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Caníbales

“¿Están rotos? ¿Me los están rompiendo?”

Hace semanas que hay un runrún entre mis amigos.

- Tienes que ver Spotlight.

- Tienes que ver Spotlight.

- ¿Has visto ya Spotlight?

- Tienes que ver Spotlight.

Todos lo dicen bajito, como si fuera una conspiración.

Mis amigos son periodistas. Esa generación que conoció a Lou Grant (y, ya pasados los treinta, admiró The Wire), pero que no estudió periodismo por una serie ni por Todos los hombres del presidente, sino porque pensaba (pensábamos) que el mundo se podía cambiar contando la verdad.

“Periodismo es contar lo que alguien no quiere que se sepa”. Esa frase de George Orwell es justo lo que intuíamos a los dieciocho, cuando leíamos a Camus y a Kafka, y éramos unos jóvenes viejos, existencialistas, fumadores de Fortuna.

Ahora que somos viejos jóvenes (vigoréxicos, exfumadores, bebedores de alcohol caro) y no leemos más allá de nuestro TL, vamos al cine a escondidas, a ver Spotlight en silencio. Y, salimos del revés, claro.

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La historia de los periodistas del Boston Globe que, con tanto esfuerzo y tanto tiempo, contaron lo que siempre habían tenido delante de sus narices, es la historia de lo que quisimos ser y no seremos: relevantes.

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Spotlight cuenta, sin apenas efectismo, sin hacer de los periodistas héroes pero sí personas (esforzadas y falibles), una investigación periodística que duró meses y se publicó en el 2002. Y nos lo cuenta hoy, en el 2016, cuando todo vale; cuando las historias duran lo que aguanta un trending topic y da igual, prácticamente, si son verdad o mentira; cuando Aylan muere todas las mañanas en nuestra orilla, una y otra vez, sin helarnos ya el corazón.

(“Hace falta una tribu para educar a un niño, hace falta una tribu para silenciar su abandono”, dicen en Spotlight).

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¿Qué es el periodismo ahora?

No lo sé (yo soy una infeliz: sigo leyendo a Camus). Sí sé que los periodistas nos miramos demasiado el ombligo del periodismo, en vez de mirar alrededor, a la gente a la que nos debemos.

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Comí el otro día con un amigo abogado y hablamos de Spotlight desde otro lado: desde el lado de la Iglesia. ¿Lo sabían? “Lo sospechaban”, me dice, “pero no se imaginaban ese alcance. Pensaban que eran casos aislados y los mandaban lejos. Cuando lo supieron, juran que actuaron”.

(Como mi amigo analiza mis textos, preciso que esto no es, ni mucho menos, toda la conversación, pero sí la parte que me viene bien contar).

Ojos que no ven, corazón que no siente. Un refrán que aplicamos para desentendernos (un verbo horrible: “desentenderse”). Pero las víctimas no se van.

“Ni son todas de la Iglesia”. Mi amigo, como yo, ha leído Instrumental, de James Rhodes. La historia de un niño roto a los cinco años por su profesor de gimnasia. Roto y solo porque nadie se dio cuenta. Igual que los exalumnos de los maristas de Barcelona, que lloran a los cuarenta lo que no pudieron denunciar a los trece. Igual que el protagonista de la novela de Hanya Yanagihara (A Little life), un hombre destrozado por el silencio y la vergüenza.

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Leo, y leo, y leo: dicen que hay una pauta, una razón perversa; que los hombres (no hombres: ¡niños!) son peores víctimas. Se avergüenzan, se duelen solos, no piden ayuda, no se dejan curar. En la segunda temporada de American Crime, por ejemplo, no hay forma de que se llame violación a lo que sufre un chaval. ¿Por qué? Porque es hombre y podría haberse defendido; porque era gay y podría haberle gustado.

Es el horror.

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Mis amigos periodistas siguen conmocionados por Spotlight. A alguno le he obligado a ver El Club; V. me ha obligado a mí a ver Calvary. Hablan, hablamos, y yo, al llegar a casa, pienso siempre en la madre de James Rhodes. Esa madre que no se dio cuenta de que su hijo se había roto hasta que ingresó, mil años tarde, en un hospital psiquiátrico. Pienso en ella y vigilo a mis cachorros, mientras meten goles, mientras juegan, mientras duermen.

¿Están rotos? ¿Me los están rompiendo?

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