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Nada que decir

Os doy la bienvenida a “Nada que decir”. Ya empiezo mal, con una frase que parece un estribillo de una canción de Fito: digo que no tengo nada que decir. Pero hay que saber cabalgar las contradicciones, igual que hace la izquierda cuando la pillan haciendo políticas de derechas.

A ver, que tampoco voy a ser el único sin nada que decir. La carrera política o periodística de muchos de nuestros líderes y referentes se ha basado en esta premisa. Eso sí, parafraseando el lema de las Olimpiadas, no tienen nada que decir pero todo lo que dicen lo dicen “más lejos, más alto y más fuerte”.

Quienes no tienen nada que decir gritan muy fuerte que no les dejan decir nada. Las voces ultraconservadoras se quejan de que están siendo silenciadas y lo hacen con más ruido, más portadas y más horas de emisión que nunca, incluso en programas con marionetas, de cocina o de frikis del Misterio. Igual hay que empezar a plantearse desokupar discursos de odio de la televisión.

En cambio, quienes tienen todo que decir no encuentran micrófonos, todos ocupados con políticos dando polémicas declaraciones para provocar otras polémicas declaraciones que provoquen más polémicas declaraciones a su vez. Un carrusel de provocaciones en un bucle infinito. El “canutazo” que se muerde la cola.

Los expertos están siendo sustituidos por opinadores de Hacendado, expertos de 'Todo a Cien’ que igual te hablan de volcanes, de Puigdemont, del precio del aceite de oliva o de los okupas, sobre todo de los okupas… y lo hacen con una autoconfianza Shameproof, a prueba de vergüenza. El resto ya sufrimos el síndrome del impostor que a ellos tanto les falta. Me imagino a Descartes viendo cómo existen pero no piensan.

“Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir”. Mira, en tiempos de Milei, Ayuso o Trump yo ya me conformo con que lo que vayan a decir no sea una soberana estupidez que estalle el vergüenzajenómetro.

Malos tiempos para la lírica. Eso sí, vivimos en una época en la que tenemos todos los medios a nuestro alcance para socializar nuestra estulticia (siempre he querido poner la palabra estulticia en una columna, es una de mis favoritas. Voy a intentar por aquí rescatar los insultos viejunos). Antes al tonto del pueblo sólo lo conocían en su pueblo, ahora puedes ser un tonto global con miles de likes. ¿Cómo renunciar a ese nivel de fama mundial aunque sea por tu estupidez?

Las voces ultraconservadoras se quejan de que están siendo silenciadas con más ruido, más portadas y más horas de emisión que nunca. Igual hay que plantearse desokupar discursos de odio de la televisión

Se acaba de estrenar la película Un lugar en silencio. Día uno, la precuela de una exitosa saga de terror sobre unas criaturas extraterrestres que matan a cualquiera que emita un sonido. Una metáfora estupenda sobre nuestra sociedad basada en el ruido constante y que a poco que hayas soportado a tu vecino en la playa con el altavoz portátil a todo volumen o en el AVE a un ejecutivo gritando al móvil te hace empatizar muchísimo con estos Aliens. El mejor del reparto es alguien que, justicia poética, no emite un sonido en toda la película: un gato.

Y para que esta primera columna sirva para algo útil, os recomiendo entre el sablazo en el chiringuito y las olas de calor el magnífico ensayo breve de Pedro Bravo: ¡Silencio!. Es un manifiesto contra la prisa, la productividad, el ruido y el exhibicionismo constante para intentar llamar la atención. Una obra imprescindible para volver a la tranquilidad, que ya sabemos que es lo que más se busca.

Como estáis constatando, es un ensayo que he disfrutado mucho pero al que no he hecho ni puñetero caso. ¿Estoy contribuyendo al ruido? Sí. ¿Soy uno más en esta marea global que busca casito? También. Alguien tiene que hacerlo. Como me decía mi amigo y gran guionista, Ángel Cotobal, “para que lo haga un gilipollas o alguien que no tenga ni pajolera idea, hazlo tú”. Seguiremos por aquí diciendo que no tenemos nada que decir.

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