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Luces Rojas

‘¿Es conveniente engañar al pueblo?’

Justo Serna

Hace unos años apareció un librito que bien pudo pasar inadvertido. Es ciertamente pequeño, de tapas grises sin grafismos especiales: tenía y tiene el tamaño de un prontuario y poco más. ¿Su título? ¿Es conveniente engañar al pueblo? Así, entre interrogantes. ¿Su autor? Marie-Jean-Antoine-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet.

Sí: Condorcet, nacido en 1753 y muerto en 1794, leyenda de la Ilustración, emblema del Iluminismo. Educado por los jesuitas, Marie-Jean-Antoine-Nicolas combatirá de adulto el jesuitismo y con él toda forma de religión obligatoria, de doblez confesional. Será matemático, economista, moralista, historiador y revolucionario del 89, laicista y feminista avant la lettre, girondino y contrario a la pena de muerte.

Poco antes de morir escribirá su Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, que se publicará póstumamente: en 1794. Muere encarcelado. ¿La causa? Probablemente por envenenamiento, por suicidio. Ah, el único gran ilustrado que participa activamente en la revolución; el único que morirá víctima de sus ideas y de sus correligionarios, más avanzados. Lástima. El Progreso...

Fue, en efecto, amante de las matemáticas y de la moral..., en un siglo en que los saberes aún no están escindidos. Puedo aludir ahora al volumen de Michel Foucault titulado Las palabras y las cosas, aparecido en 1966 y tan influyente. En sus páginas, el autor analizaba la delimitación de los saberes, su demarcación en disciplinas, algo contemporáneo. Disciplinas, profesiones, distinciones.

El opúsculo de Condorcet, bellamente traducido por Javier de Lucas e impecablemente introducido y contextualizado por Miguel Catalán, da gusto. Da gusto, la verdad, poder leer cosas así: así de bien editadas y así de bien pensadas. La prosa nos remite al Setecientos y con un ensueño de la imaginación uno podría pensarse sentado a la mesa de Condorcet hacia 1778.

Es en esa fecha, sí, cuando Federico II de Prusia convoca un certamen, un concurso en el que debían presentarse disertaciones filosóficas sobre la utilidad política del engaño. El título original de la obra de Condorcet es, precisamente, esa pregunta Est-il utile de tromper le peuple?

“Condorcet escribió su disertación para este concurso, si bien no llegó finalmente a presentarla”, aclara Miguel Catalán. Dada la celebridad del filósofo y dada la pertinencia de sus argumentos, esa obrita no quedará inédita. Aún hoy es objeto de interés y de reedición. La podemos leer ahora no sólo por un afán histórico-documental, sino por razones de estricta actualidad.

Los gobernantes pueden tener interés en mantener a los ciudadanos en el error, precisamente para conducirles con mayor facilidad. Y los gobernados pueden desear la ignorancia o la superstición para así despreocuparse, para así irresponsabilizarse.

Estas actitudes, señala Condorcet, son una ruina, son indeseables. Pese a lo que dijera Maquiavelo, el Gobierno de un país no puede funcionar recta y justamente con la “noble mentira”. Y la población no puede tener una existencia plena, digna de ser vivida, si se deja intoxicar por el estupefaciente del engaño voluntario. Los individuos serían como esclavos.

Maquiavelo, nos recuerda Miguel Catalán, parte del supuesto de que los súbditos obran mal siempre que pueden. Lo cual, podríamos admitir, es cierto. Es cierto que obran mal si de su acción no se derivan consecuencias, si su delito se consuma con impunidad.

Por eso, Maquiavelo recomienda lo siguiente: “Es necesario que quien dispone una república y ordena sus leyes presuponga que todos los hombres son malos y que pondrán en práctica sus ideas perversas siempre que se les presente la ocasión de hacerlo libremente”.

Por supuesto, numerosos Ilustrados se opondrán a la expansión del cinismo gubernamental. Por ello lucharán modestamente contra las impunidades, procurando ajustar mejor el funcionamiento de la ley. Que la ley se extienda, que la legalidad sea la base de las actuaciones de los gobernantes y de los gobernados.

Pero para que eso suceda es preciso instruir, formar. Condorcet, como no podía ser de otra manera, confiaba en la educación, y educar no es engañar. Lo perjudicial es la falta de instrucción, fuente de todos los errores, de todas las supersticiones, de todos los fanatismos. ¿Cómo puede ser útil mantener al pueblo en la ignorancia?, se pregunta.

Como buen iluminista, Condorcet cree posible la perfectibilidad humana. Juzga probable a mejora del espíritu gracias a la instrucción. “La verdad es de por sí útil, aunque no se la conozca sino a medias, y sería perjudicial sustituirla por el error”, precisa Condorcet.

Y es ésta una indicación válida para los gobernantes rectos, ilustrados, benevolentes, como ese Federico II que tanto hizo por las artes y por el pensamiento. Ese Federico al que tanto sirvió Voltaire.

Pero que la verdad es en sí misma rentable resulta una consecuencia válida también para los gobernados, pues “sería igualmente útil para la clase oprimida conocer la verdad ya que si no estuviese engañada no buscaría otra cosa que los medios más seguros para evitar la opresión”, dice Condorcet.

Si esto es así, ¿a quién interesa mantener los engaños, la “noble mentira” de los gobiernos? “Para que la opresión pueda ser útil para el opresor, es necesario que el oprimido sea presa de la superstición o esté privado de razón: esa es la razón por la que la sumisión imbécil de algunos pueblos era muy cómoda para sus sacerdotes, y por lo que la sumisión de las bestias de carga proporciona tanta utilidad a los hombres”.

Por favor, relean la cita anterior: parece estar escrita para nosotros. “Los errores que se le mete al pueblo en la cabeza lo vuelven estúpido; ahora bien, de la estupidez a la seducción y a la ferocidad no hay más que un paso”, admite diagnosticando el fanatismo. Y “el entusiasta ignorante no es un hombre, sino la más terrible de las bestias feroces”.

Condorcet quería erradicar las bestias feroces de la sociedad de los humanos, pero quería también impedir que los opresores siguieran valiéndose del engaño para burlar sus responsabilidades, para gobernar con humo, con promesas inverificables.

La cortina de humo del fondo de reserva

“¿Se puede aprender la verdad de labios de los cortesanos o ministros, de los informes de los espías, de los escritos de los panegiristas o de los gacetilleros a los que se soborna para engañar, de las cartas que tenga interés en mostrar quien se ha dedicado a tan infame violación…?”

Un consejero gubernamental que engaña es un mal, como lo es también confiar a ciertos hombres un empleo público, un ministerio, si su objetivo es “hacerse ricos o tener fama y halagos”.

Ah, Condorcet, qué actualidad la suya…

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