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Cerrado por desafección (o las consecuencias de equivocarse de metáfora)

Vista del hemiciclo durante la segunda sesión del debate de moción de censura presentada por Vox.

No creo que resulte muy elitista por mi parte afirmar que la metáfora del barco de Teseo no era muy conocida por el gran público de este país hasta que, en una versión algo modificada, Adolfo Suárez la utilizó en su discurso del 6 de abril de 1978 en el Congreso de los Diputados. Hasta ese momento, había sido una metáfora recurrente entre filósofos, de Heráclito a Otto Neurath, pasando por John Locke y tantos otros, para plantearse la cuestión de si de algo podemos seguir diciendo que es lo mismo a pesar de que se le hayan cambiado todas sus partes. Plutarco la había utilizado por vez primera haciendo referencia a un barco cuyas tablas iban siendo reemplazadas una a una, pero fácilmente se deja ver que, si la aplicamos a los seres humanos, que tanto cambian a lo largo de sus vidas, plantea la siempre complicada cuestión de la identidad.

En su discurso, Suárez modificó en un sentido práctico la metáfora del barco y la transformó en la del edificio que hay que reformar, con todos sus inquilinos dentro. Se recordará la sustancia de su argumento, hablando de la dificultad de la tarea que tenía encomendada su gobierno: “Se nos pide que cambiemos las cañerías del agua, teniendo que dar agua todos los días; se nos pide que cambiemos los conductos de la luz, el tendido eléctrico, dando luz todos los días; se nos pide que cambiemos el techo, las paredes y las ventanas del edificio, pero sin que el viento, la nieve o el frío perjudiquen a los habitantes de ese edificio…”.

Ahora bien, de la misma manera que se suele decir que no hay dos sinónimos perfectos, que coincidan en todas sus acepciones, así tampoco existen dos metáforas perfectamente intercambiables. En el caso que comentábamos, la metáfora del edificio, utilizada para describir el orden social y político de un país, incluye una posibilidad impensable en la metáfora del barco. Me refiero a la de la demolición misma del edificio, susceptible de ser planteada incluso como una posibilidad deseable. Se recordará al respecto la célebre respuesta de Marcuse a finales de los años sesenta del pasado siglo a un estudiante que le recriminaba que su crítica radical al sistema no iba acompañada de una propuesta constructiva. En ocasiones, replicó el filósofo, no hace falta disponer de un proyecto alternativo para justificar la destrucción de algo. Echar abajo una cárcel, puso como ejemplo, es algo inequívocamente bueno, aunque no sepamos todavía qué vamos a hacer con el solar disponible. Obviamente, esta posibilidad no tiene su correlato en la metáfora del barco, en el que la destrucción del mismo equivaldría al naufragio.

Sin duda, hay mucho marcusiano sin saberlo que, además de ignorar que en ocasiones lo mejor es enemigo de lo bueno, está convencido de que no conseguirlo todo equivale a no haber conseguido nada. Ciertamente, Marcuse no tuvo su mejor tarde (una mala tarde la tiene cualquiera) cuando proporcionó su célebre respuesta. El político español que, pocos años más tarde, hizo también célebre la afirmación “de la ley a la ley, pasando por la ley” tenía, en este sentido, las cosas más claras. Tal vez un ejemplo sea la forma más económica de precisar lo que pretendo señalar. Algunos entendieron con demasiado retraso la razón por la que en la primera guerra del Golfo las fuerzas aliadas se quedaron a las puertas de Bagdad y no acabaron con Sadam Hussein y su régimen: la segunda guerra, con su diferente final, dejó claro el sentido (y el acierto) de la decisión anterior.

También entre nosotros los ha habido que en los últimos años han propuesto demoler el edificio de la Transición. De hecho, probablemente lo más importante de lo ocurrido en la segunda década de este siglo en España hayan sido los dos intentos de demolición que se emprendieron, uno en clave presuntamente político-social y otro en clave territorial. No han faltado autores que, al hacer un balance provisional de la década, han concluido que el edificio consiguió resistir ambos embates. De ser así, el resultado estaría acreditando, a partes desiguales, tanto la solidez misma del edificio como la impotencia de quienes convirtieron su derribo en el eje de su propuesta programática.

Respecto a esto último, habría que recordar que incluso la demolición de un edificio requiere conocimientos adecuados y está sujeta a protocolos y cálculos si no se quiere que la acción genere perjuicios y daños indeseados de diverso tipo y magnitud. Tal vez la percepción creciente de la dificultad de materializar la mencionada propuesta programática ha llevado a quienes aspiraban a lo más, demoler el edificio, a conformarse con menos, esto es, con deteriorarlo cuanto estaba en su mano de diversas maneras y en nombre de diferentes argumentos. No se puede decir que su empeño haya sido en vano, como se puede percibir con claridad últimamente.

Porque, en contra de lo que tanto se viene repitiendo de un tiempo a esta parte, la categoría que mejor describe nuestra situación actual no es precisamente la de incertidumbre. Poner en ella el acento puede dar lugar al equívoco de atribuir a la deriva misma de las cosas, a procesos en alguna medida objetivos, nuestra dificultad para entender lo que nos pasa, dificultad que, en efecto, viviríamos en términos de incertidumbre. Pero si analizamos con un mínimo detenimiento lo que viene ocurriendo, especialmente en nuestro país, constatamos que lo que está generando el creciente desasosiego de nuestros conciudadanos no es tanto las dimensiones objetivas de lo que nos pasa (con la pandemia en primer plano) como las respuestas que a todo eso se están dando.

Si a dicho fenómeno se le quiere denominar desafección, habrá que decir entonces que es una desafección no solo generalizada sino general en relación con el conjunto de las instituciones, que no parecen estar dando respuesta a las profundas preocupaciones de los ciudadanos. Pero, desafortunadamente, se diría que cuando la desafección es tan generalizada, casi universal, no causa preocupación a los responsables políticos, tal vez porque piensan que ningún adversario la va a poder rentabilizar. De ser cierto que pensaran tal cosa, su tacticismo estaría alcanzando niveles alarmantes. Ya que alarmante sería que hubiera quedado atrás la decepción particular hacia estos o aquellos, y lo que se hubiera instalado y estuviera echando raíces fuera la decepción respecto a la cosa pública en cuanto tal. Porque no hay país, no hay sociedad, que pueda funcionar sobre la base de la desconfianza de la ciudadanía en aquellos y en aquello en que deberían confiar. Entre otras cosas porque es la confianza en los instrumentos de los que disponemos y en quienes los gestionan la mejor herramienta para enfrentarnos a todo tipo de incertidumbres.

Pero los representantes políticos, tanto unos como otros (en mucha mayor medida unos que otros, sin duda alguna), siguen enredados en unas querellas en las que con frecuencia se invoca el nombre de los ciudadanos en vano, esto es, se apela al bien general para a continuación defender el interés particular. En pocas ocasiones como la presente ha resultado más patente la enorme distancia que separa los objetivos a corto plazo, que pasan siempre por alcanzar o mantener una determinada cuota de poder, con unas metas últimas que, por impensadas, ni siquiera se llegan a nombrar (¿alguien sabe lo que proponen para el futuro a medio y largo plazo las diferentes fuerzas políticas?).

En efecto, escasean los discursos en los que se nos diga hacia dónde vamos o, menos aún, hacia dónde deberíamos ir y, cuando se producen, quedan ahogados en un ecosistema informativo que prefiere sistemáticamente destacar hechos quizá más noticiosos si los medimos por el número de clics, pero que sin duda son mucho menos relevantes para el futuro de nuestro país, de nuestras sociedades e incluso de nosotros en tanto individuos. En semejante contexto, nada tiene de sorprendente que las instituciones sean crecientemente entendidas por los políticos de los que venimos hablando como escenarios de una batalla, como posiciones por conquistar, en vez de como mecanismos que garantizan un mejor funcionamiento del sistema en beneficio de todos.

Lo que tanto unos como otros (más unos que otros, vuelvo a repetir) parece que ni tan siquiera toman en consideración es un escenario de desafección masiva hacia las instituciones, escenario del que, sin embargo, se diría que estamos cada vez más cerca. Funcionan todos ellos como si alcanzar determinados objetivos (presupuestarios, de desgaste del gobierno, de ventaja electoral…) colmara sus expectativas y, en consecuencia, fuera el remedio para todos los males que nos aquejan. Al parecer no se les ha ocurrido pensar que una sociedad en la que el grueso de la ciudadanía desconfía de sus instituciones y de sus representantes no solo puede terminar resultando ingobernable, sino que puede llegar a convertirse en un auténtico polvorín. Tal vez no están particularmente preocupados porque han asumido aquel razonamiento que me contaba un amigo mexicano que se hacían en los últimos tiempos algunos jóvenes que habían decidido regresar a vivir al DF después de haberlo abandonado por causa de los altos niveles de contaminación: “han reparado en que el infierno no es lo mismo que la muerte, y que en él, a pesar de todo, se puede seguir viviendo; mal o muy mal, según la zona del infierno que te toque, pero se sigue viviendo”.

La desconfianza en las instituciones que nuestros fallidos destructores se han dedicado a propalar ha dañado sin duda al edificio severamente, pero no se percibe en algunos de los demás inquilinos un gran interés en la reparación de los daños. Acaso porque en su fuero interno les preocupan menos de lo que declaran de boquilla. Es el caso de buena parte de nuestros conservadores que, por más que se reclamen herederos del primer presidente de la etapa democrática, siempre han estado dispuestos a la hora de la verdad —esto es, para desalojar del poder a la izquierda— a embarrar el terreno de juego hasta el límite de lo insoportable. Parecería que el hecho de que pueda haber quienes quieran acabar con aquello que fue construido entre todos fuera algo que en realidad, lejos de generarles una especial inquietud, celebraran secretamente en la medida en que les proporciona una eficaz y ruidosa munición propagandística. O quizá sea que el convencimiento, en gran medida contrastado, de que los suyos no les van a penalizar en las urnas por tales excesos, por crispación que puedan llegar a generar, les lleva a desentenderse, una y otra vez, de la menor responsabilidad y a jugar con fuego sin la más mínima prudencia.

No se trata de negar, por supuesto, que el debate de la fallida moción de censura —puestos a puntualizar: más que fallida para Abascal, políticamente útil en este momento para el Gobierno y trascendental para Casado— abre una oportunidad para recuperar un diagnóstico común sobre la salud de los cimientos del edificio impugnado. Pero, por todo lo dicho hasta aquí, está por ver que se vaya a aprovechar la oportunidad. Además, la historia nos aconseja ser prudentes a este respecto. No cabe descartar que el discurso del líder del PP no haya sido en realidad otra cosa que un movimiento puramente táctico, un codazo en la cara a Vox para hacerle caer del caballo en el que hasta el momento cabalgaban juntos. De hecho, no es la primera vez, ni muchísimo menos, que líderes de la derecha han hecho solemnes declaraciones de moderación que luego no han tenido la menor continuidad, hasta el punto de que ha pasado a ser objeto de chanzas la expresión “viaje al centro” cuando es utilizada por ellos. Lo que sí ha quedado diáfanamente claro, en cambio, es que nada cabe esperar de los ultraconservadores, que han puesto de manifiesto, por si alguien albergaba todavía alguna duda sobre ello, que siempre hay alguien dispuesto a ser todavía menos responsable y aportar su granito de arena para hacer saltar por los aires la convivencia.

En todo caso resulta evidente, regresando al eje de nuestro razonamiento, que no han alcanzado su objetivo quienes expresamente llevaban en su programa la voladura del edificio, aunque, eso sí, se hayan preocupado de dejarlo hecho unos zorros. De hecho, a perseverar en el deterioro del mismo parece haber quedado reducido dicho programa en este punto. O, si se prefiere formular esta idea en términos de consigna, a desgastar sin desgastarse. De ahí que compatibilicen, sin que parezca crearles el menor problema de coherencia, el posibilismo más adaptativo en los asuntos realmente importantes con el maximalismo en aquellos otros que en este momento no deberían distraernos (con el de la forma del Estado en lugar muy destacado). Creen poder conservar así ante los suyos, prácticamente a coste cero, la imagen demoledora que en algún momento tan buenos dividendos les rindió. Que esto pueda terminar provocando frustración entre los afines e irritación ante el espectáculo de fariseísmo entre el resto es algo que, a la vista está, no parece importarles lo más mínimo. O, aún más en general, que tales actitudes puedan contribuir a aumentar el alejamiento de la ciudadanía respecto a sus instituciones es una variable que hoy no parece ser tenida en cuenta.

A quien corresponda: paren esta desafección. Es urgente. Porque sería dramático que precisamente en un momento de especial dureza como el presente, en el que un creciente número de ciudadanos precisa de la cobertura política para no quedar atrás y no verse condenados a forma alguna de exclusión (cuando no para sobrevivir), tanto la política como las instituciones fueran vistas por esos mismos ciudadanos como un ámbito ajeno, en el que no se dirime nada que tenga que ver con sus perentorias necesidades, y terminaran perdiendo por completo la esperanza en lo público. Que tal cosa pudiera llegar a suceder siginificaría el fracaso, completo y rotundo, de la política.

No pretende ser esta una afirmación grandilocuente para concluir la argumentación anterior de una manera más o menos rotunda y sonora. Quizá el gran error de algunos ha sido confundirse de metáfora y empeñarse en pensar en términos de edificio aquello que como mejor se deja pensar es en términos de embarcación, según nos habían sugerido tantos clásicos. Es mucho lo que se pone en juego en dicha confusión. Porque, de no haberse empeñado en cambiar de metáfora, se habrían dado cuenta de que el peligro que nos amenaza si fracasamos en la tarea histórica que nos corresponde no es el de quedar a la intemperie sino, lisa y llanamente, el de hundirnos.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE. Acaba de publicar el libro 'Transeúnte de la política' (Taurus).Transeúnte de la política

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