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Tiempos Modernos

Palos al mono

Quisiera pedir perdón por un tremendo error que de manera involuntaria se deslizó en mi colaboración de la pasada semana, “Boicot ‘light’”, que provocó las justificadas quejas de algunos de los lectores. En ella se manifestaban supuestas opiniones mías relativas al secretario del grupo socialista en el Congreso Miguel Ángel Heredia y al senador de Podemos Ramón Espinar afirmándose, además, que ambos deberían haber dimitido de sus cargos por diversas razones. Del mismo modo, se criticaba en el artículo la oratoria del diputado de ERC Gabriel Rufián. Expreso mis más sinceras disculpas a los tres aunque, dado que la totalidad de muestras de malestar se ha centrado en las apreciaciones –ya digo que, por error, atribuidas a mi persona– sobre el señor Espinar, a él se las debo con mayor razón. Sin olvidar, claro está, a los lectores que son, a tenor de algunos comentarios, los más perjudicados por lo publicado. Insisto, fue un error. En realidad toda la columna lo fue, un texto fallido que jamás debió ver la luz. Si la vio fue por una lamentable concatenación de fortuitas circunstancias.

No recurriré a manidas excusas, tan comunes en deslices semejantes, ni a socorridas frases como “mis palabras se han sacado de contexto”, ni acudiré al cobarde argumento del pirateo informático para explicar por qué esa columna acabó finalmente formando parte de la sección de Opinión de infoLibre. Prefiero no menospreciar la inteligencia de quienes me leen y contar la verdad.

Vivo con un mono. No quieran saber por qué. Es un asunto que tiene que ver con el tráfico de armas y una deuda de juego que alguien no pudo saldar conmigo. Todo estrictamente legal, claro está: el tráfico de armas con IVA y el mono con todos los papeles. La convivencia con el animal no es fácil. El mono –en realidad un chimpancé– es una criatura engreída, egoísta y maniática. En más de una ocasión he querido deshacerme de él pero todos los intentos han sido en vano. No ya por el hecho de que no es fácil encontrar a alguien que quiera hacerse cargo de un animal que erguido mide metro y medio y pesa más de ochenta kilos, sino por el propio carácter del mono. De su difícil temperamento es buena muestra el que la propia Jane Goodall lo expulsara de una de sus reservas por lo insoportable de su actitud. Me lo hizo llegar a casa desde el Congo con una nota: “En mi vida he visto un bicho más asqueroso”, y recomendándome su castración. No exageraba la buena de Goodall: el mono hizo Brazzaville-Madrid en business porque se negaba a viajar en la bodega como era preceptivo y, cuando requería la presencia de la tripulación para satisfacer alguno de sus numerosos antojos, lo hacía tocándose ostensiblemente los genitales y lanzándoles heces. De hecho, uno de los viajeros, un ejecutivo de una compañía maderera que volaba a España para someterse a una cura de estrés y al que Kimbo –así se llama el mono– no paró de morder hasta que accedió a entregarle el iPad, aprovechó una escala técnica para pedir que, por favor, le dejasen viajar en la bodega a él.

Pues bien, la columna de la pasada semana no la escribí yo. La escribió el mono. No sé cómo pudo ocurrir aunque tengo una ligera idea. En casa tenemos dos ordenadores. Yo escribo en un portátil anticuado y pequeñito porque el bueno, el iMac de 27 pulgadas, por no discutir, se lo he dejado a él para que se entretenga haciendo dibujos. No tiene procesador de textos ni conexión a Internet, por lo que ha debido de adivinar la contraseña del mío –“putomono”, así todo seguido– y lo demás pueden imaginarlo: seguramente abrió el Word, comenzó a teclear en un arrebato febril mientras sonreía exageradamente moviendo la cabeza de un lado a otro como hace cuando algo le entusiasma y –sé que suena increíble– el azar quiso que esa concatenación de alocadas pulsaciones compusiera el artículo que ustedes pudieron leer. El resto pueden imaginarlo: otro frenesí de simiescos golpes al teclado que casualmente concluyen con el archivo en el buzón de correos de infoLibre. Sé que lo que cuento puede parecerles una  justificación ofensiva por la improbable contingencia de su complejidad y lo entiendo pero, créanme, a nadie más que a mí puede ofender la humillante circunstancia de que un mono sea capaz de imitar tan bien mi estilo de escritura. Coyuntura esta que, admitirán, aporta solidez a lo que pudiera parecer una loca invención mía para excusar un error imperdonable: ¿Inventaría alguien para disculpar ese error un pretexto que le perjudicase aun más que la aceptación del error mismo?

Otro argumento que tal vez sirva para inclinar definitivamente hacia mi lado la balanza de su credulidad en la veracidad de lo que les cuento es que dado que siendo, como soy, una persona juiciosa y poco amante del conflicto, cómo diablos se me iba a ocurrir a mí criticar nada que el señor Espinar o Pablo Iglesias hayan hecho o pudieran hacer sabiendo el aluvión de reproches –obviamente, merecidos– que, por norma, lleva aparejado un gesto así. No hace falta ser un lince de la política para saber que el criticable es Errejón y que hacerlo puede incluso granjear al autor cotizadas adhesiones de quienes –a diferencia de Kimbo– entienden que es absolutamente normal tomarse dos coca-colas el mismo día que el Senado debate tu propuesta de boicot a esa marca o que alguien lo justifique aduciendo el olvido como causa.

Por eso comprendo a aquellos lectores que se han mostrado ofendidos con la publicación del texto de marras y la vehemencia de algunos de los comentarios con que hacen público su enfado. Del mismo modo, me identifico con aquellos que muestran su enojo con infoLibre por haber permitido la publicación de un artículo como ese. Es un escándalo, una afrenta intolerable. Siento de veras el tiempo que han tenido que dedicar a lamentar que en este periódico se diera cobijo a algo así. Un tiempo que, a buen seguro, habrán tenido que detraer de un mejor uso mostrando, por ejemplo, su solidaridad en algún foro contra la ley mordaza.

Es verdad que habrá puristas que intenten defender lo indefendible arguyendo que, a fin de cuentas, se trataba sólo de un artículo de opinión y que no publicarlo –por más que hubiera sido escrito por un mono, detalle que infoLibre desconocía– hubiera podido suponer un acto de censura. ¡Paparruchas! Nadie está poniendo en duda la libertad para opinar que asiste a los colaboradores de este medio, lo que ofende es que se opine mal. Y es razonable hacérselo saber a quien proceda de manera firme y categórica. Por eso creo justificado, como ha hecho algún lector, advertir a la empresa de la intención de no renovar su suscripción ante la persistencia entre sus colaboradores de autores que no opinan bien.

Es verdad que los puristas podrían señalar que esa exigencia de que todo lo leído agrade al universo personal del lector tiene más que ver con la literatura que con el periodismo y, por tanto, se satisface mejor en las librerías que en los kioskos de prensa; es verdad también que esos mismos puristas –eternos y desocupados tiquismiquis– podrían señalar que en esa comunicación pública de la intención de dejar de sufragar económicamente un esfuerzo periodístico como el de infoLibre hay una velada amenaza, un ligero tufo a chantaje, a castigo ideológico. Nada más lejos de la realidad. Lo que hay es el aprovechamiento de la oportunidad a la que tan frecuentemente alude infoLibre en su publicidad: ser socio de una empresa periodística. Con todos los extras, incluyendo la experiencia premium de sentir lo mismo que algún magnate de los medios de comunicación cuando decide dar un golpe de mano en la línea editorial de la cabecera de su propiedad.

Por último, me gustaría comunicarles que he tomado medidas para que lo que ocurrió la semana pasada no vuelva a suceder. He aislado a Kimbo de la única forma posible: aislándome yo también. He dado de baja mi conexión de ADSL de manera que jamás pueda volver a ponerse en contacto con este periódico –en realidad he iniciado el trámite, es más difícil darte de baja en una operadora que el que te reconozca como hijo El Cordobés–. Entiendo que impidiendo que entren en contacto dos focos de irresponsabilidad como un mono con un ordenador y la dirección de infoLibre, tan poco estricta en la criba de lo que publican sus colaboradores, el peligro está conjurado.

Si –los hados nos protejan– la mala fortuna quisiera que algo escrito por Kimbo superase el cortafuegos a que le tengo sometido y, amparado por la laxa vigilancia de la empresa editora, apareciese publicado en estos pagos, les animo a actuar con la contundencia que un caso así requeriría: palos al mono hasta que opine como Dios manda.

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