Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
Don Quijote no está viejo
Durante siglos, el mundo estaba escrito de una vez y para siempre. Los libros contenían la verdad, murmuraban en sus palabras los misterios de la existencia, las viejas sabidurías y los secretos anunciados que el futuro iba revelando año tras año. Sólo podían descifrar sus enseñanzas los elegidos del saber. Todas las historias se contaban para repetir un acontecimiento original, inmutable, que daba vueltas por los tiempos como el sol en torno a la Tierra.
Pero un día alguien se atrevió a imaginar y a hacerse dueño de su propia historia. Más que dar testimonio de la verdad aparente, quiso contar lo que le pasaba a un personaje inventado. Porque se podían narrar historias que no se heredarán de una sabiduría sagrada, y porque el planeta era movedizo y daba vueltas, y porque los seres humanos respondían con sus dudas y sus imaginaciones al azar de las propias experiencias. Alguien se decidió a contar una historia que no era la suya y escribió la vida de Lazarillo de Tormes. Como la ficción no había existido hasta entonces, el autor compuso una novela sin publicarla como novela, ni siquiera la firmó, parecía un documento más, una carta en la que alguien se confesaba. En la cultura española nacía así la ficción moderna, el arte de componer la realidad desde la voluntad humana, igual que se compone un Estado o el destino de una sociedad. Un acto de libertad y rebeldía.
En este camino abierto encontró Miguel de Cervantes la manera de consolidar la gran experiencia literaria de la novela moderna, una ficción creativa que no tiene nada que ver con el engaño o las supersticiones. Era el modo de contar desde dentro una historia habitada por personajes imaginados que hablaban de nosotros, dispuestos a enseñarnos lo que llevan dentro sus palabras cuando decían amor, muerte, miedo, dignidad o avaricia. Palabras que no se pronuncian ya desde una verdad sobrenatural, sino desde la modesta y transitoria vida humana, nuestra vida. Para cuestionar los valores éticos separados de la experiencia humana, las obediencias del siervo ante leyes superiores a su propia condición, Cervantes inventó en los inicios del siglo XVII a un personaje que vivía empeñado en encarnar los códigos medievales y las novelas de caballería. Vivir en una realidad con los mandamientos de otra. Así empezó a cabalgar nuestro caballero don Quijote por el mundo moderno con un equipaje de palabras y aventuras que lo empujaban a hacer el ridículo, a ir de susto en susto, al confundir los molinos de viento con gigantes y una cuerda de delincuentes con un grupo de cautivos víctimas de la injusticia.
Abren ojos para mirar lo que pasa desapercibido, lo que merece la pena ser descubierto bajo los silencios o los gritos. Si la carcajada cierra los ojos, la ironía enseña a mirar
La verdad es que daban ganas de reírse. Pero la risa y la ficción abren grietas para que las imaginaciones rompan los dogmas de lo que parece ordenado para siempre. Y abren también ojos para mirar lo que pasa desapercibido, lo que merece la pena ser descubierto bajo los silencios o los gritos. Si la carcajada cierra los ojos, la ironía enseña a mirar. Cuando un personaje toma vida, puede de pronto descubrir que el mundo nuevo que se ríe del viejo tiene también sus injusticias, sus desafueros, sus formas de ser indigno y cruel. Y la vieja y ridícula nobleza de ser justo, además de poner al descubierto el sinsentido de vivir en un siglo con unos valores propios del pasado, puso también en evidencia las nuevas formas de maldad, los peligros de la prepotencia y la insolidaridad, y la forma en la que se utiliza la palabra futuro para perpetrar las descomunales fechorías de siempre.
De este modo, ayudado por los vientos de la novela y la creatividad humana, empezó don Quijote a cabalgar la llanura manchega, y luego los ojos de los lectores españoles, y después el mundo, de traducción en traducción, de cultura en cultura, de siglo en siglo, denunciando a los que maltratan, los que quieren humillar las libertades, los que mienten a conciencia, los que usan una religión para despreciar a otras y un saber elitista para hundir en la incultura y el sufrimiento a los barrios y los suburbios de cualquier comunidad. Utilizaban la palabra verdad para mentir y la palabra nación para hundir a su tierra.
Don Quijote ha entrado en los campos de concentración, ha sufrido bombardeos, ha soportado el insulto de las consignas, ha cruzado los mares y los siglos, ha celebrado la paz, porque la literatura consiguió que las buenas ficciones, que nunca son mentira, contasen la verdad y que la razón de la dignidad humana, aunque a veces parezca una locura, se atreva a no darse por perdida. Nunca se da por perdida. ¿Verdad?, Sancho.
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