Reforma fiscal y el virtuosismo parlamentario Pilar Velasco
La soberanía, según la Constitución
Algo más que una pieza de doctrina
El profesor González Trevijano, en el acto de despedida de su relevante posición institucional como presidente del Tribunal Constitucional y quinta autoridad del Estado, pronunció un elaborado y bien argumentado discurso, ilustrado con brillantes referencias literarias, artísticas y filosóficas, una pieza doctrinal de indiscutible interés y relevancia jurídico-constitucional y aun política, que vale la pena estudiar con detenimiento. Pero, como me comentó un ilustre compañero, especialista en Derecho constitucional y buen conocedor de la historia de las ideas filosóficas, jurídicas y políticas, creo también que su carga ideológico-política bien podría dar pie a considerar este discurso como muestra de una suerte de bonapartismo jurídico, en la expresión de Engels que erróneamente se atribuye a Marx, quien nunca la utilizó en ninguno de sus ensayos sobre el significado político de Bonaparte (probablemente Marx hablaría de
Antes de seguir, recordaré una consideración elemental, sobre la cual he insistido siempre a mis estudiantes de Derecho: el Derecho no es una ciencia exacta que permita sostener que existe siempre la verdadera solución, en términos jurídicos. En Derecho, prácticamente todo es opinable; se puede defender casi cualquier interpretación de los problemas que se someten a su veredicto. Pero también hay que decir que hay argumentaciones, soluciones, jurídicamente mejores que otras. Y en punto a las cuestiones de fondo, el criterio de evaluación es la solución que mejor se adapte a las exigencias, a las reglas y principios propios de la legitimidad democrática tal y como las consagra la Constitución.
La concepción del Derecho, de la función de los juristas, que ha exhibido el doctor González Trevijano en su condición de presidente del Tribunal Constitucional, en la que esas concepciones resultan particularmente relevantes para los ciudadanos y no sólo para la Academia, guarda perlas como su recordada tesis según la cual “los juristas somos casi todos gente conservadora, porque el Derecho es una ciencia conservadora”. Algo cabría deducir también de lo que nos ofrecen sus incursiones en la dramaturgia, en la que ha superado el famoso diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu publicado por Joly en 1864, con su obra de teatro Adonay y Belial. Una velada en familia, una obra en la que el también exrector de la Universidad Rey Juan Carlos presenta un enfrentamiento entre Dios y Satán con tintes jurídicopolíticos y, por qué no añadirlo, moralizantes.
Ya alegué en su día que semejante hipótesis, la de profesionales muy mayoritariamente conservadores y una “ciencia conservadora”, tomada en su sentido sociológico, era inexacta: a lo sumo, podría considerarse representativa de la condición de una parte muy relevante de la judicatura, pero en ningún caso de la mayoría de los juristas, que son mucho más diversos y, en general (pienso por ejemplo en los abogados), menos conservadores que los jueces. Pero en su sentido ideológico, esa tesis me parece un ejemplo de manipulación o de un modo de entender el Derecho, los juristas y el tipo de saber sobre el Derecho, manifiestamente característico de una mentalidad poco al corriente de los cambios que se han sucedido en los últimos decenios. Por ejemplo, hoy, sólo los académicos más acartonados siguen considerando el saber del Derecho como una ciencia, cuando más bien es un arte o una técnica, al modo de la medicina: el derecho es una práctica argumentativa de carácter institucional y coactivo, y no una pirámide de normas que caen sobre el ciudadano de a pie. Por lo demás, los juristas tienen muy en cuenta que una de las principales aportaciones del Derecho es la seguridad jurídica (y, en ese sentido, la conservación del estatus de cada ciudadano en sí y en sus relaciones sociales), pero esa seguridad no se puede contraponer a otra función, la de garantía de la igual libertad de todos los sujetos del ordenamiento jurídico, que sólo retorciendo su sentido puede ser entendida en su dimensión retrógrada.
Sobre la posición institucional del Tribunal Constitucional
En todo caso, lo que me importa subrayar de ese discurso de despedida es que, a mi juicio, encierra un alegato sobre la posición institucional del Tribunal Constitucional que parece difícilmente compatible con la inequívoca tesis de la Constitución según la cual las Cortes Generales encarnan la soberanía popular. Así, este discurso supone un cuarto a espadas —dicho sea sin mala intención— a favor de una peculiar vuelta de tuerca de la tesis schmittiana del guardián de la Constitución, en claro enfrentamiento con la teoría kelseniana de la que es heredero el modelo de Tribunal Constitucional (TC) que establece nuestra Constitución de 1978.
No haré aquí una exposición de la controversia entre Schmitt y Kelsen. Sobre los aspectos, digamos, técnicojuridicos, me remito al didáctico artículo del profesor Tajadura. Reconoceré que el propio doctor González Trevijano se sitúa del lado de Kelsen, al criticar en su discurso la tesis de Schmitt, para quien la creación de un tribunal de esas características suponía “una desviación por razones políticas de la lógica del Estado de Derecho”. Pero me interesa más el alcance político de fondo de esta disputa, porque en su argumentación sobre el control de constitucionalidad, pareciera que el expresidente del TC, en un giro que se diría propio del espíritu bonapartista, viene a sumarse malgré soi y de forma paradójica a las tesis de Schmitt sobre el guardián de la Constitución, al convertir a este órgano constitucional en un especie de verdadero soberano, algo que, a mi juicio, no sólo constituiría un grave error doctrinal, sino que sería democráticamente inaceptable.
Ningún poder debe ser absoluto, tampoco el legislativo. Pero ninguna instancia, tampoco el TC, puede interferir en el ejercicio del poder por parte de las instituciones que encarnan cada una de las ramas del mismo, tal y como establece la Constitución
Sabido es que nuestro modelo de TC es el de legislador negativo, que no tiene nada que ver con la idea de una tercera Cámara, o poder supralegislativo, por encima de las Cortes generales. En efecto, entre las funciones del TC, además de última instancia en la garantía de derechos fundamentales (en ejercido del recurso de amparo) y en la resolución de conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas y entre los diferentes poderes del Estado, tiene en exclusiva la función de control de constitucionalidad respecto a normas o decisiones que puedan ser contrarias a la Constitución, y por eso está dotado de la competencia de expulsar del sistema jurídico aquello que no sea conforme con lo que dispone la Constitución. Un control necesario. Un control a posteriori.
En su discurso, el ex presidente González Trevijano, insisto en reconocerlo, comparte expresamente la tesis del legislador negativo. Sin embargo, en lo que quizá pudiera explicarse por un cierto propósito de aprovechar esta ocasión institucional para argumentar pro domo sua, esto es, para justificar su decisiva toma de posición respecto al, a mi juicio, muy desafortunado auto en el que el TC se permite interferir de raíz y ex ante en la competencia legislativa del Senado (y con el añadido de su descarada no inhibición), cruza una línea roja. Porque, violando el self-restraint que pertinentemente recuerda el discurso como rasgo característico de la tarea de control del TC, el control que asumió el TC en ese auto respecto a la tarea legislativa del Senado desbordó su función de control negativo y a posteriori de la actividad legislativa, pues impidió a priori que el Senado pudiera realizar su competencia legislativa, la discusión parlamentaria sobre un proyecto de ley. Un control preventivo, antes de que existiese un resultado de ese debate parlamentario, una decisión libremente adoptada por los representantes de la soberanía popular en esa Cámara. Y esa es la cuestión: ¿cabe que el TC interfiera constitucionalmente en la tarea legislativa de las Cámaras?
Entre las numerosas y bellas metáforas que salpican su texto, hay una que me parece exagerada y que anticipa esa trasgresión de la línea roja. Me refiero al párrafo en el que el expresidente parangona al alto tribunal con la figura del famoso cuadro de Delacroix, La liberté, guidant le peuple. Esa metáfora viene reforzada cuando sostiene expresamente que el alto tribunal mantiene un vínculo especial y directo con el poder constituyente, pues, sin entrar en polémicas académicas sobre modelos originalistas o constructivistas, González Trevijano atribuye al TC ser “garantía del respeto a la voluntad del poder constituyente frente a los poderes constituidos” (la cursiva es mía).
El discurso, en su parte final, sostiene la existencia de un vínculo privilegiado entre el poder constituyente y el propio Tribunal Constitucional. Lejos, eso sí, de disputas doctrinales sobre modelos originalistas o constructivistas, el expresidente formula una toría de la soberanía que, si bien parece recordar un principio elemental de la legitimidad democrática, encierra un giro que me parece enormemente preocupante: “El pueblo español, y no otro, es el auténtico“ prínceps legibus solutus de nuestra democracia constitucional. Ante él no caben desfasadas soberanías regias, ni superadas reservas de jurisdicción, ni tampoco paralelas soberanías parlamentarias, sin perjuicio de reconocer la primacía política de las Cortes Generales (de nuevo, la cursiva es mía). Esa expresión, “paralelas soberanías parlamentarias”, encierra a mi juicio una trampa argumentativa que, pese a la cláusula relativa a la primacía política de las Cortes Generales, parece sugerir lo que considero una tesis errónea sobre el papel institucional del Tribunal Constitucional.
Por supuesto que el depositario de la soberanía popular —conforme a lo que dispone el artículo 66 del capítulo primero del título III de la Constitución— son las Cortes generales. No lo es el Tribunal Constitucional, cuya legitimidad y función deriva de lo que establece la Constitución y no de la legitimidad que le otorga a las Cortes generales ser las depositarias de la soberanía popular, expresada en las elecciones, desde el voto individual que responde al ejercicio de autodeterminación en que estas consisten, expresión directa de una sociedad libre y plural. Por eso, su posición política y constitucional no es la de la preeminencia sobre las Cortes generales, sino la del control del ejercicio del poder legislativo, una vez que éste se ha ejercido, es decir, a posteriori.
Ningún poder debe ser absoluto, tampoco el legislativo. Pero ninguna instancia, tampoco el TC, puede interferir en el ejercicio del poder por parte de las instituciones que encarnan cada una de las ramas del mismo, tal y como establece la Constitución. Esa es la cara y la cruz de la división de poderes. El TC no pertenece a ninguno de los tres poderes, respecto a los cuales debe cumplir una función de control, pero no sustituir ni interrumpir su ejercicio antes de que cumplan con el mismo. Eso es lo que niega la tesis expuesta en este discurso. Y por eso, creo, el gesto de la cuarta autoridad del Estado, el presidente del Senado, Ander Gil, que no aplaudió esta intervención, me parece una coherente muestra de dignidad institucional. Y me representa.
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