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Muerte accidental de un pensionista

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Agustín José Menéndez | Darío Guarascio

Usted, lector, tendrá aún fresco el recuerdo de las muchas historias tristes en las que los ahorros de toda una vida fueron devorados los monstruos financieros de las mal llamadas preferentes o las acciones de Bankia (¡Hágase bankero!). Sabemos ahora, como debimos saber siempre, que muchas entidades financieras trataron de tapar los muchos agujeros que la fe ciega en el poder del ladrillo (mezclada con la codicia delincuescente de sus gestores y la laxitud de los supervisores) generaron en sus cuentas.

Pérdidas irrecuperables se hicieron pasar por activos financieros sólidos, traspasando a los incautos participaciones en la inevitable e inminente ruina. Confundidos por la solidez histórica de algunas cajas y la presunta robustez de varios bancos, miles de ciudadanos se conviertieron sin saberlo (o sin querer saberlo) en especuladores.

Meses o años después, cuando la realidad rodeó por los cuatro costados a las entidades y gestores tramposos, los ahorradores perdieron buena parte de lo invertido. Pensionistas, autónomos convertidos en empresarios de su propia precariedad, y hasta alguna víctima de la colza pagaron dos veces la factura de la larga fiesta financiera española. La primera en tanto que acreedores de entidades arruinadas, al allegarse su capital al pago de las deudas (lo que en jerga se denomina bail-in). La segunda en cuanto contribuyentes, a quienes se ha trasladado en forma de nuevos impuestos y recortes de servicios y prestaciones públicos el resto de la factura de dar garantías, inyectar capital o comprar productos tóxicos de las entidades financieras (o en jerga bail-out).

El latente provincialismo de nuestra discusión pública hace que buena parte de los ciudadanos, y quizás una mayoría de los comentaristas, piense que la saga de las “preferentes” y de los “bankeros” es una idiosincrasia nacional. Así, algunos columnistas de rotativos que un día fueron de referencia han reiterado machaconamente que la única luz en toda esta tiniebla hispano-española la aportaba “Bruselas”. Según esas voces, el derecho de la Unión Europea y las instituciones supranacionales habrían demostrado de nuevo su utilidad.

El Capitán Europa, esta vez encarnado en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Comisión Europea, habría corrido al rescate de pensionistas, autónomos precarios y desamparados varios. Invocando la normativa europea de protección del consumidor (y generando un pingüe beneficio a un número reducido de despachos de abogados), muchos accionistas y preferentistas habrían logrado que los tribunales condenasen a las entidades bancarias al resarcimiento de los daños causados al despachar productos tóxicos. Pero la reducción del problema al carácter deshonesto de los gestores financieros (no sólo politizados sino españoles, ergo corruptos) y la afirmación de que el monopolio de la solución lo tiene mamá-Europa (a sus funcionarios, siendo tecnócratas y en escaso número españoles, nuestros europeístas naïve les presumen la honradez) no tienen en cuenta que lo hecho en la saga de las preferentes y bank-eros lo fue bajo las directrices de Bruselas y que, algo aún más importante, el bail-in lejos de ser la excepción se ha elevado a modelo en la nueva, flamante y tan aplaudida como poco comprendida unión bancaria. Y es que en “el gobierno” de la tremeda crisis bancaria del sector financiero español puede ser vista como un ensayo general de lo que está comenzado a fraguar como política europea en la materia.

De ello da clara muestra lo que está sucediendo estos días en Italia.

Para dar aplicación a la normativa europea (y en particular de una de las piezas de la unión bancaria, la Directiva 2014/59/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014 , por la que se establece un marco para la reestructuración y la resolución de entidades de crédito y empresas de servicios de inversión), el Parlamento italiano delegó en Julio al Gobierno transalpino la tarea de elaborar la nueva normativa en materia de crisis bancarias. De entre las muchas cosas que se preveen en la directiva, la fundamental es que en el caso de que una entidad financiera sufra graves dificultades y sea necesaria su recapitalización, se procederá, antes de recurrir a la inyección de dinero público (el bail-out), a allegar fondos mediante la imposición de pérdidas no sólo a los accionistas, sino también a una parte de los tenedores de obligaciones emitidas por las entidades, y a los depositantes, en aquello que exceda la cantidad garantizada por el fondo de depósitos –en la actualidad 100.000 euros (el bail-in)–.

El 19 de Noviembre el Gobierno produjo el decreto legislativo que adapta la directiva al derecho italiano. Tres días después, se aprobó un decreto (el llamado decreto salva-bancos) mediante el que se reestructuran cuatro bancos italianos de tamaño relativamente pequeño (Banca delle Marche, Banca Popolare dell'Etruria e del Lazio, Cassa di Risparmio di Ferrara, CariChieti). A los accionistas y una parte de los obligacionistas se les imponen pérdidas por valor de 750 millones de euros. Todo ello, permítanos reiterarlo, en nombre de y con la aprobación de Capitán Europa: en aplicación estricta de la Directiva 2014/59.

En las horas inmediatamente posteriores a la publicación del decreto, el debate público giró en torno a la influencia que sobre la decisión pudo haber tenido el hecho de que varios familiares de altos cargos del gobierno (incluido el propio primer ministro) estuvieran relacionados de uno u otro modo con las entidades financieras “salvadas”. Seis días después de la publicación del decreto, un pensionista de Civitavecchia, correntista della Banca dell'Etruria, se quitaba la vida tras haber perdido todos sus ahorros (100.000 euros). La noticia pasó desapercibida porque fue sólo días más tarde que sus familiares encontraron una carta de despedida, almacenada en su ordenador, en la que acusaba al banco de repetido engaño.

Pocas horas después, el empleado que le había vendido los productos tóxicos declaraba al diario romano Repubblica: “A Luigino [diminutivo cariñoso de Luigi en italiano] lo tengo sobre mi conciencia porque con él me comporté como un mero empleado del banco; si hubiese hecho lo que debía, si me hubiese comportado como debe una persona que respeta las reglas, no habría persuadido a Luigi a hacer esa inversión”. A lo que añadió esta reveladora aclaración: “Teníamos la orden de persuadir a la mayor cantidad posible de clientes de la bondad de comprar los productos financieros del banco; teníamos que presentar un informe cada semana detallando ventas por un monto al menos igual al de los objetivos que la dirección fijaba a cada oficina.

El que peores resultados tenía esa semana recibía una fuerte reprimenda del director”. El también rotativo romano Il Fatto Quotidiano abrió su edición del 10 de Diciembre con el titular “El primer muerto de la banca” (“Le Banche fanno il primo morto”).

La muerte del pensionista Luigi, y las palabras de descarnada sinceridad del empleado de Banca Etruria nos revelan que bajo los tecnicismos (bail-out, bail-in) se esconde la banalidad del mal de un sistema socio-económico que produce dosis crecientes de humillación. Un mal que asume dos formas fundamentales. La primera, la propia del lenguaje con el que se distorsiona la realidad. La otra, la de la conversión generalizada de los ciudadanos en deudores, sumidos en la precariedad e incertidumbre características del sistema socio-económico en que vivimos, y que tratan de salvarse apretándose cada vez más la soga de la deuda.

La cruda realidad de sueldos decrecientes, condiciones de trabajo cada vez más precarias e individualismo rampante se manipula y distorsiona hasta el punto de que hemos llegado a considerar como normal lo que es ciertamente extraordinario. Obsérvese que los medios de comunicación, siguiendo la práctica de ministros, secretarios de estado y spin-doctors, han definido al pensionista Luigi como un “inversor”, un “obligacionista” (sólo ha faltado llamarlo “capitalista”).

De este modo, no sólo el bail-in se desdramatiza (y se oculta a quién beneficia: ciertamente no a los pequeños ahorradores), sino que la propia muerte del pensionista cambia de sentido. Mediante su caracterización como “inversor” se convierte al difunto en parte de la comunidad de destino de todos los capitalistas confondues, igualando a quien tiene un modesto capital ahorrado céntimo a céntimo con el más rufián de los especuladores. Gracias a ello, el ministro de economía italiano Padoan pudo sugerir tras el suicidio que el gobierno estaba considerando aplicar “medidas humanitarias”. De este modo, Padoan concluye –a diferencia del empleado del Banco Etruria al que nos referimos antes– que ni los contribuyentes ni él mismo deben tener al pensionista sobre su conciencia.

El drama de los cientos de Luigis se define usando los mismos términos con los que nos referiríamos a las víctimas de un ciclón en las Maldivas. No tenemos, ni frente a los habitantes de la recóndita isla ni frente a Luigi obligaciones de solidaridad, sino que siendo personas caritativas, les haremos llegar un óbolo. Cuando la ilusión financiera se desvanece, y la sonrisa colgate del empleado del banco se convierte en némesis de ahorros, lo que corresponde es recordar a las víctimas que son ellas quienes se han auto-lesionado. Citando una frase que la policía italiana empleó para tratar de encubrir el asesinato de un detenido en dependencias policiales, si Luigi se murió fue a causa de su perfidia activa.

Las personas están de este modo cada vez más solas ante un sistema que, al tiempo que glorifica al individuo emprendedor de sí mismo, empuja a más y más perdedores al casino de la deuda. La llamada “recuperación económica española” (como la aún más raquítica italiana) tiene como motor principal la reapertura del grifo del crédito. Por ese grifo manan de nuevo las hipotecas a treinta años (el único medio de tener acceso a una “solución habitacional”) y los créditos al consumo (que permiten consumir los absolutamente inútiles bienes a la moda, sin los que es sin embargo complejo “participar activamente” en el “mercado” de trabajo, incluidos los smartphones). Al tiempo que tal grifo se nutre en parte de “fondos de pensiones” que prometen lo imposible, es decir, que una vez jubilados dependamos no de la solidaridad de los activos, sino de la robustez de nuestro capital, y “productos triple A” que nos prometen una jubilación club med con independencia del número de Lehmann Brothers que se queden en el camino.

La “novedad” radical del mundo “globalizado” y la fuerza incomensurable de las nuevas tecnologías son las metáforas con las que se genera la cortina de humo que nos impide cuestionarnos la sostenibilidad de un modelo socio-económico que ya ha demostrado ampliamente su propensión al suicidio y la inducción al mismo.

Y digamos las cosas como están. Capitán Europa, lejos de salvar al pensionista Luigi, ha desempeñado un papel crucial en la cadena de hechos que llega hasta el suicidio. Incluso si dejamos de lado los catastróficos efectos de los defectos de diseño de la Unión Monetaria sobre la economía italiana (y por tanto sobre el sistema financiero italiano), Europa no es la mocina de esta película. Mucho antes de redactarse el decreto salva-bancos, la situación de los bancos italianos era compleja. Ya desde finales de 2011 la quiebra de varias entidades financieras era la crónica de una muerte anunciada. Ahí entra en acción de forma decisiva la Unión Europea.

La muy loada política monetaria no convencional del Banco Central Europeo ofreció un balón de oxígeno, pero de oxígeno envenenado a los bancos zombies de toda Europa, y muy especialmente a los italianos y españoles. Tales bancos suscribieron en porcentaje desproporcionadamente alto los préstamos a tres años a tipo fijos y muy bajo con los que Draghi se estrenó como presidente del BCE. El día de la verdad se pospuso (a un alto coste para los contribuyentes de la Eurozona). Pero de este modo se crearon las condiciones en las que muchos ahorradores como el pensionista Luigi quedaron enredados en las mallas de la ruina de los bancos zombis. A ello coadyuvaron los llamados “test de stress” de la Autoridad Bancaria Europea. Pese a que su fiabilidad se reveló nula a posteriori, la larga sombra alargada de los tests condujo a que incluso las entidades que no participaron en el mismo tratasen de allegar capital con el que disimular sus vergüenzas (jaleados en tal sentido por las autoridades bancarias, incluido el BCE). Al mismo tiempo que muchos españoles se hacían la ilusión de convertirse en bankeros cuando en realidad estaban tirando sus euros al agujero negro de la entidad presidida por Rodrigo Rato, muchos italianos ponían sus ahorros en bancos igualmente insolventes, como Banca Etruria.

La guinda en el pastel la puso la ya mencionada Directiva 2014/59, que abre la veda del bail-inbail-in. Como el caso de nuestras preferentes demuestra, las víctimas del bail-in están destinadas a ser no tanto las grandes fortunas (que además de capital económico cuentan con el capital social para poder huir, más o menos éticamente, de la quema antes de que el edificio arda), sino los Luigis de este mundo.

¿Y qué sugiere Capitán Europa que se haga para desfacer el entuerto? No la de la acción política que evite sistemáticamente casos como el de Luigi, sino invitar a los desplumados a que vayan ante los jueces e invoquen sus derechos en tanto que consumidores, en tanto que “capitalistas”. Pero no sólo litigar es caro y lleva tiempo (mucho tiempo en los casos español e italiano; y sobre eso Capitán Europa sólo emite admoniciones más simbólicas que efectivas), sino que las decisiones judiciales en asuntos como los de las preferentes o ahora Banca Etruria son meras tiritas con las que es imposible cortar una hemorragia.

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El problema de fondo, quién tiene que pagar las consecuencias de años de producción de dinero falso en forma de créditos que era imposible se devolvieran, no pueden resolverlo la política. Y a eso Capitán Europa se ha vuelto alérgico.

Y es que, como afirmábamos al principio, la saga de las preferentes y de los bankeros fue en realidad la primera entrega de un larga saga. El uso tanto del dinero público como del capital de los pequeños ahorradores como recurso con el que “salvar” los bancos sin afectar el valor del capital de las grandes fortunas no es una idiosincrasia española. La segunda entrega de esta saga, el bail-in italiano, es una versión corregida y ampliada de la primera.

En nombre de la “defensa de los contribuyentes” se retira la protección de que disfrutaban los pequeños ahorradores, que de este modo, se convierten en el lumpen de los capitalistas: o, si se nos permite la expresión, los lumpen-capitalistas. Si las “reformas” laborales y los recortes en los servicios públicos han hecho menguar a la clase media, la protección del gran capital se garantiza mediante la expropiación de los pequeños ahorradores. La creciente desigualdad de renta y capital nos conduce, de modo inexorable, al capitalismo en estado puro. Après Renzi, le déluge.

Usted, lector, tendrá aún fresco el recuerdo de las muchas historias tristes en las que los ahorros de toda una vida fueron devorados los monstruos financieros de las mal llamadas preferentes o las acciones de Bankia (¡Hágase bankero!). Sabemos ahora, como debimos saber siempre, que muchas entidades financieras trataron de tapar los muchos agujeros que la fe ciega en el poder del ladrillo (mezclada con la codicia delincuescente de sus gestores y la laxitud de los supervisores) generaron en sus cuentas.

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