La metamorfosis de Pedro Sánchez

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En tiempos vertiginosos y volátiles, la evolución de los líderes políticos se produce a toda velocidad. Hemos visto a Albert Rivera pasar en muy poco tiempo de defender tesis liberales y reformistas a abanderar el nacionalismo español más excluyente. Hemos asistido, en cuestión de meses, a la transformación del Pablo Casado estridente y crispado en el Pablo Casado con aires de estadista. También hemos podido seguir el cambio profundo de Gabriel Rufián, un político que defendía la secesión unilateral y que hoy rechaza el aventurerismo y se preocupa por la gobernación de España.

¿Y qué decir de Pedro Sánchez? Su metamorfosis es la más chocante de todas. La historia es bien conocida. Consiguió imponerse a Eduardo Madina en las primarias de 2014, con el beneplácito de Susana Díaz, que puso a buena parte del aparato del PSOE a favor de Sánchez. En sus primeros pasos como líder estuvo marcado por la indefinición. Tras los malos resultados de las elecciones de 2015, de hecho los peores del PSOE desde la muerte de Franco, Sánchez dio un paso adelante ante la inacción de Rajoy y se ofreció al rey para formar gobierno. Tras un acercamiento frustrado a un Podemos en crecimiento, optó por firmar un pacto de investidura con Ciudadanos, que no llegó a ninguna parte por falta de apoyos adicionales. Las elecciones de 2016 volvieron a dar un resultado malo al PSOE, pero Podemos no consiguió adelantarle. Comenzaron entonces las presiones para que el PSOE permitiera formar gobierno a Rajoy. Sánchez, sin embargo, se enrocó en el ya célebre “no es no”.

En el PSOE fueron muchos quienes se empeñaron en facilitarle las cosas a Rajoy, hasta el punto de que protagonizaron una conspiración chapucera para descabalgar a Sánchez de la secretaría general del partido. La reunión del comité federal del 1 de octubre de 2016 quedó grabada en la intrahistoria del PSOE como uno de sus episodios más penosos. Para no ser cómplice de la abstención del grupo parlamentario socialista, Sánchez dimitió como diputado. Y al cabo de unos pocos meses volvió a la batalla de las primarias, enfrentándose a Susana Díaz sin apenas recursos ni apoyos orgánicos o mediáticos.

Durante su segunda campaña de las primarias, Sánchez se presentó como el candidato de la militancia. Con coraje y determinación, se enfrentó a los “poderes fácticos” del PSOE: baste recordar aquel mitin de Díaz arropada por la plana mayor del pasado del partido (González, Guerra, Rubalcaba, Zapatero, Chacón, etc.). En aquel momento, en la primavera de 2017, Sánchez cerraba los mítines cantando la Internacional con el puño en alto. Ganó. Y lo hizo con una cómoda ventaja gracias al perfil rupturista e izquierdista que adoptó.

Con el capital político acumulado por esta recuperación sorprendente de la secretaría general del PSOE, Sánchez se lanzó a la moción de censura y consiguió que el PSOE gobernara en minoría con los apoyos de Unidas Podemos y los partidos nacionalistas, tras siete años en la oposición. Generó una ilusión enorme en la sociedad y también grandes expectativas sobre la posibilidad de un gobierno de coalición. Esas expectativas las alimentó el propio Sánchez durante la campaña electoral de abril de este año. Muchos votantes progresistas se movilizaron ante la idea de un gobierno plural de las izquierdas. A Sánchez le fue muy bien: el PSOE se recuperó en las elecciones de 2018, situándose como uno de los partidos socialdemócratas más sólidos de Europa.

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A partir de ahí, sin embargo, Pedro Sánchez parece haber puesto esa determinación que le ha hecho famoso en acabar con la figura que él mismo había construido. Todo ha ido a peor desde entonces. Aunque Podemos no se lo pusiera fácil, Sánchez ha desperdiciado una oportunidad histórica para constituir un gobierno de coalición, gobierno que contaba con un gran apoyo en la opinión pública (era la fórmula favorita en las encuestas, véase, por ejemplo, aquí y aquí). Ha optado por dejar pasar los meses y volver a elecciones, a pesar de que el Estado se encuentra en una posición muy delicada (seguimos con los presupuestos de Montoro, las autonomías están ahogadas financieramente, se acumulan tres elecciones anteriores, se avecinan tiempos económicos complicados…).

La campaña se ha solapado con los efectos de la sentencia contra los líderes independentistas. El lenguaje del PSOE ha cambiado enormemente en estas semanas. Sánchez y los suyos ahora hablan de un gobierno de coalición con Unidas Podemos como un peligro para España. En el debate del lunes, Sánchez se dirigió en mayor medida a Casado y Rivera para conseguir gobernar tras el 10-N que a Iglesias. Además, el discurso del secretario general a propósito de Cataluña se ha mimetizado con las tesis del nacionalismo español excluyente. Sin ir más lejos, el secretario general del PSOE ha hecho suya la tesis que Ciudadanos repitió machaconamente en las dos últimas campañas según la cual no hay ningún conflicto político entre Cataluña y el resto de España, sino tan sólo un problema de convivencia entre catalanes. Ya ni le coge el teléfono a Torra. En el debate del lunes, Sánchez no formuló ninguna propuesta positiva para resolver la crisis catalana, limitándose a defender la reintroducción en el Código Penal del referéndum inconstitucional (la misma medida que se le ocurrió a Aznar para hacer frente al plan Ibarretxe y que el gobierno de Zapatero, con buen criterio, suprimió). Sus rivales le afearon la incoherencia y le recordaron sus declaraciones sobre la España plurinacional de hace no tanto, pero Sánchez no quiso dar explicaciones al respecto.

Con estos cambios en su relación con Podemos y en la crisis catalana, Sánchez ha destruido a conciencia la imagen que él mismo construyó. Tanto vaivén (de ser el secretario general favorito del aparato a ser expulsado por el aparato, de resucitar como el candidato de la izquierda del PSOE a despreciar a Podemos e implorar el apoyo a Ciudadanos y PP, de reconocer la condición nacional de Cataluña a afirmar que España ya es federal y plurinacional con su sistema autonómico) puede causar un corte de digestión política a muchos votantes. En unos días sabremos si la apuesta de Sánchez ha tenido éxito. Las encuestas (salvo la del CIS) son más bien pesimistas y vaticinan un estancamiento del PSOE, con resultados similares a los del 28-A. Veremos si Sánchez consigue reinventarse de nuevo o si los ciudadanos desconfían de tanto cambio.

En tiempos vertiginosos y volátiles, la evolución de los líderes políticos se produce a toda velocidad. Hemos visto a Albert Rivera pasar en muy poco tiempo de defender tesis liberales y reformistas a abanderar el nacionalismo español más excluyente. Hemos asistido, en cuestión de meses, a la transformación del Pablo Casado estridente y crispado en el Pablo Casado con aires de estadista. También hemos podido seguir el cambio profundo de Gabriel Rufián, un político que defendía la secesión unilateral y que hoy rechaza el aventurerismo y se preocupa por la gobernación de España.

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