Lo cuento como lo he vivido, ni quito ni pongo. El viernes pasado participé en un curso de verano sobre la cultura y la situación política española. Llegué a la ciudad donde se desarrollaban las sesiones de trabajo el jueves a la caída de la tarde. Después de la cena, los alumnos y los profesores acabamos en un karaoke. Lo mejor de los cursos estivales es que recuperan el trato humano para la pedagogía. La conversación sobre los interminables asuntos de la vida se mantiene fuera de los horarios laborales con una copa en la mano. Incluso con una canción en los labios.
Por el escenario del karaoke fueron desfilando los participantes para cumplir con la exaltación de la noche, cada uno según sus nostalgias, sus deseos y sus habilidades. Hubo quien se acordó de Jeanette para entonar eso de yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. Otros acudieron a los brazos de Los Panchos para repetir a los cuatro vientos que si tú me dices ven, lo dejo todo. Son hermosas las canciones de amor.
En la cumbre del entusiasmo, alguien gesticuló como Raphael para levantar los corazones y gritar sus preguntas y su ilusión: qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noche. La melancolía del final dio ocasión a un muchacho repeinado para acudir al clasicismo de Julio Iglesias y sentenciar con tranquilidad que unos nacen y otros mueren, pero la vida sigue igual.
Lo malo de las exaltaciones compartidas es que después dejan resaca. El despertador del móvil ha facilitado mucho el trabajo de las conserjerías de los hoteles. Son ventajas de las nuevas épocas y del vigor tecnológico. No pude odiar la voz de ningún recepcionista a las 8 de la mañana cuando la vida me recordó que debía despertarme, ducharme, arreglarme, desayunarme y prepararme. Después de una noche de copas, a las 8 de la mañana, ¡qué agresivos son todos los verbos acabados en arme! Componen la armada de la culpa y de los ejercicios de conciencia.
A las 9 menos cuarto arrastraba yo el cuerpo y el alma hacia mi conferencia, cuando se cruzó conmigo una mujer de mediana edad, arreglada, sin rastros de sueño y de cansancio bajo su pelo con puntas muy cuidadas, su frente ancha y su sonrisa. Tenía aire de menina contemporánea y hablaba con acento andaluz. Me preguntó que dónde vivía, le contesté que entre Madrid y Granada. Eso sirvió para trabar conversación, porque resulta que Granada y Madrid son dos ciudades muy devotas de la Virgen María. La mujer iba a contarme algo. Y me lo contó de golpe.
En los años sesenta, en una aldea de Cantabria llamada San Sebastián de Garabandal, se apareció la Virgen a cuatro muchachas. Una de ellas quedó entonces con el encargo de hacer una gran revelación en el otoño de 2015. Y estaba a punto de hacerla con un comunicado de prensa que convenía tomarse muy en serio. La Virgen María va a descender de los cielos entre septiembre y noviembre para quejarse del estado pecaminoso de nuestra sociedad, muy herida por el predominio de los mentirosos, tramposos, dolosos, ambiciosos y lujuriosos. Los osos son los animales preferidos a la fauna del mal.
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Decretará la Virgen tres días de tinieblas. Pero, atención, no será el fin del mundo, sino un aviso para que nos redimamos. Si hay una voluntad general de cambio espiritual y de purificación, se abrirán los cielos al hacerse la luz y podremos ver la segunda venida del Mesías. Entonces los ciegos recuperaran la vista, los mancos volverán a disfrutar de sus dos manos, los cojos correrán como gacelas, los mudos hablarán y los corazones vibrarán de alegría al comprobar la desaparición de todas las enfermedades. Conviene mucho que no pase desapercibida esta oportunidad.
¿Qué me dice usted?, me preguntó al concluir su anuncio. Pues que estaré atento, me apresuré a responder, y que divulgaré el aviso en la medida de mis posibilidades. En verdad sería una lástima que se nos apareciese la Virgen con sus mejores intenciones y que nosotros estuviésemos pensando en otra cosa.
Yo lo cuento como me lo contó la dama del alba. Ni quito ni pongo. Por mí que no quede.
Lo cuento como lo he vivido, ni quito ni pongo. El viernes pasado participé en un curso de verano sobre la cultura y la situación política española. Llegué a la ciudad donde se desarrollaban las sesiones de trabajo el jueves a la caída de la tarde. Después de la cena, los alumnos y los profesores acabamos en un karaoke. Lo mejor de los cursos estivales es que recuperan el trato humano para la pedagogía. La conversación sobre los interminables asuntos de la vida se mantiene fuera de los horarios laborales con una copa en la mano. Incluso con una canción en los labios.