Godard, el elogio a lo sublime

En cualquier aspecto de la vida, más cuando uno cuenta con una tribuna pública, tiene que tener claro si lo que va a aportar mejora sustancialmente lo ya dicho o lo ya escrito. En este sentido renuncio, respecto al fallecimiento del cineasta Jean Luc Godard, a trazar un recorrido por su vida, a realizar una crítica de su obra fílmica o un análisis político de lo que significó su cine para la Europa de la segunda mitad del siglo XX. Estoy convencido de que ustedes podrán encontrar piezas excelentes, en este medio y otros, que cubran todos estos aspectos. Por contra, de lo que sí estoy seguro es de que la sensación de orfandad histórica, de tristeza artística e ideológica que hoy he sentido al enterarme de su muerte la ha resumido perfectamente mi amigo Mariano Pinós cuando ha escrito: “un gran rencor que le tengo al mundo es que pudiendo ser una película de Godard prefirió ser cualquier otra ficción mediocre”. 

El cine de Jean Luc Godard yo lo definiría mediante el concepto del elogio a lo sublime, aquello, según el diccionario, que es extraordinariamente bello y produce una gran emoción. Precisando el cine que realizó en la primera parte de su carrera, aquellos años que fueron desde 1959 con Al final de la escapada hasta la disolución del grupo Dziga Vertov, su proyecto –porque si hablamos de Godard, todo era suyo, hasta el exceso– más conflictivamente político. Es decir, a mí, la obra del cineasta francés que me interesa es la que coincide con su juventud porque, seguramente, fue la época en que la mayoría de nosotros descubrimos sus películas. La primera juventud es ese momento de la vida en que uno ha dejado atrás el atolondramiento de la adolescencia para pasar a la arrogancia propia a cuando todo está por ocurrir, cuando todo brilla, cuando todo es, precisamente, sublime. 

El cine de Godard fue estéticamente revolucionario y políticamente bello. Tuvo la suficiente altivez para desafiar las convenciones de cómo se tenían que contar las historias porque sospechaba, correctamente, que esa era la manera de poder representar fielmente el antagonismo. Bien fuera este el conflicto de una persona respecto a la vida pautada, bien fuera este el conflicto de un grupo de obreros frente al patrón, su arrogancia, en blanco, rojo y azul, consistió en remover los planos y las tramas para lograr algo que nunca se había filmado de aquella manera, sí de otras, bien por los constructivistas rusos, expresionistas alemanes o surrealistas franco-aragoneses. Por eso da igual que nos interroguemos por la vida en pareja, Masculino, femenino, o por los procesos que desembocaron en la ola de protestas de 1968, La Chinoise –rodada un año antes–, que las imágenes, singularmente atractivas y por tanto magnéticas, conseguían inquietarnos, removernos, provocar que dejáramos nuestro papel de espectadores para tomar otro que podríamos definir como el de testigos conmovidos.

La primera juventud es ese momento de la vida en que uno ha dejado atrás el atolondramiento de la adolescencia para pasar a la arrogancia propia a cuando todo está por ocurrir, cuando todo brilla, cuando todo es, precisamente, sublime

Además, sería tan absurdo como inútil negarlo, Godard siempre contó con un elenco de actrices tan arrebatadoramente atractivas que era imposible dejar de mirar su pantalla cuando la cinta se exponía a la luz del proyector. Jean Seberg, Briggite Bardot, Macha Méril, Chantal Goya, Anne Wiazemsky, Mireille Darc, Jane Fonda, Marina Vlady y, por encima de todas ellas, Anna Karina, en la que se juntaban las cualidades de la ternura, la displicencia y la sensualidad con una intensidad nunca vista. No se trató, nunca se trató de eso, de sacar solamente chicas guapas en pantalla, sino de dotar de una sofisticación a lo femenino que lo hacía algo único, tanto para enfrentarse contra el capital como hacerlo contra su correlato de una vida burguesa. Que el director fuera luego acusado de tirano, personal o profesionalmente, no resta luego para que el resultado fuera diametralmente opuesto al de la acusación formulada: las mujeres de las películas de Godard pudieron ser fantasía de lo codiciado, pero sobre todo fueron horizonte de lo que se podía llegar a ser. Respecto a ellos, desde Belmondo a los Stones, lo dicho, lo leerán en otra parte.

Godard respondió con decencia a su tiempo tomando posición con sus imágenes pero también con sus actos. Entra ya en el terreno de la mitología el boicot al festival de Cannes que el sábado 18 de mayo de 1968 realizó junto a Berri, Truffaut, Polanski y Malle, su frase, antológica, airada pero también sensata: “Nosotros hablamos de solidaridad con estudiantes y trabajadores, y vosotros de primeros planos o tiros de cámara. Sois unos gilipollas". Años después, aquella acción fue aplaudida, elogiada, narrada mil veces, sospecho, con la intención de reducirla a una anécdota, a un producto de la industria de la nostalgia, con el objetivo de ser desactivada. Lo cierto es que aquel sábado, Godard fue abucheado por el público y los periodistas que esperaban el inicio del festival.  

Después hubo otro Godard, calificado de hosco, huidizo, áspero y voluble. Claro. Porque el mundo a partir de los años 80 ya era otro. Por aquí, ya lo saben, insistimos en que aquel triunvirato compuesto por Reagan, Thatcher y Wojtyla dejó las esperanzas, los horizontes y los derechos en un estado lamentable. Aquella derrota de todo lo digno, aquella restauración conservadora, aquel revival de lo victoriano unido a montañas de cocaína, se extiende hasta nuestros días y, de hecho, no ha sido superada, sino que tan sólo está agotándose, senil e incapaz, esperando a ser sustituida por algo aún mucho peor. No es que Godard se volviera poco agradable, es que es difícil conservar el buen carácter cuando lo excepcional se torna ruinoso. 

La admirable de Godard, lo que realmente tenemos que agradecerle, es que dejó constancia de la época en que lo sublime estaba tan sólo un paso más allá, ese momento donde a la revolución se llegaba en metro. Por eso, cuando se descubre su cine con 20 años se conecta tan bien con el mismo, porque apela al brillo, al descubrimiento, a la furia, a la transformación estética, política y personal. Por todo esto, hay que ser decididamente imbécil para confundir el despertar de las pasiones con la nostalgia. O bien un cínico que ha asumido que las consecuencias de aquella derrota, a la postre, tampoco fueron tan malas porque, total, aunque ahora haya muchas menos películas sobre huelgas, el negocio del entretenimiento tiene a bien hacer caja con todas y cada una de las diversidades, las que existen y las que están por inventar.

Es de ahí, de ese cinismo, de donde parte el último eslabón de la cadena, el del populismo de la mercancía, aquel que atribuye virtudes a un producto cultural por ser masivo, cuando eso tan sólo nos describe su éxito en un mercado, no su carácter netamente popular. De esta manera se encuentra la coartada para acusar a Godard, realmente a quien tenga cualquier aspiración de superar lo pautado, de elitismo. No se equivoquen, esto no es crítica cultural, tampoco una posición popular, menos una de izquierdas, este es el ajuste de cuentas de los mediocres y los clasistas que entienden que el obrero medio no puede emocionarse con nada que esté más allá de lo que la industria ha dispuesto para él. 

Puede que el cine de Godard, hoy y aquí, haya dejado de ser una herramienta válida para los objetivos con los que fue pensado. Puede que la brecha que nos separa de aquel mundo se haya vuelto un abismo, uno del que ya no escapa nada, ni siquiera la luz. Sospecho que esto, sin embargo, sucedía así ya hace diez, veinte y hasta treinta años, sin que eso impidiera que algunos conectáramos nuestra juventud al momento en que el mundo fue joven a través del cine de Godard. No se puede tener nostalgia de lo no vivido, lo que sí se puede, y se debe, es que todos tengamos el derecho y la aspiración de recuperar aquello que brillaba, que era espléndido y arrogante. A reivindicar lo estéticamente revolucionario y lo políticamente bello. A reclamar el elogio a lo sublime. 

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