Plaza Pública
La Corona no es sagrada
En su ensayo Common Sense, con el que el inglés Thomas Paine trataba de alentar en 1776 la revolución de las colonias británicas que daría lugar a los Estados Unidos, dejó dicho que “un ridículo extremo caracteriza la naturaleza de la monarquía”. Por mi parte suscribo tal afirmación, recordando con cierta sorna el dicho coloquial de que hacer el ridículo en política es lo peor de lo peor. La institución de la monarquía, por su atavismo, es ridícula en sí misma, pues su carácter anacrónico ni se compensa ni se justifica por la dimensión simbólica que se le atribuye, a falta de otras que decayeron, en Estados modernos con democracias constitucionales. El carácter simbólico atribuido a la Corona, como obvia densificación de la monarquía en la persona del rey o reina, entendiendo su función como representativa de la unidad del Estado en su máxima instancia, es residuo del pasado que malamente se compagina con lo que la democracia supone de reconocimiento de la igual dignidad de todos los ciudadanos y ciudadanas como sujetos de derechos.
Déficit de legitimidad de una institución no democrática
La concepción jerárquica del poder que simbólicamente la monarquía conlleva como herencia de la que depende su mitificada “esencia” contradice, pues, el principio de igualdad democrática, de la misma manera que la legitimación de quien ostente la corona depende de un orden dinástico y un azar de la naturaleza en términos de filiación y parentesco que son ajenos a los modos racionales de legitimación del poder en democracia. Dicho todo ello sólo cabe concluir que donde sobrevive la monarquía, aun siendo monarquía parlamentaria para ser presentable –sabemos que alrededor tenemos monarquías impresentables–, perdura en virtud de un tradicionalismo, por fuerza conservador, que se mantiene a la postre por motivos pragmáticos. No hay que infravalorar lo que supone el orden simbólico para el sostén de estructuras de poder; y los monarcas, incluso cuando reinan pero no gobiernan, operan como clave de bóveda de un sistema político-social-económico en el que esa piedra angular juega un papel que se quiere imprescindible, no sólo para las estructuras de poder de una sociedad, sino para el dominio que desde ellas se ejerce.
Si a la condición ridícula, extemporánea y antidemocrática de la monarquía se añade que quienes llevan la corona se hunden en el desprestigio o pierden el aura que requiere el desempeño de las funciones simbólicas que a la institución monárquica se le reclaman, entonces la endeble legitimación de la Corona sufre una erosión tal que la puede llevar al destronamiento. Y si hoy hablamos de todo ello en estos términos, además de por los argumentos de una reflexión filosófico-política de carácter general, es por la coyuntura en que se halla la Corona española. No vale establecer una distancia incuestionable entre la institución y la persona que la ocupe para salvar la primera aun criticando a la segunda, pues en este caso, por la misma manera en que hereditariamente se llega a tal puesto político, tal distancia acaba siendo una falsa excusa para no querer ver cómo los comportamientos de reyes, reinas y –por extensión– personas de la familia real inciden en la deslegitimación de la Corona misma. Se puede hablar de un déficit cada vez más grave de legitimidad de ejercicio que repercute en una institución con una cuestionable, por lo menos, legitimidad de origen –por mucho que se señale al momento (parcialmente) fundante en que se aprueba una constitución en la que el puesto y el papel de la Corona se definen como partes fundamentales de la arquitectura institucional de un Estado concebido como monarquía parlamentaria. Es el caso del Estado español desde la Constitución de 1978, que presentó la aceptación de la monarquía incorporándola al paquete total de reformas democráticas, hurtando así al pueblo español la posibilidad de pronunciarse en referéndum respecto a la alternativa monarquía o república, lo cual queda como pie forzado de la transición política de la dictadura franquista a la democracia.
Quiebra del relato legitimador que acompañó a Juan Carlos I
Si la Corona, en la persona del rey Juan Carlos, investido como tal previamente a la Constitución y por designación anterior del dictador Franco, se vio restablecida por una reforma política que además de democracia supuso restauración borbónica, resultó que el rey, ya como constitucional, se vio legitimado de hecho en su función a resultas de su papel frente al golpe contra la democracia protagonizado por el teniente coronel Tejero, cabeza visible de la trama con que se quiso torpedear la transición política –trama muchos de cuyos cabos aún no se han esclarecido del todo, incluyendo algunos que acababan en el mismo rey Juan Carlos–. Con esa pieza fundamental en el relato en torno al rey la monarquía cobró aliento para mantenerse en la sociedad española con una opinión favorable en torno a ella. Ha sido en los últimos años cuando la figura de Juan Carlos I se ha ido viendo cada vez más cuestionada, especialmente a raíz de determinados hechos que pusieron de relieve las posibles comisiones, en dinero o en especie, recibidas por el monarca por su intermediación en negocios de gran calibre de empresas españolas en el extranjero. Lo que era un rumor saltó a la escena con connotaciones de evidencia. Y el rey tuvo que salir en los medios de comunicación pidiendo perdón, aunque restringiendo su arrepentimiento a la conducta frívola que supone irse de safari a Bostwana cuando España crujía por la crisis económica y sus consecuencias sociales.
Conocimos la abdicación del rey Juan Carlos, para evitar que la erosión de la imagen de la Corona fuera a más, máxime con el caso Nóos en los juzgados con una causa de corrupción que afectaba a miembros de la familia real. Una precipitada sucesión para coronar a Felipe VI, con soluciones jurídicas improvisadas a falta de previsiones legales para ello, fue el expediente para salir del atolladero. Pero aparte todo lo sucedido con el caso Nóos, la cuestión se complica desde el momento en que saltan a la opinión pública las declaraciones de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, tras años de intensa relación privada con el rey Juan Carlos, diciendo que éste operaba con cuentas opacas en Suiza a donde iban a parar comisiones ilegales. Todo ello es sabido a partir de grabaciones realizadas por el excomisario Villarejo, en prisión preventiva acusado de graves delitos. Como quiera que sea, tan preocupantes noticias son motivo de inquietud en la ciudadanía y razón para que partidos políticos con presencia en el Congreso pidan una comisión de investigación al respecto.
La sacralización de la Corona: una injustificable servidumbre
PP, PSOE y Ciudadanos, a la hora de pronunciarse sobre la cuestión señalada, se remitieron a lo que antes dijera el director del CNI en comparecencia parlamentaria, sabiendo de antemano que no iba a decir nada relevante sobre tan escabrosos asuntos. Era el viejo truco de parapetarse tras el secreto de servicios de inteligencia del Estado. Llegado el momento, los representantes parlamentarios de esos mismos partidos, desde su presencia en la Mesa del Congreso, bloquean la formación de una comisión parlamentaria que investigue sobre un cúmulo de posibles actuaciones que resultan escandalosas, las cuales podrían ser calificadas como presuntamente delictivas si no se tratara de quien ha sido rey de España, hoy ya rey emérito. Formalmente se achaca que el Legislativo está para controlar al Ejecutivo, aduciendo que no es su función controlar a la Jefatura del Estado, falacia donde las haya. Si el Legislativo sólo pudiera controlar al Ejecutivo no tendría ni voz ni voto en muchas otras cuestiones, también de control, en que de hecho las tiene. Y, además, si aprueban presupuestos para la Casa Real, ¿por qué no indagar en lo que económicamente se hace desde ella cuando hay razonables sospechas de que no se hizo bien? Si, por otra parte, se acude al artículo constitucional que consagra la inviolabilidad e irresponsabilidad del rey para protegerlo de denuncias incómodas y de toda pesquisa judicial, ¿qué le queda a la ciudadanía y a sus representantes para al menos clarificar cuestiones de la máxima relevancia en lo que se refiere a las actividades de quien ostenta la corona? Si la interpretación restrictiva de las funciones de control del Legislativo ya aparece como un abuso de ley, no lo es menos la lectura de la inviolabilidad e irresponsabilidad del rey por sus actos, cuando éstos de suyo no tienen que ver con el desempeño de la Jefatura del Estado, aunque en el tiempo coincidieran con ella.
Hablemos de Venezuela. Sin gritar
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Respecto a impedir una comisión de investigación en sede parlamentaria señalando que lo que desencadena las cuestiones a dilucidar son unas declaraciones privadas grabadas por un presunto delincuente, cabe decir, por una parte, lo que el machadiano Juan de Mairena declaraba –“la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”–, quedando la tarea de indagar en todo caso qué es verdad en realidad. Y por otra parte, ese presunto delincuente es el que hasta ayer trabajó al servicio del Estado, siendo que desde él le otorgaban fiabilidad, transitando por cloacas inmundas. Lo que nos interesa a partir de lo que desde ellas aflore es la verdad relevante para nuestra vida pública, pues en lo que toca al caso Corinna hay que decir aquello que dejó escrito Stendhal relativo a que en el reinado de la opinión pública nos preocupa lo que incumbe a la libertad y no lo que atañe a la vida privada de cada cual. A los plebeyos con los que el autor francés estaba en sintonía no nos interesan las vicisitudes privadas de los patricios, sino los abusos de éstos que dañan la res publica.
PSOE, PP y Ciudadanos han hecho un flaco favor a nuestra democracia. Han venido a confirmar que en toda monarquía siempre hay posos de absolutismo y eso implica opacidad. Esos partidos, contribuyendo a esa opacidad, han desmentido su voluntad de regeneración democrática pretendiendo limitarla del rey para abajo, dando lugar al incremento de la sensación de impunidad que socialmente se extiende respecto a conductas de cargos públicos ética y políticamente reprobables. Así, contrariamente a lo que pretenden, suman motivos para la progresiva deslegitimación de la Corona –cosa que en su fuero interno sabe bien, porque la padece, Felipe VI, a quien por otro lado no ayuda el papel que está jugando en relación al conflicto de Cataluña, es decir, en relación a la crisis del Estado–. La Corona no es sagrada y pretender protegerla tratándola como tabú intocable es profanación de la dignidad de la que la democracia, por mor de la igual dignidad de ciudadanas y ciudadanos, es acreedora. ______________________
José Antonio Pérez Tapias. Catedrático de Filosofía. Presidente de la Asociación Socialismo y República