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Tiempos Modernos

¡Cuánto daño ha hecho el 'Watergate'!

¿Qué sabe usted del Watergate?Watergate Posiblemente lo que la mayoría, incluido yo mismo, antes de que se me ocurriera escribir esta columna: que un par de abnegados periodistas respaldados por un medio de referencia –el Washington Post– consiguieron hacer dimitir a todo un presidente de los Estados Unidos, dando lugar a uno de los mayores éxitos de la historia del periodismo.

Pero el éxito lleva aparejados severos inconvenientes sea cual sea la disciplina en la que se alcance. Uno de ellos es que establece el norte al que ha de apuntar toda brújula de aquel que quiera emular la gesta.

Por lo que respecta al Watergate, sin poner en duda su importancia como hito del ejercicio periodístico, siempre lo he tenido por responsable de algunos de los males de una profesión que no es la mía por más que a veces la haya ejercido como un usurpador. Uno de esos males es el frecuente convencimiento por parte de muchos periodistas de que todo asunto sobre el que informan esconde un Watergate en su interior y que el mundo entero confabula en su contra para que no lo descubra. Esta circunstancia suele transformar el sano escepticismo del ejercicio periodístico en un recelo constante que convierte a muchos de ellos en paranoicos insoportables, tipos desconfiados que todo lo observan con gesto severo y mirada de sospecha como japoneses miopes.

Otro de los males derivado de la mitificación del Watergate es creer que el objetivo del periodismo debe ser el cobrar, de vez en cuando, una pieza política o, al menos, tener una significativa influencia en ella. No creo que la función del periodismo sea necesariamente influir en los acontecimientos políticos sino contar la verdad –o aquello que más se le aproxime– sobre lo que acontece para que el ciudadano, verdadero actor político, decida en consecuencia. Lo otro, esa vocación de que un titular tenga su inmediata consecuencia en un partido o en un gobierno ya sabemos a qué conduce. Hemos visto a determinados medios, frecuentemente liderados por la soberbia de algún periodista de ego descomunal, marcar la agenda política de gobiernos o partidos, en ocasiones con la connivencia de estos, cuando no como rehenes del medio en cuestión.

Aunque es posible que ese relato mítico del Watergate sea sólo una ficción por más que los males derivados del mismo sí parecen tristemente reales.

Joseph Campbell, profesor de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Washington, es el autor de Getting it wrong, un libro publicado por primera vez en 2010 y que hace unos meses se volvió a editar en versión corregida y aumentada. En él se desmontan las exageraciones que han convertido en mitos periodísticos a, entre otros ilustres casos, el Watergate. Campbell advierte que esta percepción equivocada de la labor periodística alimenta estereotipos y distorsiona la idea que tenemos de los medios de comunicación sobrevalorando su importancia y, en consecuencia, minusvalorando la responsabilidad de los políticos en determinados hechos. Respecto al Watergate, Campbell afirma que se ha magnificado la influencia real de lo publicado por el Washington Post en la caída final de Nixon y reivindica la labor e influencia de las instituciones norteamericanas en su dimisión. No es el único que lo dice. Además del propio periódico, que ha insistido en no pocas ocasiones en que la dimisión de Nixon fue consecuencia de un proceso estrictamente constitucional, el propio Woodward ha afirmado: “la mitificación de mi papel en el Watergate ha llegado a tal absurdo como que un periodista escriba que yo, en solitario, hice caer a Richard Nixon. Totalmente absurdo”. ¿Se imaginan a muchos periodistas españoles renunciando a esa inmerecida medalla?

Por qué ha calado entonces esa narrativa heroico-periodística –en palabras del propio Campbell– no sólo en los ciudadanos norteamericanos sino en los del resto del mundo. Para el autor, contribuyó de manera poderosa a su expansión la película Todos los hombres del presidente basada en el libro homónimo de Carl Bernstein y Bob Woodward al que –añado yo– para mayor arraigo del carácter mítico de la hazaña, daba vida en la pantalla Robert Redford. ¿Qué estudiante de periodismo, sea chico o chica, que haya visto la película no querría parecerse a él?

No es la única razón por la que, según Campbell, la idealización del Watergate como trabajo periodístico ha podido echar raíces tan profundas. Otra de ellas es que, como todo buen mito, su simpleza lo hace fácil de transmitir. Frente a la complejidad de un caso que requirió los esfuerzos colectivos de los fiscales especiales, los jueces federales, las dos cámaras del Congreso, la Corte Suprema, así como el Departamento de Justicia y el FBI, la interpretación, no exenta de cierto romanticismo, de que dos jóvenes periodistas a través de citas en garajes subterráneos y mensajes cifrados en los anuncios consiguen acorralar a un presidente hasta hacerlo dimitir tiene clara ventaja.

Otra de las razones sería la presencia de Garganta Profunda y los 30 años en los que la prensa norteamericana volvía repetidamente sobre la posible identidad de este contacto que daba a los periodistas las instrucciones para destapar el escándalo, hasta que en 2005 Mark Felt, número dos del FBI en el momento en que tuvieron lugar los hechos, admitió ser la persona que se escondía tras el celebérrimo seudónimo. En esa labor desmitificadora, Campbell cita a otro estudioso del Watergate y de la labor de Felt, para afirmar que lo publicado por el Post nada descubrió a los investigadores y agentes del Gobierno quienes, al contrario, sufrían al ver en la prensa el fruto de sus investigaciones y que el Gobierno fue siempre por delante de la prensa en sus pesquisas.

Ello debería hacernos pensar en cuánto de investigación hay en realidad en el periodismo de investigación y si muchos de sus cacareados éxitos no tienen su origen en el deseo de venganza de algunos cómplices defraudados antes que a las nobles intenciones de los cronistas y hasta qué punto los medios se convierten en ocasiones en una mera herramienta de quien necesita aventar cierta información para conseguir sus objetivos. Una circunstancia que no debe hacernos cuestionar el efecto benéfico que para la sociedad tiene el hacer públicos determinadas asuntos, pero que contribuiría a una saludable humildad de la que tan falta está cierto periodismo.

Otro de los motivos que enuncia Campbell para la vigencia de esa fabulación está en la condición humana de los periodistas –no muy distinta a la del resto de los mortales– y el halagador relato  que les hace aparecer ante la opinión pública como importantes actores de hechos trascendentales y ratifica la impresión de su poder e influencia en la vida pública.

Aquí merece la pena detenernos para reparar en esa actitud arrogante de algunos periodistas que parecen haber hurtado a los ciudadanos su condición de depositarios del derecho a la información para apropiársela ellos mismos de forma que, a veces, tiene uno la sensación de que es ante ellos y no ante sus votantes donde deben rendir cuentas. Es a los periodistas, a algunos de ellos, a quienes se debe la autoría del concepto “juez estrella”, de tan buen arraigo en el universo informativo de nuestro país. Sería de justicia que el término periodista estrella cuajara también.periodista estrella

Creo que el periodismo sufre algo más que una crisis de formato derivada de la irrupción de las nuevas tecnologías. Nunca el ejercicio periodístico ha ocupado tanto espacio mediático; nunca los periodistas han hablado tanto de su profesión; nunca los consumidores de información se han ocupado tanto de los periodistas; nunca los políticos –con un finísimo olfato para detectar el mal periodismo cuando se hace en su contra, jamás cuando es a su favor– han hablado tanto de periodismo y de periodistas. Pero esa hegemonía del espacio de debate, al igual que ha ocurrido con la política, no se ha traducido en una mayor calidad del periodismo que se practica. Hay profesiones que son muy sensibles al contagio, y entre políticos y periodistas se ha generado una especie de simbiosis que establece una relación directa entre la calidad del periodismo de un país y la calidad de su política. Del mismo modo que hoy pasa por política –en ocasiones alta política–lo que no es más que simplismo, vana palabrería y tertulianeo barato, también pasa por periodismo lo que no es más que petulancia, egotismo y lugares comunes mezclados con unas briznas de información. Por favor, dejen de citar a Kapuscinski e intenten parecerse a él.

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