Integridad y corrupción: un abismo entre regulación e implementación
Hace escasas semanas que la OCDE inauguró un nuevo análisis comparado entre los 38 países que forman parte de este organismo de cooperación internacional fundado en 1961 para coordinar el diseño de “políticas para vivir mejor”.
Contribuye a ese mandato estableciendo estándares internacionales (como el Programa para la Evaluación internacional de Alumnos, más conocido como el Informe PISA) y proponiendo soluciones a retos sociales, económicos y medioambientales, como la relativamente reciente iniciativa para reducir la competencia fiscal y disuadir a las multinacionales de eludir los impuestos que les corresponde rendir, y que derivó en una tasa impositiva mínima global del 15% para aquellas con facturación mil millonaria.
El nuevo análisis al que me quiero referir es el de “Perspectivas de anticorrupción e integridad 2024”, que analiza el desempeño de las políticas y normativas adoptadas por los países para luchar contra la corrupción y proteger su integridad. Concluye que, a pesar de que las normas y herramientas con las que se dotan los países han mejorado, su aplicación es insuficiente.
Esta brecha entre regulación e implementación supone que los efectos buscados (los outcomes, en argot evaluador) no se están materializando, y evidencia que los países no despliegan todas sus capacidades para mitigar con eficacia y eficiencia la corrupción, y además lo hacen “a ciegas” porque ni siquiera recopilan datos sobre el alcance de las auditorías públicas o del seguimiento y atención de las recomendaciones que emiten los órganos de control.
Además de mejorar la implementación de las normas, de recopilar y analizar datos y de establecer un seguimiento y monitoreo suficientes y adecuados, la OCDE sugiere ampliar el alcance de los esfuerzos anticorrupción y de prevención de la integridad más allá de los ámbitos tradicionalmente centrales de la contratación pública, para incorporar riesgos emergentes que amenazan la sostenibilidad de la prosperidad y de la democracia como los asociados al cambio climático, a la inteligencia artificial y a la injerencia extranjera. Entre otros, recomienda reforzar la protección frente a las nuevas prácticas de cabildeo (“el poder de los lobbies”), a las nuevas fuentes de conflictos de intereses y de financiación de los partidos políticos.
¿Y qué tal todo en España?
Para contestar a esta pregunta, primero una aclaración: el Informe analiza la Administración General del Estado, no así Comunidades ni Ciudades Autónomas, que también regulan e implementan.
Destacamos bien en transparencia de la información pública, que incluye acceso a la información y datos abiertos, en línea con el Convenio de Tromsø recientemente ratificado por España
Hecha la aclaración, para empezar, carecemos de una estrategia nacional anticorrupción y de un organismo central con la misión de mitigar los riesgos de integridad. Sí disponemos de organismos sectoriales como la Oficina de Conflictos de Intereses; la Oficina de Datos de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial del Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública; el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno; la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) que es el órgano de control interno del sector público estatal y unidad central de armonización del control interno y la auditoría interna; y el Tribunal de Cuentas, el supremo órgano fiscalizador (control externo) de las cuentas y de la gestión económica del sector público estatal, del autonómico que no cuenta con organismos de control externo (OCEX) propios como Cantabria, Extremadura, La Rioja y Región de Murcia, y de las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla.
En relación al control y auditoría públicas que realizan dichos órganos, aunque seguimos los estándares internacionales, no recopilamos datos para una adecuada supervisión y gestión de riesgos, ni hacemos seguimiento de la adopción de las recomendaciones emitidas en los informes de auditoría pública.
Contamos con normativa sobre incompatibilidades entre la función pública y otras actividades públicas o privadas, que define las circunstancias y las relaciones que pueden generar conflictos de intereses y que establece responsabilidades y procedimientos de cumplimiento y verificación de las declaraciones de intereses. Pero al no hacer seguimiento de dichas declaraciones, ni de los puestos que ocupan los altos cargos al dejar sus responsabilidades públicas, no se garantiza el cumplimiento de las normas sobre “puertas giratorias”, que sí existen. Más aún cuando seguimos sin regulación y sin un registro de lobbies.
Las normas de financiación de los partidos políticos establecen sanciones por incumplimiento, prohíben las contribuciones de empresas públicas, extranjeras y de Estados extranjeros, obligan a reportar las finanzas durante las campañas electorales y a publicar los estados financieros, aunque no todos los partidos lo hacen.
Y destacamos bien en transparencia de la información pública, que incluye acceso a la información y datos abiertos, en línea con el Convenio de Tromsø recientemente ratificado por España, el primer instrumento jurídico internacional vinculante que reconoce el derecho de acceso de la ciudadanía a los documentos oficiales en poder de las autoridades públicas.
Con todo ello, las recomendaciones que la OCDE traslada, aun sabiendo el poco caso que les hacemos, pasan por aclarar responsabilidades institucionales, monitorear el cumplimiento –lo que no se mide no se puede gestionar ni mejorar– y aplicar las sanciones previstas y fortalecer las capacidades del funcionariado público.
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Verónica López Sabater es economista y consejera de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid.
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