Sucesión del papa
El nuevo papa, bajo el gesto de la provisionalidad
La atención mediática que acapara el nombramiento del nuevo papa no se explica ni por el poder de la figura papal, venido a menos, ni porque los medios comulguen con las creencias que representa el Papado. La explicación hay que buscarla en el glamour de una organización que ha sabido heredar los fastos de los antiguos faraones o emperadores con la particularidad de que los protagonistas del ceremonial no son actores de reparto, sino personas que coinciden con sus personajes. En un mundo como el nuestro en el que sólo se valora del tiempo el instante presente, impacta la presencia de una institución que viene de lejos -tan lejos que en tiempos de internet se comunica con señales de humo, como los indios sioux- y pretende tener algo que decir sobre los tiempos que corren.
La Iglesia católica es una institución milenaria e implantada en todo el mundo, con problemas y sensibilidades inconmensurables. Si a los países europeos o norteamericanos les interesan asuntos como el sacerdocio de las mujeres o la situación de los divorciados, a los países africanos, asiáticos o latinoamericanos, que representan las dos terceras partes del catolicismo, lo que quieren es hablar de justicia, hambre o explotación. Más allá de las situaciones específicas de cada una de las distintas comunidades, el conjunto de la Iglesia está atravesado por una tensión entre la fidelidad al pasado y la vocación de intervenir y cambiar el mundo, con lo que la división entre tradicionalistas y modernos está servida.
El problema es que todo ese peso cósmico recae sobre una única persona. El Papado es una monarquía absoluta que no es hereditaria, como las antiguas, sino que se transmite por cooptación. Cada papa dispone del poder de conformar una selecta gerontocracia que son los electores del nuevo monarca. El sistema electoral propicia el continuismo conservador. Ideológicamente Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger estaban en la misma trinchera. Lo que pasa es que el monarca absoluto imprime carácter. Juan Pablo II, que era un populista, tendía a llenar las plazas (y vaciar las iglesias). A Benedicto XVI, que había sido catedrático, le tiraba más escribir libros y vigilar las opiniones de los demás.
En el pasado la política mundial jugaba un papel en la elección de los papas. Ahora que su peso político es menor, mandan las ideologías. A la muerte de Pío XII se enfrentaron dos bloques irreconciliables que posibilitaron la elección de un outsider, Juan XXIII, que al estar libre de servidumbres tribales, pudo innovar. Eso siempre puede ocurrir.
Es posible que el factor determinante de cómo será el nuevo Papado no se encuentre en la Capilla Sixtina, sino fuera. Algo ha ocurrido, con lo que no se contaba, cuyas consecuencias puede que desborden los planes de los electores, incluso del electo. Me refiero al gesto de la renuncia. De repente aparece en el seno de una organización donde todo es absoluto, el modesto concepto de la temporalidad. Recordemos que para esta Iglesia, Dios es único; la salvación o la condena, eterna; el matrimonio, indisoluble; y las verdades dogmáticas, inmutables. La temporalidad, empero, da a entender que el hombre es finito; su capacidad de comprensión, limitada; el desempeño de los cargos o ministerios, provisional. Si hasta ahora mandaba el dicho polaco “de la cruz no se baja nadie”, resulta que Ratzinger se bajó y si se bajó él también podía desinflarse la retórica absolutista en asuntos referidos al matrimonio, al sacerdocio o a la relación con otras religiones. Si eso ocurre, nada será igual. Ese gesto puede ser el gran protagonista del nuevo Papado.