Telepolítica
La responsabilidad de la izquierda ante el chantaje de Vox
PP y Ciudadanos han tenido que negociar el chantaje de Vox y han decidido aceptarlo. La responsabilidad de la izquierda es haberlo permitido. En muchos lugares de España, Vox va a imponer medidas legislativas y va a ocupar cargos de gran responsabilidad que no han ganado en las urnas y que son fruto del simple ejercicio del ventajismo en la negociación frente a PP y Ciudadanos que, según los resultados electorales, son los que de verdad representan mayoritariamente a los votantes conservadores.
Hace ya unos años, Francis Fukuyama acuñó el término Vetocracia. Cuando lo leí por vez primera, no terminé de entender bien su posible aplicación a nuestro país. Estos últimos días, se puede constatar que vivimos inmersos en un caso paradigmático de los demoledores efectos que la vetocracia puede llegar a provocar en un país.
Fukuyama definió este término como la imposición por parte de grupos minoritarios de sus posiciones ideológicas aprovechando el poder coyuntural que puede darle la aritmética electoral. Es decir, aquellos casos en los que una formación, pese a haber obtenido un resultado discreto en las urnas, se convierte en clave para sumar una sólida mayoría junto a un partido mucho más grande. La vetocracia implica que ese grupo minoritario llegue a condicionar las políticas de los partidos con mayor respaldo democrático a través de un simple y directo chantaje.
En el modelo español tradicional, el bipartidismo ya estaba acostumbrado a sufrir la sombra de los llamados partidos bisagra. En este caso, se trataba habitualmente de grupos sin ideología alguna que, colocados en el fiel de la balanza, se ofrecían al mejor postor para desnivelar la situación en favor de uno u otro posible gobierno. Era muy común la extensión de grupos regionales o locales que obtenían gracias a esta subasta pública de su voto una posición privilegiada en la legislatura. En muchos casos, acababan convertidos en pozos de corrupción gracias a la protegida ubicación en la que se situaban. En ocasiones, hemos visto a partidos nacionalistas como PNV o CiU que han favorecido durante años el balanceo de la alternancia en el gobierno del PP y el PSOE colocándose en esa valiosa posición entre ambos.
Ahora estamos en otra coyuntura. Hablamos de grupos como Vox, con una posición ideológica radical que, lógicamente, ha obtenido un resultado en las elecciones municipales y autonómicas acorde con su posicionamiento extremo. En ningún lugar cuenta con votos suficientes como para llegar a gobernar. Sin embargo, el peso de su representación le lleva a ser decisivo para que el bloque conservador pueda superar al progresista. En este caso, aprovechan su protagonismo aritmético para forzar una negociación desde una posición muy por encima de su valor real.
La consecuencia final es que se acaban conformando gobiernos que, en lugar de representar a la mayoría que los ha elegido, se ven obligados a radicalizar sus programas y a promover medidas legislativas impuestas por la extrema derecha. No deja de ser sorprendente que el modelo de fragmentación vivido en la política reciente, lejos de mejorar la representación real de la sociedad acabe por introducir una seria desviación hacia el extremismo.
¿Hay maneras de evitar semejante anomalía? Por supuesto que sí. En realidad, tiene fácil solución. Hay sistemas electorales que resuelven posibles conflictos derivados de la fragmentación con una segunda vuelta que aclare quién es el ganador con mayor apoyo directo de los ciudadanos. Evidentemente, el problema es que parece que en España estamos lejos de conseguir un acuerdo para modificar la legislación electoral que podría corregir este y otros defectos existentes.
Cabría, como medida urgente y necesaria, aplicar el principio democrático de que la deformación de la voluntad popular no es admisible. Cabría la posibilidad de que los partidos que han perdido las elecciones asumieran la responsabilidad de aceptar la conformación del gobierno de sus rivales políticos sin permitir que sean extorsionados desde el extremismo. Una abstención activa implicaría no facilitar un gobierno de distinto signo político, sino evitar la instauración de un gobierno con tintes extremistas que puede derribar los grandes consensos transversales alcanzados tras años de vida democrática.