Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
¿Para quién vas a viajar este verano?
Salíamos al alba pertrechados de víveres y casetes grabadas para la ocasión. La última semana de agosto la pasaba eligiendo a conciencia una combinación ganadora: Isabel Pantoja para mamá, Víctor Manuel para papá, las favoritas del Caribe Mix y de Los 40 para mi hermana y para mí. Durante diez años sin falta atravesamos España en coche de noroeste a sureste para dormir en la misma habitación: con vistas al mar y a la piscina, de forma que mi madre nos tuviera a todos bajo el radar. El Hotel Entremares dio contenido a la palabra hotel hasta que fui adulta. El mar era eso que se empezaba a oler desde que La Manga aparecía en los carteles. Fuimos durante una década a pasar quince días o alguno más en esa estrecha franja de tierra y nunca conocimos Murcia capital ni Cartagena. Solo los dos últimos años se lo comencé a reprochar a mis padres: otra gente conoce cada verano un lugar de playa, nosotros siempre al mismo sitio, es que no salimos ni del hotel. Mi padre: "aquí venimos a descansar, hija".
Ahora tengo la edad de mi padre entonces y sueño con volver a ese hotel todos juntos sin pisar ni Murcia ni Cartagena (perdón). Me fascina el descubrimiento y, por tanto, me emociona viajar, desplazarme, a donde sea. Pero desde mi primer viaje europeo con unas amigas de mi madre y sus hijas supe que el turismo del trote no era para mí. Madrugar exageradamente, no disfrutar ni del desayuno para salir corriendo a ver una cantidad absurda de patrimonio que fotografías porque no te da tiempo a mirar. No conocer a nadie de allí, no probar la vida cotidiana, no darse ni una hora libre de deberes. Lo detesté. No es esto aquel juicio sobre el turista o el viajero, sobre quién lo hace bien o lo hace mal, es sólo mi gusto personal sobre cómo emplear el tiempo y los recursos que tengo para salir de mi escenario.
Por eso, en la urgente reflexión contemporánea sobre el turismo, no creo que la cuestión sea si hay que viajar o renunciar a ello. La pregunta que yo me hago desde hace un tiempo es ¿para quién lo haces?, ¿para quién vas a viajar este verano?, ¿harías eso mismo si no pudieras contarlo después o durante?, ¿qué es lo que realmente te apetece? Para mí, un descanso infaliblemente feliz es, por ejemplo, estar en una playa o bajo una parra leyendo un libro, mientras como con los dedos un contenido de bolsa de sensación infinita y bebo algo fresco. Hace un par de años lo hice durante muchas horas con mi marido y mi hijo en la playa de los Genoveses de Cabo de Gata y me sentí muy culpable: deja el libro, no estás mirando suficientemente el mar, esta playa todavía tan pura, esas dunas, levántate y camina por la orilla, métete más al agua, un libro lo puedes leer en casa, suéltalo, esto no lo tienes casi nunca, a qué hemos venido aquí, a ver.
No creo que la cuestión sea si hay que viajar o renunciar a ello. La pregunta que yo me hago desde hace un tiempo es: ¿para quién lo haces?, ¿para quién vas a viajar este verano?, ¿harías eso mismo si no pudieras contarlo después o durante?, ¿qué es lo que realmente te apetece?
No me he desecho del todo de mis propios mandatos. Cuando viajo, sigo sintiendo que lo estoy haciendo mal si simplemente me siento en una terraza del Entremares de turno y me quedo sin ver la Cartagena o Murcia capital que corresponda. Sólo hay un lugar donde no me pasa: el pueblo en verano. El día es tan generoso en el verano del oeste español que impide el apuro. Como hacían mis padres entonces, yo no quiero perderme nada del junio, julio y agosto en este rinconcito del país donde aún se puede dormir tapados en las casas antiguas. Donde después del descanso de la verbena aún puedes ir a casa a por la sudadera. Viajaremos a finales de agosto y todavía no sabemos dónde. Pero no habrá aviones, ni más complicaciones de las necesarias para llegar a una playa donde haga bueno y, ojalá, encontrar nuestro propio Entremares al que regresar cada verano. El tiempo para hacer lo que realmente queremos es muy limitado: que sea sólo nuestro.
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