convertido a Madrid en la región más desigual de España, haciéndolo pasar por una aventura donde cada individuo lucha por alcanzar sus sueños
El fraude fiscal cometido por Alberto González Amador, pareja de Ayuso, ha vuelto a poner de manifiesto esta brecha de clase entre los que pagamos nuestros impuestos y los que no los pagan como la manera más natural de proceder. Indigna que González Amador se llevara dos millones de euros en plena pandemia básicamente por tener una buena agenda telefónica. Indigna que pretendiera estafar a Hacienda más de 350.000 euros utilizando un entramado societario que parece escrito para un sainete de Arniches. Pero indigna aún más que su pareja, Isabel Díaz Ayuso, presidenta de una comunidad autónoma, dijera para defenderlo que estaba siendo víctima de una “inspección fiscal salvaje”.
La señora Ayuso es la misma, les recuerdo, que no ha parado de hablar del valor del esfuerzo y la competencia desde que se convirtió, o la convirtieron, en la lideresa de la reacción española. Ha manejado un relato que busca enmascarar su proyecto, uno que ha convertido a Madrid en la región más desigual de España, haciéndolo pasar por una aventura donde cada individuo lucha por alcanzar sus sueños. En realidad lo único que sucede es que una pandilla de selectos apandadores utilizan el dinero de todos para engrasar su maquinaria de chanchullos, que es como se debería llamar a su modelo de “colaboración público-privada”.
Ayuso y su fábrica de maldades, regentada por Miguel Ángel Rodríguez, antagonista galdosiano —zafio, implacable y con olor a puchero—, llevan varios años dándonos la murga con la excelencia y la superación. Lo cierto es que el hermano y el novio de la presidenta tenían negocios opacos con la privatización sanitaria que les han reportado cuantiosos beneficios. Si tú, como nos contaba infoLibre, entregas setecientos millones a Quirón, al margen de lo presupuestado, sin fiscalización del gasto y tomando una operativa excepcional como la regla, y luego te vas a vivir a un dúplex de más de 350m2, que tu novio pagó tras las operaciones con Quirón, puedes predicar la excelencia, pero estás cohabitando en la indecencia. Y esto es una burla a la cara de todos los ciudadanos, los que no te votaron pero sobre todo los que lo hicieron.
Alberto González Amador, comisionista en el negocio de la sanidad privatizada, no es una anormalidad en el modelo que Ayuso promociona en Madrid, es su resumen más ajustado. Es alguien que no es que tan sólo estafara a Hacienda, sino que a juzgar por la alegría con la que gastó el dinero en coches y pisos de lujo, se sentía completamente impune para hacerlo. Cuando Ayuso declaró que este era “un caso turbio de todos los poderes del Estado contra un ciudadano anónimo”, en el fondo lo que estaba expresando era la frustración porque, esta vez, sí les hubieran pillado, conculcando su derecho divino a hacer lo que les da la gana, como les da la gana y cuando les da la gana, es decir, que lo colectivo viniera a frenar su decadente y egoísta sentido del concepto de libertad.
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