Reforma fiscal y el virtuosismo parlamentario Pilar Velasco
Deleuze, el teórico de la micropolítica
Enlazar marxismo, psicoanálisis y revolución ha sido una constante desde ambas disciplinas (Reich, Fromm, Marcuse, Miller, Althusser, Jameson, Badiou, etc.) Aparte de otros desarrollos fronterizos como los de Castoriadis o Žižek. Estamos ante dos teorías que, junto a la evolutiva de Darwin,—se dice— descentran la órbita de lo humano. Sin embargo, cada una de ellas posee su propio campo conceptual y no siempre casa el acercamiento.
Gilles Deleuze y Felix Guattari en El AntiEdipo (1972) hicieron su intento de unir la fuerza de ambas teorías para superarlas críticamente. Su empresa no perseguía una simple crítica teórica, proponía nada menos que una nueva visión de la historia, de la filosofía, de la política y del cambio social. Su punto de partida es una crítica al psicoanálisis de Freud y, sobre todo, a los por entonces sinuosos desarrollos de Jacques Lacan, a los que Deleuze asistió. No entraré aquí en la complejidad ni en las contracciones de dicha crítica al psicoanálisis, simplemente expondré la propuesta de Deleuze, que sugiere como alternativa una “micropolítica” y, como método, lo que él llama “esquizoanálisis”.
El punto de partida se acerca a Heidegger, pero pretende ir más allá, pues no se trata sólo de una crítica a la metafísica y a la sustancialización del ser, o de asentar el lenguaje como la “casa del ser” tal como teorizó el filósofo friburgués en La carta sobre el humanismo (1947). Para Deleuze el lenguaje funciona más bien como prisión, como horma que constriñe la potencia creadora de las “máquinas deseantes” que somos. Ese “somos” hay que entenderlo ajeno a toda sustancialización, a toda petrificación en identidades o reificaciones mediante el lenguaje. Para este viaje maneja los conceptos de Lacan (deseo, inconsciente, Otro, etc.), aunque modificándolos y desplegando una nueva interpretación de lo real que desterritorializa los lazos geográficos, sociales, culturales, deseantes, para volver a territorializarlos en una dinámica tan lábil como impredecible. Desde esa perspectiva , extrae una posición práctica que asume lo contingente, los cortes, las separaciones, fluctuaciones, etc.
El sujeto que se desliza por el lenguaje como el deseo que lo dirige. En esto coincide con Lacan, es decir, en la idea de un deseo que se desliza y un sujeto que no debe ser petrificado como sustancia en el lenguaje, sea bajo la identidad de ser “hombre”, “mujer”, “español”, “marroquí”, "azafata ", “TDAH” o "político ". Pero la perspectiva de Deleuze es absolutamente distinta. Él no cree en la triangulación edípica, ni en el sujeto escindido de Lacan, tampoco en que el orden simbólico dote de una estructura inconsciente al sujeto. Piensa al sujeto más bien como una “máquina deseante” que puede salir del constreñimiento del lenguaje.
Esa salida que es acción y decisión naturalmente supone, según él, una liberación que promueve nuevos espacios rizomáticos, es decir, aquellos espacios creados sin jerarquía, sin linealidad y en expansión no planificada. Y dichos espacios se producen por máquinas deseantes fuera de toda regla, de todo orden y sin jerarquía alguna impuesta por el lenguaje. Esta es su propuesta, elaborada junto a Guattari, en Mil Mesetas (1980). ¿Qué significa esto? Que los grandes relatos de utopías y anhelos organizados, planificados y pensados de antemano, no sirven y que la política derivada de estos, tampoco. Estados, instituciones, etc., son construcciones que tienden a petrificar al sujeto, y a embridarlo en identidades estáticas que impiden su despliegue. El deseo no se “estructura” en el cristal del lenguaje, del orden simbólico, —piensa Deleuze—, puede salir fuera y, como “máquina deseante”, producir y hacer proliferar nuevas relaciones y conexiones. Y esto de manera “agenciaria”; excéntrica, esquizoide, a-significativa, capaz de fragmentarse y separarse en otras relaciones, como el despliegue de un mapa que va mostrando nuevas rutas. Los encuentros en “mesetas”, en lugares, de intensidad media (sin grandes pasiones), planos, sin desniveles jerárquicos, sin causalidad justificadora, sin nudos ni desenlaces, sin drama ni libreto, propician una libertad realizadora. Expansión de la máquina deseante sobre nuevos espacios liberados de toda jerarquía y de todo orden coercitivo.
La “máquina deseante” es aquello que arrastra la plasticidad biológica que somos; un conjunto de partes que se conectan y desconectan con otras máquinas (sociales, políticas, biológicas, técnicas, etc.). Y en ese flujo de intensidades, el acontecer queda constreñido por el orden simbólico y sus formulaciones sociales. Familia y familiarismo del psicoanálisis no dejan de ser —según Deleuze y Guattari— una trampa política que perpetúa el orden burgués y patriarcal. El Estado es una máquina de producción de orden, de jerarquía, de represión, para garantizar la explotación y la extracción de plusvalía.
Lo que Deleuze llama “pensamiento de la representación” supone la existencia de una realidad anterior que se refleja en el acto de pensar, y que se soporta en representaciones de sustancias estables e idénticas a sí mismas. De este modo, se coagulan las identidades. Familia, ciudadano, Estado, etc. serían estados de estabilización de esa carga de intensidad. Son estados de constancia que impiden al sujeto ir más allá. Estos territorios de confort paralizante se generan a partir de discursos filosóficos, políticos e ideológicos totalizantes, que cristalizan en las formas tradicionales de poder centralizado, jerárquico y representativo, y en teorías que, como el psicoanálisis, perpetúan el orden burgués y el capitalismo.
Para Deleuze el psicoanálisis es especialmente importante, pues su compleja elaboración supone la mejor coartada para justificar la estaticidad del orden burgués y patriarcal. Deleuze y Guattari abordan este discurso en El Antiedipo, siendo nuclear su posición frente a Lacan. Pues, en gran parte, su crítica se basa en una modificación de sus conceptos, aunque a partir de una interpretación no siempre acertada.
Una sociedad no marcha sin normas. Estabilidad y norma son esenciales al ser humano
El pensamiento no debe depender de categorías representacionales como la identidad, la semejanza, la oposición o la analogía. Debe ser un “pensamiento de la diferencia”, liberado de sustancias, identificaciones e imágenes. No debe buscar correspondencia o semejanza con “la realidad”, sino explorar lo diferente, lo múltiple y lo impredecible. Pero el psicoanálisis, según los autores, es un pensamiento de la representación que impone límites al acto de pensar y obliga a estructuras de identidad, semejanza, oposición y analogía.
Así, su propuesta política no parte del sujeto dividido (consciente/ inconsciente) del psicoanálisis, y tampoco pasa por la construcción de la polis —no hay territorialización; trazado de fronteras, normas, soberanía ni identidades—. Su propuesta se mueve en el terreno de una errancia nómada. Para Deleuze y Guattari, los cambios políticos no vienen de la mano de las grandes revoluciones o de tomas de poder estatal, sino de la “micropolítica”. En lugar de contemplar dichas totalidades (Estado, partidos, revoluciones), apuestan por movimientos de poder y deseo en niveles cercanos y pequeños de la vida social y personal. Procesos “moleculares” que afectan a la cotidianidad y a las relaciones entre los cuerpos y esas “máquinas deseantes" que nos guían. En lugar de coaligarse y adherirse a la gran revolución o afiliarse a un partido, prefieren la resistencia molecular, en la que los individuos “agenciados” resistan y reconfiguren el poder a través de sus interacciones cotidianas, sus deseos y su forma de vida.
En el proyecto deleuziano no hay, pues, un desarrollo narrativo o causal, sino un campo de intensidades en errancia que no avanza hacia conclusiones definitivas. Esta ruptura con la estructura tradicional de inicio, nudo y desenlace,—no se trata sólo de una secuencia literaria— refleja una forma rizomática de pensar.
El “rizoma" es otro concepto clave de Deleuze y Guattari. Remite a un modelo de pensamiento basado en la multiplicidad, las conexiones no jerárquicas, el encuentro con la diferencia y la proliferación de rutas. También el rizoma es una herramienta para el desafío al poder jerárquico y a las formas del pensamiento representativo. Deleuze huye de los modelos fijos para invitar amablemente a la creación de agenciamientos, más allá de la familia, el municipio, el sindicato o de cualquier entidad inserta en el orden del lenguaje dentro del orden capitalista y, así, poder esperar el advenimiento de nuevas conexiones. En fin, estar abiertos a nuevas posibilidades en un locus desterritorializado y expansivo como la vida misma.
Los remansos fraternales ante el encuentro con la diferencia, esas “mesetas”, nunca llegan muy lejos sin unas normas sociales que pongan límites a los desaguisados
Este sueño deleuziano es sugerente por lo que tiene de incisiva crítica a todo lo instituido por el lenguaje representativo—la herencia de Nietzsche no es poca— , pero peca de obviar la experiencia más concreta y más humana. Es claro que un partido no puede ser un conjunto de almas uniformadas y que una organización debe ser flexible, pero las comunas, los remansos utópicos y las prácticas fuera de sistema, todas, se realizan en un lugar. Y ese lugar queda, como todo en este globo, bajo cierta potestad, bajo cierto dominio; sea protagonista el sistema, el asociacionismo circunstancial, o la jungla —dominio del más fuerte— en un territorio de marginación, desolación o desestructuración por la guerra, la miseria o la corrupción. Creo que el encuentro con la “diferencia” y con el “diferente” exige orden, estrategia, diálogo y jerarquía. Porque hay que localizar obstáculos para superarlos, tener una cierta perspectiva, una finalidad, un modus operandi y para ello habrá que decidir. En fin, en la decisión es necesario el debate, el posicionamiento y la asunción de responsabilidades. Los remansos fraternales ante el encuentro con la diferencia, esas “mesetas”, nunca llegan muy lejos sin unas normas sociales que pongan límites a los desaguisados.
Para establecer una crítica al modelo de organización de un Estado, al modelo de desarrollo social y económico, al modelo productivo o al modelo político debe existir un análisis estratégico y una alternativa, no totalizante, pero sí provista de una visión de conjunto del problema a tratar y los pasos a seguir. Una sociedad no marcha sin normas, no basta la continua improvisación según circule el deseo en los agenciamientos. Estabilidad y norma son esenciales al ser humano, por lo menos, desde sus primeros asentamientos.
En nuestro caso, existe un Estado, —al que por cierto le sobra casi todo según la derecha— con poderes ejecutivos, legislativos, judiciales, y que permite el concurso de partidos políticos, sindicatos y tutti quanti, y una administración complejísima. Imposible no identificar, clasificar, administrar, distribuir, ordenar, etc. Otra cosa es el control de las consecuencias de todas y cada una de estas funciones. Pero quizá sea esta organicidad y este asociacionismo político y social, el único medio que tenemos para defender lo conseguido frente una tendencia global marcada por la depredación, la proliferación de armas, el crecimiento de flujos de capital incontrolados y una polarización artificialmente montada con vistas a desprestigiar lo político, es decir, la única defensa que tenemos frente a la barbarie.
Pese a esta ironía estoy muy lejos de dar carpetazo a Deleuze. Tampoco creo que el avance de la acumulación de capital y de la desigualdad social sean patrañas marxistas. La agudeza del pensamiento crítico de Deleuze sugiere interesantes caminos en este sentido, aunque bastante dispersos. Porque aborda muchos aspectos interesantes y nos invita a una reflexión profunda sobre las relaciones humanas (no sólo sociales) y sus posibles cambios. Ahora bien, —y esta es una opinión muy personal— esta apertura no puede significar abandonarse a esas mesetas de intensidad fraterna —sin jerarquía, abiertas a nuevas relaciones y fuera de todo corsé orgánico— en las que se activa y sueña una parte de la izquierda nómada. Reunir fuerzas para dar la batalla requiere organización, jerarquía y democracia, que no son incompatibles.
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Sergio Hinojosa es licenciado en Filosofía por la Universidad de Granada y profesor de instituto.
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