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El fiasco de Bruselas y el desafío permanente de Mazón desnudan el liderazgo de Feijóo en el PP

Luces Rojas

Rajoy ante el PP

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.

Ludolfo Paramio

La intervención del presidente Rajoy ante el Congreso, el 7 de mayo, teóricamente para presentar el Plan Nacional de Reformas y el Plan de Estabilidad, fue bastante decepcionante. Rechazó cualquier alternativa a sus políticas como simples 'fantasías' o propuestas de regreso a las políticas fracasadas del pasado, incluso cuando alguna de esas propuestas se referían a hacer en España lo que se ha venido haciendo en Alemania, con bastante éxito, para frenar el crecimiento del desempleo.

¿Por qué esta cerrazón? Hay varios motivos, pero es muy posible que el principal fuera que Rajoy no quería convencer a la Cámara, mucho menos a la opinión pública, sino convencer y movilizar al propio grupo parlamentario del PP. Probablemente Rajoy es consciente de que tras las negativas previsiones de la Comisión Europea cualquier referencia a inminentes brotes verdes en nuestra congelada economía estaba condenada de antemano no sólo a ser recibida con sarcasmo desde la oposición, sino a no tener ninguna receptividad en la opinión pública.

De ahí que Rajoy entienda que lo fundamental es mantener la calma y el orden dentro del PP, y eso no es tan fácil. Una cosa es estar convencidos de que la consolidación fiscal es inevitable y otra asumir cada uno a su nivel los costes de esa política. Las discusiones y dudas sobre la ley Wert o la reforma Gallardón del aborto parecen indicar que el malestar ante el derrumbe en las encuestas alcanza al propio Consejo de Ministros, a la vez que los barones regionales sienten una creciente tentación de innovar e introducir matices propios frente a la ortodoxia.

Esto es bastante nuevo en el PP. Durante muchos años nos hemos acostumbrado a oir a sus dirigentes y representantes hablar con una única voz y con las mismas palabras, un mensaje único que podía o no venir al caso, pero que —si hemos de creer a Goebbels— calaba en la opinión pública por su simple machaconería, ampliada por sus medios afines, y que además cumplía la muy importante función de arruinar el sistema nervioso de sus oponentes, casi impotentes ante el implacable diluvio de una consigna presentada como opinión o juicio político.

Eso es lo que parece haberse acabado, al menos de momento, y no se explica sólo por las apuestas individuales de los dirigentes —Gallardón empeñado en hacerse elegible para el sector más conservador del PP— o de los medios de prensa —no faltan los que aún esperan un espectacular regreso de Esperanza Aguirre— sino sobre todo por un extendido sentir de que Rajoy está abrasado y carece del liderazgo necesario para invertir la tendencia actual de desgaste de la intención de voto al PP. Sólo faltaba la entrevista de Aznar para saber que ese sentimiento incluye al que fue su padrino.

¿Puede lograr Rajoy mantener el orden interno y evitar que el PP se asemeje de forma creciente al ejército de Pancho Villa, a la manera en que tantas veces le ha sucedido al PSOE? No es evidente que su táctica favorita —aguantar y esperar— le baste en esta ocasión, sobre todo si se sigue extendiendo en la opinión pública la percepción de que el gobierno ha traicionado su programa, la situación ha empeorado y no existe plan B. Por cierto que las cada vez más frecuentes salidas de tono, las acusaciones de fascismo contra Artur Mas, Ada Colau y todo lo que se les ponga por delante, no mejoran las cosas.

Pero el leopardo no cambia sus manchas. Una vez que Rajoy se ha convencido de que los españoles no tenemos elección y de que todo lo demás son fantasías y políticas del pasado condenadas al fracaso, es casi imposible que esté dispuesto a pactar políticas distintas y a negociarlas con Bruselas, pese a que lo único que podría cambiar el fatalismo y la ira que se han extendido por la opinión pública sería la percepción de una voluntad de consenso en 'los políticos' para salir de la situación actual, o eso al menos parecen indicar las encuestas.

Además cabe sospechar que Rajoy no entiende cómo funciona la política de Bruselas y la Eurozona. No sería raro, ya que casi nadie lo entiende. Pero su argumento básico —España ha hecho sus deberes y ahora la UE debe ayudarla a salir del hoyo— parece mal enfocado. Por una parte lo ha dirigido hacia el BCE, famoso porque, pese a sus muchas singularidades, comparte con otros bancos centrales la tendencia a reaccionar negativamente ante los intentos de presionarle, y conserva además un pésimo recuerdo de cómo el gobierno de Rajoy manejó la renovación de su cúpula.

La aparición de Enrico Letta en el escenario europeo podría ser una buena oportunidad de que los países del sur, incluida Francia, pidieran que las llamadas a combinar austeridad y crecimiento se tradujeran en políticas concretas. Pero desde su paseo conjunto en barco Rajoy parece tener pánico a sugerir disensiones con Merkel en el seno del Consejo, pese a que en la Comisión se extiende el sentimiento de que es necesario un cauto giro, incluso volviendo al método comunitario (por mayoría) frente al método intergubernamental (por unanimidad) para la gestión de los rescates.

Pero el problema de fondo es que todo lo que huela a Keynes apesta para Rajoy a políticas del pasado (de tiempos de Zapatero, al menos) condenadas a fracasar. No deja de ser una desgracia para el país y para los españoles que éste sea el único punto en el que Rajoy no se ha movido un ápice desde sus tiempos en la oposición, a la vez que incumplía todas sus promesas electorales. Por culpa de la herencia recibida, claro.  

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Ludolfo Paramio es Catedrático de Ciencia Política en el CSIC. Fue Director General en el Ministerio de la Presidencia durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. Su último libro es La socialdemocracia maniatada (Catarata).

 

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