El Brexit de las británicas blancas

Este año se cumplen veinte años del debate del matrimonio igualitario en España, un debate social que acabó con una hermosa victoria de la igualdad. 

El debate era sencillo. Las activistas entonces LGTB pedíamos algo directo: los mismos derechos, con los mismos nombres. Matrimonio, con todas las letras, con todos los derechos. 

La derecha, claro, criticó esa reivindicación. Afirmaron que podríamos haber conseguido “los derechos”, sin necesidad de “molestar a gran parte de la sociedad”, como afirmó Mariano Rajoy. El matrimonio era “otra cosa”. El matrimonio “viene de madre”, dijeron, cumple una "función reproductiva”, afirmaban, tiene un “origen antropológico”, aseveraban. En resumen, gente nueva, personas homosexuales y bisexuales, “invadían” el concepto de matrimonio y lo “desnaturalizaban”, “borrando” y “disolviendo” el matrimonio real, “perjudicando" a las parejas heterosexuales ya casadas que perdían “su” matrimonio en detrimento de una “nueva figura” que incluía a personas que no deberían estar ahí. 

Y fueron incapaces, todavía lo son, de explicar por qué las parejas del mismo sexo no pueden acceder al matrimonio y, en cambio, las de diferente sexo sí. ¿Cuál es el motivo, cuál es el problema? Y la gente entendió que, en realidad, lo que molestaba a la derecha y a la iglesia no era el acceso de las parejas del mismo sexo a los derechos, no. Lo que les molestaba era que se pusiera en el mismo plano de reconocimiento simbólico, de jerarquización social, a las parejas del mismo sexo y las parejas de diferente sexo. Fue transparente que, para la derecha, las parejas heterosexuales debían tener un reconocimiento social específico y superior, pues a sus ojos son “las personas de bien”, “la familia verdadera” y tantos y tantos eufemismos sobre quienes cumplían la norma simbólica, heterosexual, en muchos casos religiosa y social de comportamiento. Aquellos que obedecían esa norma sexual y social, debían ser premiados y reconocidos por ello, colocándoles simbólica y a nivel de estatus, por encima de las parejas del mismo sexo. 

Ese era el debate de fondo. La igualdad frente a la jerarquía social tradicional. El reconocimiento de que todas y todos somos iguales ante la ley frente a nombres específicos, leyes apartheid, creadas para ceder algún derecho, pero manteniendo el elemento clave, simbólico, de desigualdad y jerarquía tradicional intacto. 

Y perdieron el debate. La igualdad triunfó. España supo ver la intención real, discriminatoria, y decidió que homosexuales, bisexuales y heterosexuales somos iguales ante la ley y la sociedad. Y durante 20 años, el matrimonio igualitario solo ha generado felicidad. Bien por España. 

Algo oscuro le pasa a EEUU y al Reino Unido

Su hegemonía económica y cultural, como centro del mundo, hace tiempo que está en decadencia y, a la vez, la hegemonía de las personas blancas heterosexuales anglosajonas como cúspide de la jerarquía social de sus países y del mundo, solo ha hecho que sufrir golpes en los últimos 40 años con el avance del reconocimiento de la diversidad en Occidente y el desarrollo de países como China. 

Trump es una expresión clara de esto. Su eslogan, Make America Great Again (MAGA), llamando a volver a ese momento en el que los blancos eran hegemónicos, y sus decisiones –atacar a personas racializadas, migrantes o LGTBI– son una declaración de intenciones. Sus votantes no han votado a Trump por la economía o la desindustrialización. Sus votantes, o una parte muy importante de sus votantes, votan a Trump porque este les dice que está bien sentir odio contra los que les ‘roban’ su puesto en la jerarquía, contra Canadá, México, los migrantes, las personas LGTBI, las personas racializadas. Les dice a los que siempre fueron la cúspide que se les debe algo. Les dice que va a exigir y negociar para que otros países “les paguen” lo que les deben. No se trata de economía. Se trata, de nuevo, de jerarquía social. De quién está por encima y quién por debajo. De si los blancos anglosajones siguen siendo la élite dominante de EEUU y del mundo o llega “el gran reemplazo” y deben compartir su poder con los “woke”, con el resto del mundo.

Y lo mismo está pasando en Reino Unido. Es sabido que el Brexit, comienzo de una acelerada  decadencia económica de Reino Unido, se debió, entre otros, a motivos xenófobos, pues los predictores psicológicos de la xenofobia estaban relacionados íntimamente con el voto a favor del Brexit, como ilustraron Golec de Zavala et al. en un estudio de 2017. Además, según una encuesta de Lord Ashcroft Polls del 23 de junio de 2016, el voto por el Brexit entre los blancos alcanzó el 53%, mientras que los británicos de origen asiático apostaban en un 67% por el remain y los británicos de origen africano apoyaban quedarse en un 73%. También hubo un componente generacional, pues más del 60% de los mayores de 60 años apoyaron el Brexit por tan solo un 27% de los de 18 a 24 años. 

Así que, de nuevo, asistimos a una percepción mayoritaria entre los blancos de mayor edad, como ha sucedido en EEUU, de que los blancos pierden la hegemonía, de que el Reino Unido está siendo invadido, de que no tenía “autonomía”, de que sus problemas se derivaban de Europa, los fontaneros polacos y el nivel de inmigrantes en el país.

Es el mismo mecanismo en ambos países: el giro a la ultraderecha está alimentado por la pérdida de hegemonía social de los blancos anglosajones de mayor edad, la percepción de estar perdiendo su papel de cabeza de la jerarquía social, que muchos consideran un derecho natural, anclado en la tradición, justificado por sus méritos como creadores de un orden internacional. 

Las élites blancas tradicionales de EEUU y Reino Unido perciben que pierden poder interno, el papel de los blancos autóctonos como hegemones sociales indiscutidos se erosiona, mientras que EEUU y Reino Unido como países pierden poder como hegemones globales. 

“It’s worse in the UK than anywhere else”

Es peor en el Reino Unido que en cualquier otro lugar del mundo, le decía Judith Butler a Owen Jones en un video en su Instagram. Se refería, por supuesto, al impacto de las TERFs, las feministas radicales anti-trans, que tienen como objetivo central de su trabajo y lucha eliminar los derechos de las personas trans por la vía de denegarles el reconocimiento de su identidad.

Por supuesto, no lo articulan discursivamente así. Ellas afirmarán que “no odian” a las personas trans, “que no tienen nada en su contra”, pero que hay que defender “el sexo como categoría biológica” y así, de esta forma, “proteger” a las mujeres. 

Estamos de nuevo ante una batalla por un concepto, en este caso, el sexo. Una batalla, como vimos con el matrimonio, entre una definición inclusiva, en la que caben homosexuales, bisexuales y heterosexuales y una definición excluyente, en la que no cabían. Pues bien, en este caso sucede exactamente lo mismo. Estamos ante una batalla para definir el sexo, sobre todo para definir mujer, como una categoría inclusiva, en la que caben las mujeres cis y las mujeres trans, o como una categoría excluyente, en la que solo caben las mujeres cis, las mujeres que no son trans. No es, tampoco, un debate muy novedoso. En los años 80 este mismo debate se tuvo con las mujeres lesbianas, defendiéndose definiciones de “mujer” que exigían la heterosexualidad y, por tanto, dejaban fuera a las mujeres lesbianas. Al final, definir un término te permite definir quién lo habita y, sobre todo, quién es el sujeto hegemónico de ese término. 

Es por eso que asistimos a una batalla por redefinir el término “mujer”, un término que el propio feminismo siempre ha definido como principalmente social por sus más grandes teóricas como Simone de Beauvoir, y retroceder a una definición biológica, dependiente de cromosomas, útero, ovarios y finalmente, capacidad de parir. Y todo con un objetivo táctico: dejar fuera del concepto de mujer a las mujeres trans y, de paso, afirmar que los hombres trans son “mujeres engañadas” por la propaganda trans. 

Es el mismo mecanismo en ambos países: el giro a la ultraderecha está alimentado por la pérdida de hegemonía social de los blancos anglosajones de mayor edad, la percepción de estar perdiendo su papel de cabeza de la jerarquía social

Pero ¿por qué el discurso TERF ha calado con tal virulencia en el Reino Unido, hasta el punto de ser el núcleo desde el que se elaboran discursos, noticias falsas, memes, argumentarios y demás artillería política desde el discurso TERF? ¿Por qué las mujeres feministas blancas y mayores del Reino Unido han asumido con tanta vehemencia y celeridad un discurso que, en los feminismos de otros países, incluido el de España, no ha tenido ese nivel de penetración y de conexión con los sentires de esas mujeres?

De la misma forma que el discurso de ultraderecha contra la inmigración presentaba a los migrantes, a los extranjeros, como la amenaza de sustitución, como aquellos que estaban robando la hegemonía a los británicos blancos que debían recuperarla vía Brexit, el discurso de ultraderecha, articulado principalmente por las organizaciones ultraconservadoras, ha encontrado en las mujeres feministas blancas británicas mayores un terreno abonado, presentando a las personas trans como invasoras, como gente que quiere violarlas, como gente que les quiere robar sus derechos. Y al colectivo LGTBIA+, de forma simbólica, como quienes les están quitando el protagonismo en el feminismo y la lucha por igualdad. Se presenta un grupo vulnerable como una amenaza a la hegemonía simbólica y cultural, en este caso, de las mujeres blancas feministas, que temen ser sustituidas, invadidas, por las personas trans y LGTBI+ en sus luchas y que no van a aceptar, de ninguna manera, que una mujer trans sea igual a ellas, como no podía aceptar el foro de la familia que un matrimonio homosexual fuese igual que uno heterosexual.

Y este mecanismo que funciona en todo el mundo para activar el discurso TERF encuentra en EEUU, pero sobre todo en el UK, una percepción previa de desplazamiento cultural y simbólico de las británicas blancas mayores. Y de la misma forma que se redefinió el concepto “Reino Unido” para dejar fuera de él a los extranjeros, a Europa, para volver a los orígenes, de la misma forma que los votantes de Trump votan para Make America Great Again, para volver al momento histórico en el que la hegemonía blanca era indiscutible, las mujeres TERF en el Reino Unido han batallado para que el Tribunal Supremo redefina el sexo para dejar fuera a las personas trans, para que las personas blancas y mayores recuperen su posición en la jerarquía simbólica, para que quede claro que Reino Unido, el sexo, es lo que ellos y ellas dicen que es, que valen más los británicos blancos que los extranjeros y que valen más las mujeres cis que las mujeres trans, expulsadas ya siempre del concepto mujer. Para dejar claro que hay ciudadanos de primera/mujeres de primera, y otras, diferentes, de segunda, las personas extranjeras / trans. 

En resumen, el mayor impacto del discurso TERF en el Reino Unido se explica por un terreno abonado de amargura entre las mujeres blancas británicas conectado con la decadencia de lo anglosajón en el mundo. En una sociedad en la que la decadencia económica, cultural y de posición jerárquica, tanto del país como de las personas blancas, las mujeres feministas han comprado un discurso que les señala a las personas trans como su amenaza de pérdida de jerarquía, como su “gran reemplazo” como mujeres y han impulsado su propio Brexit, la expulsión de las mujeres trans del concepto de mujer. 

Pero como pasó con el Brexit, desafortunadamente, retroceder a una definición biológica del sexo para expulsar y eliminar los derechos de una parte de la población, lejos de solucionar nada, solo agravará el problema. Porque la realidad es tozuda y la igualdad imprescindible: las mujeres trans son mujeres y el matrimonio homo/bisexual es matrimonio. Mismos derechos, con los mismos nombres. 

Y ninguna sociedad que pretenda ser justa puede excluir a partes de la ciudadanía de sus derechos para establecer una jerarquización en la que hay ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Tarde o temprano, la igualdad se impondrá, también en Reino Unido.

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Ignacio Paredero es sociólogo, politólogo y activista LGTBI+.

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