Ideas Propias
Montesquieu, para Díaz Ayuso
Imagino que a algún lector se le habrá pintado una sonrisa al leer este titular, pero asumo con gusto las bromas que me puedan caer por este encabezamiento. Al fin y al cabo, se supone que los profesores estamos para eso, para proponer preguntas y para ofrecer —o recordar— algunas pistas que sirvan a cada uno en su búsqueda de respuestas o, dicho con más énfasis, para eso que Sócrates planteó como mayéutica. Por más que se nos tache de ingenuos, no es propio de nuestra profesión desesperar del sentido de nuestra tarea, ni siquiera ante un grupo de personas a las que se estigmatiza como reluctantes al sentido crítico y a la independencia de criterio, como reza el tópico sobre la clase política, un tópico que, dicho sea de paso, he podido constatar que no responde a la realidad de muchos de sus representantes.
En todo caso, a la presidenta de la Comunidad de Madrid como destinataria de este recuerdo de Montesquieu, podríamos añadir algún otro nombre ilustre, como el del notable asesor M.A. Rodríguez, al que supongo padrino del eslogan “socialismo o libertad”, o también alguien de quien presumo competencia y buen grado de conocimiento jurídico por razón de su profesión, el señor Martínez Almeida. Incluso me atrevo a sumar al irreductible defensor de la libertad que, según propia confesión, es el Sr. Cantó. Va por ellos y por algún otro, con la mejor de las intenciones.
Ha sido objeto ya de análisis por prestigiosos expertos en comunicación política el fundamento y la eficacia del eslogan electoral “Libertad o socialismo” y de sus variantes, más o menos tan imaginativas como el original. No abundaré en el despropósito de ese enunciado. Pero sí quisiera ofrecer un comentario sobre algo que me preocupa que se pueda extender en las filas de un partido con vocación de gobierno y, también, que prenda en la opinión pública. Me refiero a la relación entre su noción de libertad, la que se desprende de los eslóganes en cuestión, y el respeto a la ley.
Sucede, en efecto, que el Partido Popular se presenta con el argumento —muy respetable— de adalid de la defensa de la Constitución y del cumplimiento de la ley. Y por eso me sorprende aún más la insólita noción de libertad de la que hacen gala la señora Díaz Ayuso, el señor Martínez Almeida y el también mencionado señor Cantó, por no decir el comité electoral del Partido Popular que aprobó las listas electorales para la Comunidad de Madrid. Porque este es el punto: la decisión de unos y otros de incluir como candidatos a dos personas (los señores Cantó y Conde) que, como ha puesto de manifiesto la sentencia del juzgado nº 5 de lo contencioso de Madrid, han infringido la legislación electoral aplicable, de modo tan evidente como torpe. Porque el recurso de modificar fuera de plazo el domicilio, por vía del DNI, sólo puede obedecer a una de estas dos hipótesis: o bien de trata de una torpe ignorancia de la palmaria legalidad, o bien de un desprecio de ésta que sólo puede entenderse desde la convicción de que la ley puede retorcerse en el propio beneficio, cuando uno es quien es: un político notorio o un partido importante. Y no creo que valga alegar que la decisión judicial supone una restricción indebida del derecho a la participación política. No es así, a mi juicio (y así lo entiende la decisión judicial), porque —como sucede con todos los derechos fundamentales— no cabe entenderlo como un derecho absoluto. Los derechos existen y están garantizados para todos precisamente en la medida en que son objeto de regulación. En este caso, la que le impone la legislación electoral. Su ejercicio presupone, por tanto, el respeto a la LOREG y a la ley electoral autonómica. Si se saltan o retuercen esas disposiciones legales, se está desvirtuando el derecho en cuestión.
A un profesor de Filosofía del Derecho, lo primero que se le viene a la cabeza en este asunto es el dictum de Cicerón: “somos siervos de las leyes, para poder ser libres”. Y, a continuación, uno no puede dejar de evocar las consecuencias que supieron explicitar, entre otros, Montesquieu o Kant.
La primera es que la libertad no consiste en la ausencia de normas, o en disponer de la suficiente voluntad de dominio como para imponerse por encima de ellas, en hacer lo que uno quiere. Recordaré, aunque sea una cita de varias líneas, lo que a ese respecto dejó escrito Montesquieu —al que, desde luego, estoy lejos de querer enterrar—, en el tercer epígrafe del libro XI de su Esprit des lois, dedicado precisamente a definir qué es libertad: “Es cierto que en las democracias parece que el pueblo hace lo que quiere, pero la libertad política no consiste en hacer lo que uno quiera. En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer”. Y, por si acaso no lo hubiera dejado claro, concluye: “La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, y si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben no será libre, porque todos los demás tendrán ese mismo poder”.
Y ya que estoy en racha de referencias, añadiré un par más que, estoy seguro, serán del agrado de la tradición liberal a la que se adscriben los destinatarios a los que ofrezco estas humildes líneas: uno no se puede autoproclamar liberal si su propia libertad no es conjugable con la igual libertad de todos los demás, advirtió Kant. La garantía de esa conjugación es la igualdad ante la ley, algo que no se toman en serio quienes a la postre apuestan siempre por su propia y superior libertad, confundiéndola así con el privilegio. Eso es lo que no entienden quienes, aunque se proclamen liberales, en realidad son anarcoliberales, es decir, quienes defienden que la ley debe ceder cuando les conviene a ellos, y por eso están dispuestos a saltarse las leyes que dicen defender en cuanto les beneficie. Como recordó la profesora Alicia García Ruiz en un estupendo y reciente artículo, precisamente titulado La libertad de todos, lo que sostiene el mejor liberalismo político, el de Mill, T.H.Green y Judith Shklar, es que la libertad, o es de todos, o no es libertad en serio. Por eso, Etiénne Balibar prefiere hablar de egalibertad.
Los jueces y su poder
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Todo ello tiene consecuencias muy concretas a la hora de definir la función de los poderes públicos para garantizar la educación, la salud, la asistencia a las personas de tercera edad, el acceso a las vacunas, o para justificar con algo más que milagros —como el de la mano invisible— cómo se concilia la rebaja de impuestos con la financiación y sostenimiento de esos servicios al alcance de todos. Cuestiones todas ellas sobre las que nos gustaría escuchar en la campaña electoral las propuestas y los argumentos de los candidatos, en lugar de una sucesión de eslóganes o de vídeos en modo mater dolorosa, esforzada maratoniana o sacrificado defensor de la libertad de transitar de un cuerpo legislativo a otro, con evidente detrimento de la responsabilidad que se debe a los votantes que lo eligieron para representarles. Algo que, para su desgracia, han sufrido los valencianos que en su día escogieron la papeleta que encabezaba el Sr Cantó y a los que ha dejado compuestos y sin su presencia, para hacer uso de su voluntad de dar “hasta su último aliento” (lo de último es un decir, hablando del reputado actor) en apoyo de la causa de su nueva lideresa a la que, en su enésima caída del caballo, ha descubierto como la mejor gestora del mundo mundial, sin que se le mueva una ceja por la desmesura. Todo sea por (su) libertad.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por Valencia.