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Segunda vuelta

Almeida, Ayuso, Orban

Pilar Velasco

El desprestigio merecido que ha sufrido la UEFA esta semana con el aluvión de alegatos a favor de la bandera arcoíris compensa las escasas consecuencias que ha tenido para el alcalde de Madrid negarse a desplegar la misma bandera en el ayuntamiento. La UEFA no quería un estadio iluminado, ahora tiene a Múnich y a Europa luciendo los colores. Alemania ha respondido desde todas las instituciones. El empresariado germano ha apoyado el gesto tiñendo sus logos de arcoíris, colores que lucirán en los edificios del Parlamento Europeo, los de la Bundesliga, los monumentos emblemáticos de todo el país y en cientos de banderas ondeadas por los aficionados.

El alcalde Der Rieten es el ejemplo de cuánto puede hacer un representante político cuando decide ponerse al frente de una batalla que ataca el corpus de valores europeos. En este caso, la defensa de la diversidad y los derechos humanos ante las leyes homófobas del país vecino. Su resistencia ha arrastrado al resto en un desencuentro que podía haber quedado en una anécdota desagradable. Y de la acción cosmopolita que quería en su ciudad se ha escrito hasta en el Washington Post.

Europa ha unido rápidamente los puntos y ha reaccionado en tiempo récord. A la respuesta del alcalde alemán le han seguido el resto de instituciones, desde el Parlamento Europeo a miembros del Consejo, desde Angela Merkel a la comisaria europea Ursula von der Leyen. Ante la falsa "neutralidad" de la UEFA, lo que han neutralizado es la homofobia. De lo local a lo supranacional han puesto pie en pared a la agresión de la agenda homófoba del extremista Viktor Orban.

Vivimos tiempos de agresiones constantes, donde los discursos del odio han encontrado su canal conductor en los partidos de ultraderecha. Las nuevas factorías del acoso y la agresión permanente a quienes son distintos y vulnerables. Léase, casi todos: mujeres, migrantes, homosexuales, trans, pobres.

En Madrid, por extensión en España, se están dejando pasar las continuas agresiones que Vox consigue materializar a través de los Gobiernos del PP. En mayo, Santiago Abascal se reunió con Viktor Orban en Hungría y le declaró su referente político. Hace tres años hizo lo mismo con miembros de la administración de Trump. Semanas después, el alcalde de Madrid, Jose Luis Martínez-Almeida, decide no desplegar la bandera arcoíris, justo como había pedido Vox. En la misma semana, Ayuso anuncia la reforma de la ley LGTBI que tanto costó aprobar en 2016, también como había pedido Vox. Ambas reacciones políticas coinciden con la agenda de Hungría.

Almeida, en una actitud frívola y de chascarrillo barato, ejerce como si la alcaldía fuera una asociación de chotis de barrio. El alcalde de una de las principales ciudades europeas, capital de facto del Orgullo durante años, ha sido incapaz de imponerse a Vox y defender la bandera arcoíris elaborada por los colectivos, un gesto institucional que sumaba un consenso absoluto y que celebrábamos como el pistoletazo de salida del verano, la fiesta de la diversidad en su esplendor estival.

Los símbolos articulan los valores que compartimos como sociedad. Al no ondear la bandera arcoíris, Almeida se escora hacia los gestos de los países de nueva adhesión más que a los que han construido Europa. Y para no hacerlo, se acoge a la jurisprudencia del Supremo –como si el alto tribunal estuviera para prohibir banderas gay– frente a la normativa LGTBI del gobierno autonómico. Una ley que obliga a promover y respaldar la celebración de los actos de visibilización y normalización. Una norma que aprobó el PP con Cristina Cifuentes en 2016 e Isabel Díaz Ayuso pretende revocar a instancias de Vox. No deja de ser un doble aviso que lo anuncie su consejero de educación, el futuro responsable de aprobar o frenar el llamado pin parental.

El frente europeo es económico y es moral. Hungría boicotea y controla los medios a través de determinadas leyes y coloca en teatros, universidades, organizaciones culturales a comisarios del régimen para impulsar el neonacionalismo carente de respeto con los derechos humanos. En este contexto, el PP de Madrid, con un resultado electoral que le permite gobernar sin demasiadas facturas, ha decidido impulsar como primeras políticas las mismas de la agenda húngara: el control de los medios públicos, con un decreto para tomar Telemadrid, y la reforma de las leyes LGTBI.

En su obsesión por hacer la guerra a Pedro Sánchez, Madrid está desmantelando en tiempo récord los acuerdos políticos del PP y el PSOE en consonancia con Europa. Cuando parecía que había quedado atrás el PP que intentó ilegalizar los matrimonios homosexuales, se propone en Madrid descafeinar, como poco, una legislación LGTBI que comparten el resto de comunidades y países de nuestro entorno.

Ursula von der Leyen y Angela Merkel, cuyas formaciones están integradas en el Partido Popular Europeo, el mismo de Casado y Ayuso, han sido tajantes con la polémica de la UEFA y las leyes homófobas de Hungría que provocaron la reacción del alcalde de Múnich. La canciller ha sido muy explícita: si limitas la información sobre las parejas homosexuales, afecta a la libertad de educación. La libertad en esencia, no la de Vox.

El PP se está convirtiendo en un partido ininteligible. Alejado dialécticamente de la modernidad y del tempo europeo. Amenazando con políticas que estaban superadas. Anunciando el desmantelamiento de leyes que protegen derechos humanos en lugar de reforzarlas. Frivolizando sobre amenazas que preocupan en las instituciones europeas. En definitiva, un partido que en su competición con Vox se aleja de sus socios. Y que en algún momento, desde Europa, llamará la atención. Ojalá la reacción del alcalde de Múnich haga rectificar al alcalde de Madrid. No es sólo una bandera arcoíris, luchar contra la homofobia es un frente de derechos común.

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