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La bandera roja vuelve a ondear: el Partido Laborista se mueve a la izquierda

Andrew Richards

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La elección de Jeremy Corbyn el pasado 12 de septiembre como nuevo líder del Partido Laborista constituye uno de los fenómenos más sorprendentes en los últimos tiempos. Supone todo un terremoto en la política británica. Corbyn fue el último de los cuatro candidatos en entrar en la competición por el liderazgo del partido que se había iniciado en mayo pasado. Las apuestas iniciales eran de 200 contra 1: todo el mundo lo veía como un contendiente marginal. Y, sin embargo, el pasado sábado obtuvo una victoria aplastante. Con una elevada participación, del 76,3%, Corbyn consiguió el 59,5% del voto (por encima del 57% en la votación de 1994 en la que salió elegido Blair), barriendo a sus tres rivales, Andy Brunha (19%), Yvette Cooper (17%) –ambos ex ministros- y Liz Kendall (4,5%).

Su triunfo se ha basado en un programa radical y abiertamente anti-austeridad. Durante la campaña, que resultó bastante áspera, Corbyn propuso subir los impuestos a los ricos, mayor intervención del Estado en la economía, expandir el sector público (incluyendo la renacionalización de las empresas de servicios públicos y de los ferrocarriles), un nuevo sistema nacional de educación gratuito, acabar con la presencia del sector privado en el sistema nacional de salud, paralizar nuevos recortes en el gasto público, y usar el Banco de Inglaterra para inyectar miles de millones de libras con el propósito de estimular la inversión en infraestructuras y en el sector manufacturero. Su victoria, pues, representa un repudio decisivo y sin paliativos del centrismo de laboratorio que ha conformado la política y la filosofía del Partido Laborista, tanto en el gobierno como en la oposición, durante los últimos veinte años.

¿Cómo ha podido ocurrir algo así y qué consecuencias tiene para la política británica en el corto y medio plazo?

La magnitud del triunfo de Corbyn es tanto más llamativa si se tiene en cuenta el tratamiento abusivo y vil que le ha dispensado durante los últimos tres meses la prensa de derechas y las figuras más importantes de la era de Tony Blair y Gordon Brown. A lo largo de la campaña, se describió a Corbyn como racista, antisemita, analfabeto económico y amigo de los terroristas. En una intervención especialmente agresiva de Tony Blair (parece que olvidando que él mismo es uno de los tipos más despreciados en la política británica de los últimos tiempos), este afirmó que todos aquellos que votaban a Corbyn “con el corazón” deberían recibir un trasplante.

Da la impresión, no obstante, de que todos estos ataques sirvieron de poco o incluso fueron contraproducentes una vez que Corbyn se negó a contestar en esos mismos términos; al final, han acabado galvanizando su campaña, reforzando la dinámica ganadora y expandiendo sus bases de apoyo. Aparte de esto, no hay duda de que a Corbyn le ha beneficiado un cambio trascendental en el método de elección introducido en 2014 y que quizá sea el legado más visible (para bien o para mal) de la etapa anodina de Ed Miliband al frente del partido entre 2010 y 2015. El nuevo sistema se basa en el principio “un afiliado, un voto”, frente al antiguo colegio electoral que daba el mismo peso al grupo parlamentario, los sindicatos y los afiliados.

La entrada en el partido (y con ello el derecho a voto) se simplificó enormemente gracias a la posibilidad de solicitarlo on-line pagando únicamente tres libras. Tal ha sido el atractivo de la campaña de Corbyn que la militancia en el partido ha pasado de 200.000 personas el pasado mayo (un mínimo histórico que reflejaba el periodo de estancamiento de los años de Blair y Brown) a 554,272 el día de la elección, un aumento de más de 350.000 miembros. Los llamados “votantes de 3 libras” constituyen la mayoría de estas nuevas incorporaciones: se trata sobre todo de jóvenes que hasta el momento tenían poco interés en la política, así como votantes mayores que llevaban tiempo desilusionados con el Nuevo Laborismo de Blair. Se estima que alrededor del 85% de los nuevos votantes han optado por Corbyn. Ni siquiera sus rivales han cuestionado el amplio margen de victoria del nuevo líder.

A pesar de que la elección de Corbyn con un programa indisimuladamente izquierdista es un avance importante para la causa progresista, el nuevo líder se enfrenta a duros desafíos y ha de contar con importantes limitaciones a su capacidad de acción. En cierto sentido, según han señalado muchos analistas, ganar el liderazgo del partido era la parte más sencilla. Ahora tiene que medirse con un Gobierno conservador cada vez más crispado y rencoroso, crecido tras su victoria el pasado mayo y apoyado (como siempre) por una prensa derechista venenosa; este Gobierno está realizando algunos de los recortes más severos en las políticas sociales desde que se creó el Estado del bienestar.

La oposición de Corbyn a estos recortes es frontal y sin matices: ha sido el único de los cuatro candidatos laboristas que ha votado en el parlamento contra las medidas recientes del Gobierno conservador, frente a la abstención de los otros tres, que prefirieron no votar para demostrar su responsabilidad y rectitud fiscal. El ministro de Defensa, haciéndose eco del deseo de Corbyn de acabar con el antiguo sistema de defensa nuclear Trident, y de su fuerte crítica al expansionismo de la OTAN tras el final de la guerra fría, ya ha dicho que un Partido Laborista dirigido por Corbyn es una amenaza para la seguridad nacional y le coloca fuera de la opinión pública. Se trata solo de los primeros movimientos de lo que un Gobierno especialmente ideológico como este de Cameron se dispone a hacer, lanzar un ataque feroz contra Corbyn con la idea de desacreditar las ideas socialistas para siempre.

En segundo lugar, la capacidad de Corbyn para resistir el ataque y lanzar una respuesta convincente y coherente dependerá de las relaciones que desarrolle con el partido y, sobre todo, con su grupo parlamentario. Corbyn ha sido diputado del distrito de Islington North desde 1983; en cada una de las seis elecciones a las que se ha presentado, ha ido aumentado su apoyo popular gracias a su reputación (que reconocen incluso sus enemigos) de ser un diputado accesible, concienzudo y honesto: durante el escándalos de los gastos en la House of Commons, Corbyn apareció como el diputado más austero de toda la cámara. Pero debe añadirse que, sin perjuicio de lo anterior, Corbyn se ha caracterizado por ser un rebelde permanente. Fue un crítico despiadado de la guerra de Irak en 2003, ha sido miembro fundador de la coalición Paren la Guerra (Stop the War), ha hecho campaña a favor del desarme nuclear unilateral, y ha estado muchas veces en contra de la filosofía inspiradora de las políticas económicas de Blair y Brown. Entre 1997 y 2010 votó en contra de su partido más de 500 veces.

Tal y como ha señalado Laura Kuensberg, la responsable de política en la BBC, Corbyn “ha sido siempre un outsider y un insurgente dentro de su propio partido”. Hay que subrayar que la inmensa mayoría del grupo parlamentario está a la derecha de Corbyn: solo 20 los 210 diputados laboristas le votaron el pasado sábado. La victoria de Corbyn, por tanto, se debe a un movimiento extraparlamentario, pero la batalla política del día a día sigue firmemente anclada en la vida parlamentaria. Varios diputados laboristas han dejado claro que no están dispuestos a trabajar con Corbyn y han dimitido rápidamente tras la victoria de este. El nuevo número dos del partido, Tom Watson, se ha opuesto a Corbyn en asuntos de defensa. La capacidad de Corbyn para cimentar y mantener un apoyo mayoritario de su grupo parlamentario se verá sometida así a una difícil prueba. Apenas 24 horas después de su triunfo, el haber elegido al radical John McDonnell como ministro de finanzas en el gobierno en la sombra ha sido interpretado por algunos analistas como una declaración de guerra a su grupo parlamentario.

En tercer lugar, aunque Corbyn sea probablemente el líder laborista más radical de la historia del partido, no podrá zafarse de los dilemas con los que se han enfrentado sus predecesores: conseguir apoyos más allá del núcleo del partido a fin de obtener una victoria electoral (en este caso, en 2020). Como era previsible, algunas figuras claves del Nuevo Laborismo, horrorizados ante el desenlace de las primarias, han descartado que Corbyn pueda ganar; Peter Mandelson ha avisado que el partido corre el riesgo de “pasar a la historia”. Lo mismo han dicho críticos más moderados. David Blunkett, quien fuera ministro de Interior con Blair, ha afirmado que el Partido Laborista no puede ser simplemente una coalición de gente desilusionada y desesperada; por su parte, Frank Field, uno de los diputados más antiguos del partido y un reconocido experto en el Estado de bienestar, ha pedido a Corbyn que no lleve al partido a un callejón sin salida.

Ante todos estos desafíos, debe recordarse que la capacidad de Corbyn para movilizar votantes nuevos ha sido realmente impresionante: en las horas siguientes a su victoria, 15.000 personas se han apuntado al partido. Lo ha conseguido oponiéndose y rompiendo con la agenda política y económica que en Gran Bretaña monopolizan cada vez más los conservadores. Habrá que esperar para ver si Corbyn puede, en el largo plazo, transformar los términos del actual debate político, forjando, a partir del apoyo entusiasta con el que ha conseguido su elección interna, un movimiento que vaya más allá y dé el paso crítico de ganar las elecciones generales con un programa radical.

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Andrew Richards es investigador senior en el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctor por la Universidad de Princeton, es autor del libro Miners on Strike (Berg, 1996). En la actualidad está escribiendo una biografía de Salvador Allende.

 

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