De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (I) Javier de Lucas
Un pacto de rentas o las rentas de un pacto
I.- Cada vez que se dispara la inflación, o para mayor claridad el precio de los bienes y los servicios que consumimos, se habla de la necesidad urgente de un pacto de rentas. La razón, explícita o implícita, de tal interés suele ser siempre la misma, es decir, controlar y/o reducir las rentas salariales. En el fondo, lo que se está expresando es que las ganancias del trabajo, los salarios, son la causa de esa peligrosa inflación. Y cabe preguntarse: ¿son realmente los salarios la causa de la subida desorbitada de los precios? Mi respuesta es rotundamente no. En el año 2021, el salario medio creció en España el 3,2%, mientras que los precios aumentaron el 6,5%. Así pues, las causas de la inflación están en otra parte. De entrada, en el aumento de la demanda como consecuencia del choque de la apertura económica postpandemia; luego, por una oferta menguante debido a bloqueos en las cadenas de suministros; más adelante por el vertiginoso crecimiento de los precios de la energía —gas, petróleo, electricidad, etc.— que ha traído su causa de la maldita guerra de Putin y, para remate, por la desaforada especulación en los precios de la energía y los alimentos a la que se dedican algunas empresas. De ahí que se hable de “beneficios caídos del cielo” para unos pocos, y se olvide que en puridad habría que hablar de “surgidos del infierno” para las grandes mayorías.
II.- Por lo tanto, hay que tener cuidado con eso del “pacto de rentas”, pues si te descuidas corres el riesgo de que te saqueen los dos bolsillos y el negocio se transforme en el de las “rentas del pacto”. Conviene distinguir, a este respecto, el diferente origen de las rentas porque, obviamente, no es el mismo. Hay rentas del trabajo —sueldos, salarios, pensiones— y rentas del capital, tanto inmobiliario —alquileres, plusvalías y otras— como mobiliario: beneficios de acciones, obligaciones, etc. Y el control de estas últimas rentas no tiene el mismo tratamiento que el de las rentas del trabajo. Porque si en el pacto de rentas se estableciese una pérdida de salarios, esta mengua lo sería en términos reales, por lo menos para el periodo pactado, mientras que en los beneficios empresariales u otras rentas del capital la pérdida no lo sería en términos reales, pues lo que se produce es un embalsamiento momentáneo, cuyo rendimiento puede repartirse posteriormente. Lo que no se reparte este año se puede acumular en el siguiente. La única manera que tienen los asalariados de mitigar el golpe y equilibrar la situación es o por medio de cláusulas de revisión salarial o por la vía de los impuestos. A través del primer mecanismo, los salarios recuperan lo perdido en el trayecto al final del periodo pactado y, en el segundo caso, a través del procedimiento por medio del cual el Estado, vía impositiva, redistribuye el coste de la operación anti inflacionaria, aligerando la faltriquera a los que han tenido beneficios excesivos y mejorando a los perceptores de rentas del trabajo más bajas. Esta es la razón por la cual la patronal se suele oponer tanto a las cláusulas de revisión salarial como a la subida de los impuestos a los “beneficios caídos del cielo”.
III.- Una experiencia interesante, en este sentido, fueron los famosos “Pactos de la Moncloa”. En el año 1977, aún sin Constitución y rodeada, nuestra querida España, de toda suerte de amenazas —terrorismo etarra, golpismo— y con una inflación alrededor del 26 % —lo de ahora parece una broma—, tuvimos que hacer frente a la situación. El Gobierno Suárez convocó a los sindicatos (CCOO, UGT) a unas reuniones en el Ministerio de Economía con la finalidad de alcanzar un pacto de rentas, entonces se lo denominó un “pacto social”. Tuve la ocasión de participar en dichas negociaciones en representación de CCOO y, después de varias sesiones, comprendimos que el alcance de ese posible acuerdo se limitaba a un control/reducción de salarios y poco más. Cuando, en realidad, lo que el país necesitaba era un gran acuerdo económico-social y político, que sentara las bases “materiales” de una Constitución lo más avanzada posible. Ante nuestra negativa a un mero “pacto social” o de rentas, la representación gubernamental comprendió enseguida el mensaje y convocó a los partidos políticos a la Moncloa, de donde salieron los famosos pactos, tan decisivos en el proceso de transición a la democracia. Es cierto que hubo que hacer sacrificios salariales —no así en pensiones—, pues se acordó, si no recuerdo mal, un crecimiento de la masa salarial para el año siguiente del 22%, pero no es menos cierto que se sentaron las bases de una reforma fiscal —IRPF, IVA, etc.— que permitió ir estableciendo un Estado de Bienestar hasta entonces inexistente en España. La posición de los sindicatos ante los referidos pactos fue de apoyo, explicando su contenido en multitud de asambleas por todo el país. El resultado fue que, poco después, se celebraron las primeras elecciones sindicales a delegados de comités de empresa, y CCOO Y UGT obtuvieron un importante éxito (CCOO el 37,8% y UGT el 31%). Desde entonces se estableció un modelo sindical, basado en la unidad de acción, que se ha mantenido hasta nuestros días y ha sido decisivo para la estabilidad del sistema democrático y la paulatina mejora de las condiciones de vida y trabajo de los asalariados.
Es totalmente procedente, en este momento de super beneficios caídos del cielo o brotados del infierno, establecer un impuesto sobre los referidos excesos
IV.- En todo caso, esa experiencia que se dio en condiciones diferentes a las actuales, y otras muchas del movimiento sindical europeo, indican que las rentas del capital y los beneficios extraordinarios de ciertos sectores solo se controlan vía impuestos o, en su caso, que no es el actual, mediante la participación pública en la propiedad de las empresas. Por eso mismo, es totalmente procedente, en este momento de super beneficios caídos del cielo o brotados del infierno, establecer un impuesto sobre los referidos excesos, como ya se está haciendo en algunos países. Sin ir más lejos en la Italia de Draghi o en la Inglaterra de Boris Johnson, con la introducción de un recargo temporal del 25% sobre empresas de gas o petróleo, con el fin de paliar los efectos de la inflación en las familias británicas. Nadie en su sano juicio calificaría al premier británico de rojo peligroso, bolivariano y estupideces por el estilo.
El anuncio hecho por el Gobierno español de que a partir de enero de 2023 se aplicará un tributo de estas características es una buena noticia. Y todavía sería mejor noticia si se lograse un acuerdo de todas las rentas y fiscalidad que lograse reducir la desbocada inflación actual, que tanto preocupa sobre todo a los que menos tienen. Eso sí, una decisión —la del impuesto a las energéticas— siempre “tapada” por el consiguiente “daño colateral”, en este caso en la forma de la brutal represión de migrantes por parte de la gendarmería marroquí o el anunciado aumento de los gastos en defensa. En el primer caso, parecería como si la carnicería la hubiese realizado la policía española, hasta el punto de que se solicita una investigación por parte del Gobierno español, ¿en territorio marroquí?; ¿y cómo se hace eso? En el segundo, un 2% del PIB en defensa para dentro de siete años –más o menos el 0,1% anual, incluso menos si incluimos las pensiones de los militares–, pero parece que es para pasado mañana y una cifra desorbitada. Este Gobierno no tiene mucha suerte ni con la oposición ni con los medios.
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